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Cullis vio como el joven volvía a la ventana junto a la que había dejado las armas y dio un par de pasos alejándose de la gran mesa. Acabó llegando a la mesita sobre la que estaba la jarra para agua en la que había pintado un viejo barco de vela.

Alzó la jarra tambaleándose lentamente de un lado a otro, le dio la vuelta sobre su cabeza hasta dejarla en posición invertida, parpadeó, se pasó las manos por la cara y tiró del cuello de la guerrera.

—Ah… —dijo—. Ya me encuentro mejor.

—Estás borracho —dijo el joven sin apartar la mirada de las armas que estaba inspeccionando.

El hombre puso cara pensativa y pareció meditar en lo que acababa de decirle.

—Casi has conseguido que sonara como una crítica —replicó por fin en el tono más digno de que fue capaz.

Golpeó suavemente su ojo falso con la punta de un dedo y parpadeó unas cuantas veces. Giró sobre sí mismo intentando moverse de la forma más lenta y cautelosa posible hasta quedar de cara a la otra pared, la que estaba adornada con un fresco que representaba una batalla naval. El hombre clavó la mirada en un gigantesco navío de guerra y su mandíbula pareció tensarse ligeramente.

Echó la cabeza hacia atrás con un movimiento muy brusco. Hubo una tosecilla casi inaudible y un zumbido que acabó confundiéndose con una explosión no muy potente. Un jarrón colocado a tres metros de distancia del buque de guerra se desintegró convirtiéndose en una nube de polvo.

El nombre de la cabellera canosa meneó la cabeza con expresión entristecida y volvió a darse unos golpecitos en el ojo falso.

—Tienes razón —dijo—. Estoy borracho.

El joven se puso en pie sosteniendo en sus manos las armas que había seleccionado y se volvió hacia él.

—Si tuvieras dos ojos estarías viendo doble. Cógela.

Arrojó un arma hacia el hombre, quien alargó una mano para atraparla al vuelo. El arma chocó con la pared que tenía detrás y cayó al suelo haciendo mucho ruido.

Cullis parpadeó.

—Creo que debería volver a meterme debajo de la mesa —dijo.

El joven fue hasta la pared, cogió el arma, la inspeccionó y se la entregó. Cullis la aceptó y la sostuvo como si no supiera qué hacer con ella. El joven tiró de los brazos de Cullis hasta dejarlos curvados encima del arma y le llevó hasta el montón de ropas y armas.

El hombre de la cabellera canosa era más alto que el joven y su ojo bueno y su ojo falso —que en realidad era una micropistola ligera— siguieron al joven y contemplaron como cogía dos cartucheras del suelo, iba hacia él y se las colocaba sobre los hombros. Cullis siguió mirándole fijamente. El joven torció el gesto, alargó una mano y le hizo volver la cabeza. Después hurgó en uno de los bolsillos delanteros de la guerrera de mariscal de campo que le quedaba demasiado grande y sacó de ella lo que parecía —y era— un parche blindado, cuya tira de sujeción deslizó delicadamente sobre la rala cabellera canosa del hombre.

—¡Dios mío! —jadeó Cullis—. ¡Estoy ciego!

El joven volvió a alzar la mano y cambió la posición del parche.

—Disculpa. Me he equivocado de ojo.

—Eso está mejor. —El hombre de la cabellera canosa irguió los hombros y tragó una honda bocanada de aire—. ¿Dónde están esos bastardos?

Su voz seguía sonando pastosa. Cada vez que le oía hablar, el joven sentía deseos de carraspear para aclararse la garganta.

—No les veo. Lo más probable es que sigan ahí fuera. La lluvia de ayer ha mojado la tierra y no hay nubes de polvo que indiquen por dónde andan.

El joven puso otra arma sobre los brazos de Cullis.

—Bastardos…

—Sí, Cullis.

Después añadió un par de cajas de municiones a las armas que Cullis sostenía sobre sus brazos.

—Bastardos asquerosos…

—Tienes toda la razón, Cullis.

—Los… Hmmm… Creo que no me sentaría mal un trago, ¿sabes?

