—Prefieren la desconexión y despertar con un cuerpo nuevo sin haberse dado cuenta del tiempo transcurrido.
—Ya me lo imaginaba. ¿Puedo emborracharme mientras esté conectado con el maldito como-se-llame al que estoy conectado?
Stod Perice sonrió.
—Estoy seguro de que podemos arreglarlo. Si quiere incluso podemos administrarle drogas glandulares. Es la ocasión ideal para…
—No, gracias. —Cerró los ojos durante un momento e intentó menear la cabeza—. Me conformaré con pillar alguna borrachera de vez en cuando.
Stod Perice asintió.
—Bueno, creo que podremos proporcionárselas.
—Estupendo. ¿Sma? —La miró fijamente y Sma enarcó las cejas—. Quiero seguir despierto —dijo.
Los labios de Sma se fueron curvando en una lenta sonrisa.
—Lo presentía.
—¿Estarás por aquí?
—Podría hacerlo —dijo la mujer—. ¿Te gustaría que viniera a verte de vez en cuando?
—Sería un gran detalle por tu parte.
—Creo que me gustará. —Asintió y puso cara pensativa—. De acuerdo. Iré viniendo para ver cómo aumentas de peso.
—Gracias. Y gracias por no haber traído contigo a esa maldita unidad… Ya me imagino la clase de pésimos chistes de mal gusto que habría hecho.
—Sí… —replicó Sma con voz algo vacilante.
Su tono de voz hizo que volviera a alzar los ojos hacia ella.
—Sma…, ¿qué ocurre?-le preguntó.
—Bueno…
Sma parecía sentirse bastante incómoda.
—Cuéntamelo.
—Skaffen-Amtiskaw… —dijo con voz entrecortada—. Te ha enviado un regalo. —Metió la mano en un bolsillo y sacó de él un paquetito que sostuvo ante sus ojos con expresión algo avergonzada—. Yo… No sé qué es, pero…
—Bueno, no tengo manos para abrirlo, ¿verdad? Adelante, Sma.
Sma desenvolvió el paquetito y examinó el regalo. Stod Perice se inclinó sobre su hombro para echarle un vistazo y se apresuró a girar sobre sí mismo mientras se llevaba una mano a la boca y emitía una tosecilla ahogada.
Sma frunció los labios.
—Puede que decida solicitar otra unidad de escolta.
Había cerrado los ojos cuando Sma empezó a desenvolver el paquetito y aún no los había abierto.
—¿Qué es? —preguntó.
—Un sombrero.
Se echó a reír. Sma necesitó un poco más de tiempo, pero también acabó riendo (aunque cuando volvió a casa la unidad tuvo que esquivar unos cuantos objetos). Stod Perice dijo que con el tiempo sería un regalo muy útil.
Y horas después, cuando Sma bailaba lentamente en los brazos de una nueva conquista y Stod Perice se hallaba cenando con unos amigos y les contaba la anécdota del sombrero y la vida continuaba como de costumbre en todos los recintos de la gran nave, él seguía despierto y contemplaba la tenue claridad rojiza que iluminaba el techo de aquella parte del hospital, recordando que unos cuantos años antes y a muchísima distancia de allí Shias Engin había acariciado las heridas de su cuerpo y pensar en ello hizo que volviera a sentir el frescor de aquellos dedos esbeltos y ágiles moviéndose sobre la carne nueva y las cicatrices, y pudo captar el olor de su piel y el cosquilleo de su cabellera deslizándose sobre él.
Y dentro de doscientos días tendría un cuerpo nuevo. Y («¿Y ésta? Lo siento… Aún te duele, ¿verdad?») la cicatriz que tenía encima del corazón habría desaparecido para siempre, y el corazón que latiría debajo del pecho ya no sería el mismo de antes.
Y entonces comprendió que la había perdido.
No había perdido a Shias Engin, a quien había amado o había creído amar y a la que no cabía duda perdió años antes, sino a ella, a la otra, a la mujer real, la que había vivido dentro de él durante un siglo de sueño helado.
Siempre había estado convencido de que no la perdería hasta el momento de su muerte.
