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Logró gritar una sílaba.

—¡El…!

Y la hoja se hundió en su cuello.

El nombre murió en su boca. Todo había terminado, pero seguía y seguía.

No sintió ningún dolor. El rugido fue disminuyendo lentamente de intensidad. Estaba contemplando la aldea y las siluetas inclinadas ante el marco de madera. La imagen cambió. Aún podía sentir la tensión en las raíces de sus cabellos y cómo se transmitía a la piel de su cuello. Sintió que se movía.

La sangre del fláccido cuerpo sin cabeza goteaba sobre el pecho.

«¡Ése era yo! —pensó—. ¡Era yo!»

Volvió a sentir el movimiento. El hombre de la espada estaba limpiando la hoja con un trapo. El hombre que sostenía el recipiente de barro intentó eludir la mirada ya algo vidriosa de sus ojos y acercó el recipiente a su cuerpo. Vio la tapa en su otra mano.

«Ah, con que era para eso…», pensó. Estaba tan aturdido que se sintió invadido por una extraña calma. El rugido pareció hacerse más fuerte y, al mismo tiempo, irse esfumando. Todo se estaba volviendo de color rojo. Se preguntó cuánto tiempo podía seguir aquello. ¿Cuántos minutos era capaz de sobrevivir un cerebro sin oxígeno?

«Ahora sí que tengo dos partes limpiamente separadas», pensó recordando las fantasías de antes, y cerró los ojos.

Y pensó en el corazón que había dejado de latir, y comprendió todo lo que se le había escapado hasta aquel momento, y sintió deseos de llorar pero ya no podía hacerlo. La había perdido. Otro nombre empezó a formarse en su mente. Dar…

El rugido desgarró los cielos. Sintió que los dedos de la chica dejaban de sujetar sus cabellos. La expresión de pavor que se fue extendiendo por el rostro del hombre que sostenía el recipiente de barro era tan exagerada que casi resultaba cómica. Las siluetas inclinadas ante él alzaron la cabeza. El rugido se convirtió en un alarido. El vendaval que surgió de la nada levantó torbellinos de polvo e hizo tambalearse a la chica que le había estado agarrando de los cabellos. Una masa oscura se movió velozmente por el cielo y su sombra cayó sobre la aldea.

«Demasiado tarde…», pensó, y su mente se fue sumiendo en la negrura.

Los ruidos duraron unos segundos más —quizá fuesen gritos—, y sintió el impacto de algo estrellándose contra él, y su cabeza rodó locamente por el suelo con el polvo entrando en sus ojos y sus fosas nasales a cada giro…, pero todo aquello estaba empezando a dejar de interesarle, y cuando la oscuridad se cerró a su alrededor casi sintió alivio. Puede que alguien volviera a cogerle después.

Pero fue como si aquello le ocurriera a otro.

* * *

Después de que llegara el ruido terrible y la gran roca negra se posara en el centro de la aldea —justo después de que la ofrenda del cielo hubiera sido separada de su cuerpo para que pudiera unirse al aire—, todo el mundo huyó corriendo por entre los remolinos de niebla para alejarse de aquella luz que aullaba. La gimoteante población de la aldea se congregó alrededor del manantial.

La sombra oscura volvió a aparecer encima de la aldea cuando sus corazones sólo habían tenido tiempo de latir cincuenta veces y fue subiendo por entre las hilachas de neblina que se interponían entre el cielo y la tierra. Esta vez no hubo ningún rugido, y la sombra se alejó muy deprisa acompañada por un ruido semejante al del viento, moviéndose con tal celeridad que no tardó en esfumarse.

El chamán envió a su aprendiz para que le informara de cómo estaban las cosas, y el joven tembloroso desapareció entre la niebla. Volvió poco después y el chamán condujo a los aún aterrorizados habitantes de la aldea hasta sus moradas.

El cuerpo de la ofrenda celeste seguía colgando fláccidamente del marco de madera colocado sobre el montículo. Su cabeza había desaparecido.

El sacerdote y su aprendiz pasaron mucho tiempo cantando, moliendo entrañas o viendo siluetas entre la niebla, y después de tres trances acabaron decidiendo que lo ocurrido era un buen presagio y, al mismo tiempo, una advertencia. Sacrificaron un animal de carne propiedad de la familia de la chica que había dejado caer la cabeza de la ofrenda celeste al suelo y, a falta de ésta, colocaron la cabeza del animal dentro del recipiente de barro.

