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—Qué observación tan aguda e inteligente —suspiró—. Me recuerdas a algunas de las personas que planearon esta guerra. Ellas también son bizcas, estúpidas e incapaces de moverse…

—¡No soy bizca! —gritó la chica.

Se echó a llorar. El peso de los sollozos que hicieron temblar su cuerpo y crearon más pliegues en su chaquetón la obligó a inclinar la cabeza hacia adelante y la sillita crujió ruidosamente.

Su larga y sucia cabellera le ocultaba la cara y caía desde su cabeza hasta las enormes solapas de su chaquetón. El llanto la había encorvado hacia adelante de tal forma que sus brazos quedaban casi al nivel del suelo. Deseó tener la energía necesaria para ir hacia ella y consolarla o destrozarle la cabeza…, cualquier cosa que pudiera acabar con todo aquel estrépito innecesario.

—De acuerdo, de acuerdo, no eres bizca… Lo siento.

Se echó hacia atrás con un brazo encima de los ojos albergando la esperanza de que su tono de voz hubiera sonado convincente, pero con la seguridad de que había resultado tan poco sincero como realmente era.

—¡No quiero tu simpatía!

—Lo siento de nuevo. Retiro lo que había retirado antes.

—Bueno… Yo no… No es más que… un pequeño defecto, y no impidió que la junta de reclutamiento me aceptara.

(Recordó que también estaban reclutando niños y jubilados, pero no se lo dijo.) La chica intentó limpiarse la cara con las solapas del chaquetón.

Tragó aire por la nariz haciendo mucho ruido y cuando alzó la cabeza echando el cabello hacia atrás él vio una enorme gota de mocos suspendida en la punta de la nariz de la chica. Se puso en pie sin pensarlo —el cansancio que se había adueñado de su cuerpo lanzó un alarido de muda indignación—, y arrancó un trozo de la cortinilla que colgaba sobre el nicho de la cama mientras iba hacia ella.

La chica le vio venir sosteniendo el trozo de tela entre los dedos de una mano y gritó con toda la fuerza de sus pulmones. El esfuerzo de anunciar al mundo regido por la lluvia que había fuera del edificio que estaba a punto de ser asesinada la dejó sin aire. Sus convulsiones hacían bailar la silla, y el hombre tuvo que saltar hacia adelante y poner un pie sobre una de las varillas que había entre las patas para impedir que cayera al suelo.

Le puso el trozo de tela sobre la cara.

La chica dejó de luchar. Su cuerpo se quedó totalmente fláccido. No intentó oponer resistencia o debatirse, pues sabía que sus esfuerzos serían totalmente inútiles.

—Estupendo —dijo él sintiendo un gran alivio—. Y ahora, sopla por la nariz.

La chica le obedeció.

El hombre apartó el trozo de tela, lo dobló, volvió a colocarlo sobre su cara y le dijo que volviera a soplar por la nariz. La chica lo hizo. El hombre volvió a doblar el trozo de tela y se lo pasó por la nariz frotándosela con bastante fuerza. La chica chilló, y el hombre pensó que debía de tener la piel de esa zona algo irritada. Volvió a suspirar y arrojó el trozo de tela al suelo.

No fue a la cama porque acostarse sólo parecía servir para adormilarle y hacerle pensar, y no quería dormir porque tenía la sensación de que quizá no volviera a despertar y no quería pensar porque eso no le llevaría a ninguna parte.

Giró sobre sí mismo y fue hacia la puerta, que estaba tan cerca de él como cualquier otro punto del edificio y seguía entreabierta. Las gotas de lluvia repiqueteaban en el umbral.