Cullis se tambaleó. Bajó la vista y contempló las armas que sostenía en sus brazos como si no comprendiera muy bien qué hacían allí.

El joven le dio la espalda para coger más armas del montón, pero cambió de opinión cuando oyó un ensordecedor ruido metálico a su espalda.

—Mierda —murmuró Cullis desde el suelo.

El joven fue hacia la cómoda repleta de botellas. Cogió todas las botellas llenas que pudo encontrar y volvió sobre sus pasos. Cullis roncaba pacíficamente bajo un montón de armas, cajas de munición, cartucheras y los restos destrozados de una silla para banquetes. El joven fue apartándolo todo, desabrochó un par de botones de la guerrera de mariscal de campo y deslizó las botellas entre la guerrera y la camisa. La guerrera le quedaba tan grande que había espacio más que suficiente.

Cullis abrió su ojo bueno y le contempló en silencio durante unos momentos.

—¿Qué hora dijiste que era?

El joven volvió a abrochar los botones.

—Creo que es hora de largarse.

—Hmmmm… Quizá tengas razón. Tú entiendes de eso más que yo, Zakalwe.

Cullis volvió a cerrar su ojo bueno.

El joven al que Cullis había llamado Zakalwe fue rápidamente hacia un extremo de la gran mesa, que estaba cubierta por una manta relativamente limpia sobre la que había un arma de gran tamaño y apariencia bastante terrible. La cogió y volvió hacia el corpachón que roncaba en el suelo. Cogió al hombre de la cabellera canosa por el cuello de la guerrera y fue retrocediendo hacia la puerta que había al otro extremo del salón arrastrando a Cullis. Se detuvo a recoger la bolsa de lona con el armamento que había seleccionado antes y se la colgó de un hombro.

Había logrado arrastrar a Cullis la mitad de la distancia que les separaba de la puerta cuando éste despertó. Su ojo bueno se abrió y le atravesó con una mirada bastante vidriosa. Sus posiciones respectivas hacían que el ojo quedara invertido.

—Eh.

—¿Qué pasa, Cullis? —gruñó el joven, y le arrastró un par de metros más.

La cabeza de Cullis se volvió lentamente observando el salón que se deslizaba a su alrededor.

—¿Sigues creyendo que bombardearán este sitio?

—Aja.

El hombre de la cabellera canosa meneó la cabeza.

—No —dijo. Tragó aire—. No… —repitió mientras volvía a menear la cabeza—. Nunca.

—Adelante, chicos, dadle la réplica —murmuró el joven mirando a su alrededor.

Pero todo siguió en silencio. Llegaron a las puertas y el joven las abrió de una patada. La escalera que llevaba hasta la entrada de atrás y el patio que había al otro lado de ella era de mármol verde ribeteado con filetes de ágata. El joven fue bajando lentamente por ella. Las armas y las botellas tintineaban, el arma que colgaba de su hombro le golpeaba el costado y los tacones de Cullis chirriaban sobre el mármol y chocaban con un golpe seco contra cada peldaño que le hacía bajar.

Cullis lanzaba un gruñido ahogado a cada peldaño. «Maldita sea, mujer. Ten más cuidado…», farfulló en una ocasión. El joven se detuvo y le miró fijamente. Cullis roncaba, y vio un hilillo de saliva que había empezado a deslizarse por una de las comisuras de sus labios. El joven meneó la cabeza y reanudó el descenso.

Se detuvo en el tercer rellano para echar un trago y permitió que Cullis roncara en paz durante unos momentos hasta que se sintió lo bastante fuerte para seguir. Acababa de agarrarle por el cuello de la guerrera y se estaba lamiendo los labios cuando oyó un silbido que se fue haciendo más y más estridente. Se arrojó al suelo y tiró de Cullis hasta dejarle medio encima de él.

La explosión se produjo lo bastante cerca para agrietar el vidrio de los ventanales y desprender unos fragmentos de yeso del techo. Las laminillas blancas cayeron grácilmente a través de las cuñas triangulares de luz solar y se posaron sobre los peldaños con un repiqueteo casi inaudible.