Ahora sabía que no era así, y el conocimiento y el peso de aquella pérdida hicieron que sintiera una tristeza abrumadora.
Movió los labios y murmuró su nombre en el silencio de la noche rojiza.
La unidad de vigilancia médica que observaba continuamente todas sus reacciones vio las gotitas de fluido que brotaban de los conductos lacrimales truncados del hombre y se preguntó sin demasiado interés qué le estaría ocurriendo.
—Bueno, ¿y cuántos años tiene ahora el viejo Tsoldrin?
—Ochenta años relativos —dijo la unidad.
—¿Y crees que estará dispuesto a volver a la vida activa sólo porque yo se lo pido? —preguntó él contemplando a Skaffen-Amtiskaw con cierto escepticismo.
—Eres la única solución que se nos ha ocurrido —dijo Sma.
—Oye, ¿no podíais permitir que el pobre viejo siguiera envejeciendo en paz?
—Hay muchas cosas en juego, Zakalwe, y tienen mucha más importancia que la tranquilidad espiritual de un político de edad avanzada.
—¿A qué cosas te refieres? ¿El universo? ¿La vida tal y como la conocemos?
—Sí. Decenas, puede que centenares de millones de veces…
—Muy filosófica.
—Tú tampoco permitiste que el Etnarca Kerian envejeciera en paz, ¿verdad?
—Tienes toda la razón —dijo él, y reanudó sus paseos por la armería—. Ese viejo cabrón se merecía haber muerto un millón de veces.
El recinto de la minibodega reconvertida alojaba un asombroso despliegue de armamento procedente de la Cultura y de otras muchas sociedades. Sma pensó que Zakalwe parecía un niño en una juguetería. Estaba seleccionando equipo y lo iba cargando en una plataforma que Skaffen-Amtiskaw se encargaba de guiar con sus campos siguiéndole mientras él iba y venía por los pasillos examinando el contenido de los estantes y cajones repletos de armas que disparaban proyectiles, rifles láser, proyectores de plasma, granadas de todos los tamaños posibles, efectores, cargadores de plano, armaduras pasivas y activas, artefactos de vigilancia y detección, trajes de combate, proyectiles más o menos autónomos y por lo menos una docena de clases de ingenios ofensivos o defensivos más que no había logrado identificar.
—Zakalwe, nunca podrás cargar con tantos trastos…
—Oh, esto no es más que la lista inicial —dijo él. Alargó la mano hacia un estante y cogió un arma bastante rechoncha que parecía no tener cañón—. ¿Qué es esto?
—Un arma capaz de emitir radiación coherente…, un rifle de asalto, para ser más exactos —dijo Skaffen-Amtiskaw—. Cuenta con siete baterías de potencia equivalente a catorce toneladas de almacenamiento convencional y siete posibilidades de disparo distintas, desde el disparo individual hasta un máximo de cuarenta y cuatro coma ocho kiloproyectiles por segundo en posición de ráfaga. Ah…, el tiempo mínimo de duración de la ráfaga es de ocho coma setenta y cinco segundos, y el peso del arma varía en función de las baterías que utilice, yendo desde un mínimo de dos kilos y medio hasta un máximo de siete veces esa cifra. La frecuencia de radiación que emite va desde la luz semivisible hasta los rayos X.
—No está muy bien equilibrada —dijo él mientras la sopesaba en sus manos.
—El arma se encuentra en la configuración usada para el almacenamiento. Echa toda la parte superior hacia atrás.
—Hmmm. —Siguió las instrucciones de la unidad y fingió que tomaba puntería con el arma—. Veamos, ¿qué te impide poner la mano con que sostienes el arma en el punto de donde sale el haz?
—¿El sentido común, quizá? —sugirió la unidad.
—Ya. Creo que seguiré fiel a mi anticuado rifle de plasma… —Dejó el arma sobre el estante del que la había cogido—. Bueno, Sma, el que los ancianos estén dispuestos a abandonar su apacible retiro por ti debería complacerte mucho, ¿no? Maldición, a veces pienso que debería estar consagrando mis horas libres a la jardinería o cualquier ocupación parecida en vez de viajar hasta los confines de la galaxia metiéndome en montones de líos para hacer vuestros trabajitos sucios…