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Cerró los ojos y empezó a quedarse dormido casi enseguida, pero era como si la consciencia de haber sido derrotado no estuviera dispuesta a permitirle ni tan siquiera esa vía de escape, y logró encontrarle incluso allí llenando su mente con imágenes de inundación y derrota acosándole con tal persistencia que acabó expulsándole del único sitio en el que podía reposar para devolverle al dolor continuado de la vigilia. Se frotó los ojos, pero el agua sucia que se había deslizado sobre sus manos hizo que se los llenara de granitos de arena y motas de tierra. Limpió un dedo lo mejor que pudo frotándolo con las mugrientas sábanas y se lavó los ojos con un poco de saliva, porque temía que si permitía que las lágrimas fluyeran de ellos quizá pasaría el resto de su vida llorando.

Volvió la cabeza hacia la chica. Estaba fingiendo que empezaba a recuperar el conocimiento. Pensó que ojalá hubiera tenido las energías y el tipo de temperamento necesarios para ir hacia ella y golpearla, pero estaba demasiado cansado y era excesivamente consciente de que un acto semejante sería más bien patético. Usarla para desahogar la frustración de ver a todo un ejército derrotado no serviría de nada. Golpear a un individuo —especialmente a una mujer indefensa y bizca—, sería un intento tan lamentablemente ridículo y mezquino de hallar una compensación a un desastre de tales magnitudes que aun suponiendo que lograra salir de aquella situación con vida siempre lamentaría haber hecho algo semejante.

La joven dejó escapar un gemido bastante melodramático. Un hilillo de mucosidad se desprendió de su nariz y cayó sobre la tela de su chaquetón.

El hombre puso cara de asco y apartó la mirada.

Oyó que tragaba aire ruidosamente por la nariz. Cuando volvió a mirarla tenía los ojos abiertos y estaba observándole con una considerable malevolencia. Su bizquera no era demasiado pronunciada, pero le irritaba bastante más de lo que habría resultado lógico esperar de un defecto tan pequeño. Pensó que si hubiera podido darse un baño y ponerse algo decente casi la habría encontrado bonita, pero en las circunstancias actuales… Su cuerpo estaba enterrado dentro de un grueso chaquetón manchado de barro y su rostro quedaba casi totalmente oculto por el cuello del chaquetón y por su larga y sucia cabellera. Pellas de barro casi iridiscente unían las puntas de algunos mechones a la tela del chaquetón. La chica se removió de una forma bastante extraña, como si estuviera rascándose la espalda contra la silla. El hombre no logró decidir si estaba comprobando la resistencia de las cuerdas que la inmovilizaban o si tenía problemas con las pulgas.

Dudaba que la hubieran enviado para matarle, y estaba casi seguro de que su uniforme de auxiliar correspondía a lo que era en realidad. Lo más probable era que la hubiesen dejado atrás durante una retirada y se hubiera dedicado a vagabundear de un lado a otro porque estaba demasiado asustada o era demasiado estúpida u orgullosa para rendirse, hasta que vio su vehículo justo cuando estaba teniendo dificultades en la hondonada invadida por las aguas del torrente. Su intento de matarle había sido valeroso, pero bastante risible. El disparo que acabó con su chófer dio en el blanco por pura casualidad; el segundo proyectil se deslizó a lo largo de su sien dejándole aturdido mientras ella arrojaba el arma vacía a un lado y saltaba dentro del compartimento blandiendo su cuchillo. El vehículo sin conductor había empezado a resbalar por una pendiente cubierta de hierba y terminó cayendo al torrente de aguas marrones.

Qué acto tan increíblemente estúpido… Había momentos en que las heroicidades le revolvían el estómago porque le parecían un insulto al soldado que sopesaba los riesgos de la situación y tomaba decisiones tranquilas y astutas basadas en la experiencia y la imaginación practicando el tipo de ciencia militar discreta y nada amante del exhibicionismo que no ganaba medallas, pero sí guerras.

