—¿Sabes con qué personas has de ponerte en contacto? —preguntó Sma—. ¿Y recuerdas quién está a cargo de qué, y en qué bando…?
—¿Y lo que he de hacer si mi línea de crédito se corta de repente? Sí, lo sé todo y me acuerdo de todo.
—Si…, cuando entres en contacto con Beychae dirígete a…
—El encantador y soleado sistema de Impren —canturreó él—, donde hay montones de nativos amistosos que viven en una amplia gama de habitáculos ecológicamente irreprochables y que son de lo más neutral.
—Zakalwe… —dijo Sma. Le cogió el rostro entre las manos y le besó—. Espero que todo salga bien.
—Yo también, por extraño que pueda parecerte —dijo él.
Le devolvió el beso y fue Sma la que acabó apartándose. Meneó la cabeza, sonrió y fue recorriendo el cuerpo de la mujer con la mirada.
—Ah… Algún día, Diziet.
Sma meneó la cabeza e intentó sonreír, pero la sonrisa no le salió demasiado sincera.
—No a menos que esté inconsciente o muerta, Cheradenine.
—Oh. Entonces…, ¿puedo seguir albergando esperanzas?
Sma le dio una fuerte palmada en el trasero.
—En marcha, Zakalwe.
Se metió dentro del traje de combate blindado y los servomecanismos fueron cerrando los sellos a su alrededor. Alzó una mano y activó el casco.
Cuando miró a Sma su expresión se había vuelto muy seria.
—Asegúrate de que sabéis dónde…
—Sabemos dónde está —se apresuró a decir Sma.
Contempló el suelo del hangar durante unos momentos como si no la hubiera oído, alzó la cabeza y sonrió.
—Estupendo —dijo mirándola a los ojos mientras hacía entrechocar sus manos enguantadas—. Bien, tengo que partir. Nos veremos luego…, si hay suerte.
Entró en la cápsula.
—Cuídate, Cheradenine —dijo Sma.
—Sí, cuida de ese repugnante trasero hendido tuyo —dijo Skaffen-Amtiskaw.
—Puedes estar seguro de que lo cuidaré —dijo él, y se despidió de los dos enviándoles un beso con la punta de los dedos.
Del Vehículo General de Sistemas al piquete ultrarrápido al módulo a la cápsula al traje inmóvil sobre el frío polvo del desierto con un hombre dentro de él.
El hombre subió el visor y contempló lo que le rodeaba mientras se limpiaba las gotitas de sudor de la frente. Estaba anocheciendo. La luz de las dos lunas y los últimos rayos del sol que caían sobre la meseta le permitían ver la roca cubierta de escarcha blanquecina del final de la meseta sobre la que se encontraba. Más allá estaba el inmenso tajo a través del desierto que acogía la vieja ciudad semiabandonada en la que vivía Tsoldrin Beychae.
Las nubes flotaban a la deriva por el cielo, y el polvo iba cubriéndolo todo.
—Bueno… —suspiró el hombre sin dirigirse a nadie en particular, y alzó los ojos para contemplar otro cielo que tampoco le resultaba familiar—. Aquí estamos de nuevo.
VIII
El hombre se encontraba sobre un pequeño promontorio de arcilla y contemplaba las raíces del árbol que iban siendo reveladas por el gorgoteo del torrente de agua amarronada. La lluvia caía sobre él, y el cada vez más caudaloso riachuelo de aguas marrones embestía las raíces del árbol envolviéndolas en chorros de espuma. La lluvia había reducido la visibilidad a unos doscientos metros y había empapado hacía ya mucho rato el uniforme del hombre pegándoselo a la piel. La tela del uniforme era de color gris, pero la lluvia y el barro la habían vuelto de un marrón oscuro. Había sido un precioso uniforme que le sentaba estupendamente, pero la lluvia y el barro lo habían reducido a la categoría de unos harapos.