5

—¡Dizita! Infiernos, ¿qué tal estás? —Alargó un brazo para cogerla de la mano y la ayudó a saltar desde el techo del módulo que acababa de emerger al muelle de madera. Después la rodeó con sus brazos—. ¡Me alegra mucho volver a verte!

Se rió. Sma descubrió que no tenía muchas ganas de devolverle el abrazo y se limitó a darle unas palmaditas en la cintura, pero él no pareció darse cuenta del poco entusiasmo que puso en el saludo.

La soltó y bajó la mirada con el tiempo justo de ver a la unidad saliendo del módulo.

—¡Y Skaffen-Amtiskaw! Vaya, vaya… ¿Siguen permitiendo que vayas por ahí sin vigilancia?

—Hola, Zakalwe —dijo la unidad.

Pasó un brazo alrededor de la cintura de Sma.

—Venid conmigo y almorzaremos.

—De acuerdo —dijo ella.

Fueron por el pequeño muelle de madera hasta un sendero de piedra que atravesaba la arena y que terminó llevándoles hasta la sombra de los árboles. Los árboles eran de color azul o púrpura, y tenían inmensas copas plumosas parecidas a nubes oscuras que contrastaban con el azul claro del cielo. Una brisa cálida que tan pronto se calmaba como aumentaba de intensidad tiraba de ellas haciéndolas ondular. La parte superior de los troncos era de un blanco plateado, y la corteza exudaba una delicada fragancia. Se encontraron con dos grupos de personas mientras iban por el sendero, y a cada encuentro la unidad flotó hacia arriba hasta ocultarse en la copa de un árbol.

El hombre y la mujer fueron siguiendo las avenidas bañadas por los rayos del sol que se extendían debajo de los árboles hasta llegar a un gran estanque cuyas aguas mostraban los temblorosos reflejos de una veintena de chozas blancas. Un pequeño hidroavión flotaba junto a un diminuto muelle de madera. Se dirigieron hacia el complejo de chozas y subieron el tramo de peldaños que llevaba hasta un balcón desde el que se dominaba el estanque y el angosto canal que iba desde allí hasta la laguna que se encontraba al otro extremo de la isla.

Los rayos de sol cambiaban continuamente de dirección al atravesar las ondulantes copas de los árboles. Las sombras se deslizaban sobre el suelo y parecían bailar encima de una mesita y de las dos hamacas que había en el porche.

Movió la mano indicando a Sma que se instalara en la primera hamaca. Se volvió hacia la sirvienta que acababa de salir al balcón y le pidió que trajera un almuerzo para dos personas. Skaffen-Amtiskaw descendió lentamente en cuanto la sirvienta se hubo marchado y se posó sobre el murete del porche volviendo su banda sensora hacia el estanque. Sma se acomodó cautelosamente en la hamaca.

—Zakalwe, esta isla… ¿Es tuya?

—Hum… —Miró a su alrededor como si no supiera qué responder y acabó asintiendo con la cabeza—. Oh, sí, es mía.

Se quitó las sandalias y se derrumbó sobre la otra hamaca dejando que oscilara locamente de un lado a otro. Cogió una botella que había en el suelo y aprovechó cada balanceo de la hamaca para ir echando un poco de licor en los dos vasos que había sobre una mesita. Cuando hubo terminado de llenar los vasos puso un pie en el suelo y aumentó el balanceo para entregarle el suyo a Sma.

—Gracias —dijo ella.

La contempló en silencio durante unos momentos, tomó un sorbo de su vaso y cerró los ojos. Sma clavó la mirada en las manos que sostenían el vaso sobre su pecho y observó el letárgico ondular del líquido primero en una dirección y luego en otra. Alzó un poco la cabeza para observar el rostro del hombre y vio que no había cambiado. El cabello era un poco más oscuro de como lo recordaba, y lo llevaba peinado de tal forma que revelaba su despejada frente de piel morena y recogido con una coleta en la nuca. Parecía estar en tan buena forma física como siempre y, naturalmente, no había envejecido en lo más mínimo. La estabilización de su edad fue una parte del pago por su último trabajo.