El impacto del proyectil hizo que cayera al asiento posterior del compartimento mientras el vehículo bailaba y se agitaba de un lado a otro atrapado en las garras del torrente que había adquirido una fuerza tan inesperada gracias a la lluvia. La mujer casi consiguió enterrarle bajo el grosor de su voluminoso chaquetón. Estar atrapado en una posición tan incómoda con la cabeza aún vibrando a causa del disparo que le había arañado el cráneo, hizo que no pudiera quitársela de encima con un buen puñetazo. Durante aquellos minutos de absurdo y frustrante confinamiento la lucha con la chica le pareció un microcosmos de la llanura enfangada en la que había quedado atascado su ejército. Poseía la fuerza necesaria para dejarla sin sentido de un solo golpe, pero lo reducido del campo de batalla y el peso del chaquetón que la protegía le habían estorbado y habían logrado mantenerle aprisionado hasta que fue demasiado tarde.

El vehículo chocó con la isla de cemento y volcó arrojándoles sobre la corroída superficie grisácea. La chica dejó escapar un grito y alzó el cuchillo que había permanecido todo aquel tiempo envuelto en los pliegues del chaquetón verde, pero el gesto le proporcionó la largamente esperada ocasión de asestar el puñetazo y sentir el satisfactorio impacto de sus dedos contra su mentón.

La chica se derrumbó sobre el cemento. El hombre se volvió con el tiempo justo de ver la superficie metálica de la capota deslizándose a lo largo del filo de cemento. El vehículo seguía estando de lado y la marea marrón hizo que se hundiera casi inmediatamente.

Se volvió hacia ella y sintió la tentación de patear aquel cuerpo inconsciente, pero se conformó con patear el cuchillo y enviarlo dando vueltas por los aires en dirección al río para que siguiera al vehículo que había desaparecido bajo las aguas.

* * *

—Perderéis —dijo la joven casi escupiendo las palabras—. No podréis vencernos.

Estaba tan irritada que se removió haciendo vibrar la sillita.

—¿Qué? —exclamó el hombre volviendo a la realidad.

—Venceremos —dijo ella.

Se agitó con tal violencia que las patas arañaron el suelo de piedra.

«Maldición —pensó él—, ¿por qué se me habrá ocurrido atarla a una silla?»

—Puede que tengas razón —dijo con voz cansada—. De momento las cosas tienen un aspecto bastante…, bastante húmedo, lo admito. ¿Te sientes mejor ahora?

—Vas a morir —dijo la chica mirándole fijamente.

—Oh, sí —dijo él—. No hay cosa más segura que la muerte.

Alzó los ojos para contemplar las goteras del techo.

—Somos invencibles. Nunca nos rendiremos.

—Bueno, creo recordar ocasiones anteriores en que habéis demostrado ser francamente fáciles de vencer.

Repasó mentalmente la historia de aquel planeta y suspiró.

—¡Fuimos traicionados! —gritó la chica—. Nuestros ejércitos jamás han sido derrotados. Fuimos…

—Lo sé, lo sé… Os apuñalaron por la espalda.

—¡Sí! Pero nuestro espíritu jamás morirá. Nosotros…

—¡Oh, vamos! ¡Cállate de una vez! —Sacó las piernas de la cama y se encaró con ella—. Ya he oído esas gilipolleces antes. «Nos robaron la victoria, los de la retaguardia nos dejaron abandonados a nuestra suerte, los medios de comunicación estaban contra nosotros…» Mierda. —Se pasó una mano por entre los empapados mechones de su cabellera—. Sólo quienes son muy jóvenes o muy estúpidos creen que las guerras son algo reservado a los militares. Basta con que las noticias puedan viajar más deprisa que un jinete o un ave entrenada para transportar mensajes y toda la maldita nación se encuentra luchando. Ése es vuestro espíritu y vuestra voluntad, no el recluta pegado al terreno. Si perdéis perdéis, y deja de gimotear. Si no hubiera sido por esta jodida lluvia ya habríais sido derrotados. —Alzó una mano al ver que la chica tragaba aire disponiéndose a replicarle—. Y no, no creo que Dios esté de vuestro lado.