El árbol se fue inclinando lentamente y cayó sobre el torrente marrón proyectando un surtidor de fango que cayó sobre el hombre, quien retrocedió un par de pasos y alzó el rostro hacia la bóveda grisácea del cielo para dejar que la lluvia fuese lavando la capa de fango de su piel. El gran árbol caído bloqueaba el turbulento torrente de agua marrón y no tardó en desviar una parte del caudal hacia el promontorio de arcilla. El hombre tuvo que retroceder un poco más siguiendo una tosca pared de roca hasta llegar a una explanada de cemento lleno de grietas y baches que se extendía por delante de él hasta terminar en una casita feísima que parecía encogerse sobre la cima de la colina de cemento. El hombre se quedó inmóvil observando el lento hincharse del río marrón. Las aguas fueron royendo el pequeño istmo de arcilla y el promontorio acabó derrumbándose. El árbol perdió su punto de apoyo en aquel lado del río, giró sobre sí mismo impulsado por el torrente y dio comienzo al viaje que le llevaría hasta el valle y las colinas que había más allá. El hombre contempló la precaria orilla que se extendía al otro lado del torrente y las raíces del gran árbol que asomaban de la tierra como cables rotos, acabó dándose la vuelta y subió lentamente la cuesta que llevaba a la casita.
Caminó a su alrededor. El cuadrado de cemento sobre el que se hallaba tenía casi medio kilómetro de lado y seguía estando rodeado por el agua. Las olas marrones acariciaban sus contornos en todas direcciones. Las torres de las viejas estructuras metálicas que llevaban muchísimo tiempo sin ser reparadas se alzaban por entre los velos de lluvia como gigantes acuclillados sobre la resquebrajada superficie de cemento, y hacían pensar en las piezas olvidadas de un juego colosal. La inmensidad de cemento que la rodeaba hacía que la casita resultara ridícula, y el mero hecho de su proximidad a las máquinas abandonadas hacía que pareciese aún más grotesca.
El hombre caminó alrededor del edificio volviendo la cabeza en todas direcciones, pero no descubrió nada que deseara ver y acabó entrando en él.
La asesina se encogió sobre sí misma en cuanto abrió la puerta. La sillita de madera a la que estaba atada se encontraba apoyada en una cómoda. El equilibrio era bastante precario y el brusco movimiento de su cuerpo hizo que las patas se deslizaran con un chirrido sobre el suelo de piedra. La sillita y la chica cayeron al suelo con un estrépito considerable. La cabeza de la chica se estrelló contra las losas de piedra y el dolor la hizo gritar.
El hombre dejó escapar un suspiro. Fue hacia ella —las suelas de sus botas gemían a cada paso que daba— y tiró de la silla hasta apoyar las patas en el suelo mientras apartaba de una patada un trozo de cristal desprendido de un espejo roto. La chica colgaba fláccidamente de sus ataduras, pero el hombre sabía que su desmayo era fingido. Maniobró la silla hasta dejarla en el centro de la habitación observando atentamente a la chica todo el rato y manteniéndose lo más lejos posible de su cabeza. Cuando la estaba atando la chica se las había arreglado para darle un cabezazo en la cara, y faltó muy poco para que el impacto le rompiera la nariz.
Examinó sus ataduras. La cuerda que le inmovilizaba las manos por detrás de la silla estaba algo deshilachada. La chica debía de haber estado intentando cortarla con el trozo de espejo roto que había encontrado sobre la cómoda.
El hombre la dejó en el centro de la habitación colgando como un fardo inerte pensando que podría observarla mejor en esa posición, fue hacia la cavidad tallada en uno de los gruesos muros de la casita que contenía la cama y se dejó caer sobre ella. Las sábanas estaban sucias, pero el cansancio y el haber quedado calado hasta los huesos hicieron que no le importase demasiado.
Escuchó el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado, el susurro del viento que entraba gimiendo por el marco de la puerta y las grietas de los postigos y el lento golpeteo de las gotas que lograban deslizarse a través de las hendiduras del techo para acabar cayendo sobre las losas del suelo. Aguzó el oído intentando captar el sonido inconfundible de los helicópteros, pero no había ninguno cerca. Carecía de radio y, de todas formas, no estaba muy seguro de que supieran dónde debían buscarle. La búsqueda sería todo lo intensa que permitía el mal tiempo, pero los observadores estarían concentrando sus esfuerzos en localizar su vehículo, y el vehículo había desaparecido arrastrado por la avalancha marrón del torrente. Lo más probable era que necesitaran días para encontrarle.