Pensó en los otros comandantes. Maldición… El único en el que confiaba era Rogtam-Bar, y todavía le faltaban unos cuantos años para que pudiera asumir el mando. Odiaba que le colocaran en situaciones de aquel tipo. Aterrizar en una estructura de mando ya establecida —y normalmente corrupta y dominada por el nepotismo—, y verse obligado a asumir tal cantidad de obligaciones y deberes que cualquier ausencia o vacilación, e incluso cualquier descanso, permitían que los imbéciles de los que estaba rodeado tuvieran la ocasión de estropearlo todo siempre, había sido su peor pesadilla. «Pero, naturalmente —se dijo a sí mismo—, ¿acaso ha existido algún general que aceptara con alegría la perspectiva de asumir el mando y se sintiera feliz por poder ejercerlo?»

Bueno, tampoco les había dejado gran cosa, ¿verdad? Unos cuantos planes tan enloquecidos que estaba casi totalmente seguro no podrían salir bien, sus intentos de utilizar armas no demasiado obvias… Una parte demasiado grande de todo lo que había intentado hacer seguía estando dentro de su cabeza. El interior de su cabeza era el único lugar donde podía disfrutar de la soledad, ese pequeño recinto de intimidad en el que ni tan siquiera la Cultura podía penetrar, aunque se daba cuenta de que si no lo hacían era por sus molestos y puntillosos prejuicios, no porque no estuviesen en condiciones de asaltarlo…

Se había olvidado de su prisionera. Era como si dejara de existir en cuanto apartaba los ojos de ella, como si su voz y sus intentos de liberarse fueran los resultados de una absurda manifestación sobrenatural.

Abrió la puerta de par en par. Si observabas la lluvia con la atención suficiente podías acabar viendo cualquier cosa. La lentitud de los ojos hacía que las gotas se transformaran en rayitas que se confundían unas con otras y volvían a emerger convertidas en claves de las formas que llevabas dentro de tu cabeza. Las siluetas entrevistas duraban apenas un latido del corazón y se iban sucediendo en un desfile interminable.

Vio una silla, y un barco que nunca podría navegar; vio a un hombre con dos sombras y vio lo que no podía ser visto; un concepto; el impulso infinitamente adaptable de sobrevivir, de alterar todo lo que estaba a su alcance para facilitar ese objetivo y de eliminar, añadir, destrozar y crear para que un conjunto de células determinado pudiera seguir adelante y tomar decisiones, y seguir moviéndose, y seguir tomando decisiones sabiendo que por lo menos estaba vivo, aunque eso fuera lo único de lo que podía estar mínimamente seguro.

Y tenía dos sombras y era dos cosas al mismo tiempo. Era la necesidad y era el método. La necesidad resultaba obvia. Derrotar todo lo que se oponía a su vida, ésa era la necesidad, y el método…, el método era acumular y alterar los materiales y las personas adaptándolos a ese objetivo guiándose por el credo de que todo podía ser utilizado, de que nada podía ser excluido del combate, de que todo era un arma y no había que olvidar nunca la capacidad de manejar esas armas, de encontrarlas y escoger la más adecuada para apuntar y hacer fuego en un momento concreto; ese talento, esa capacidad, ese uso de las armas…

Una silla, y un barco que nunca podría navegar, un hombre con dos sombras y…

—¿Qué vas a hacer conmigo?

La chica habló en un hilo de voz bastante tembloroso. El hombre se volvió hacia ella y la miró.

—No lo sé. ¿Qué crees que voy a hacer contigo?

La chica le miró. Tenía las pupilas dilatadas por el horror. Parecía estar haciendo acopio de aliento para lanzar otro grito. El hombre no lo entendía. Acababa de hacerle una pregunta de lo más normal y pertinente, y ella actuaba como si hubiera dicho que iba a matarla.

—Por favor, no… Oh, por favor, no, oh, por favor, por favor, no… —volvió a sollozar, ahora casi sin lágrimas.

Se dobló sobre sí misma como si se le hubiera roto la espalda, y su rostro implorante se inclinó casi hasta las rodillas.

—Por favor no… ¿Qué?

Estaba perplejo.

La chica no pareció oírle. Su fláccido cuerpo sacudido por los sollozos siguió en la misma posición.

El hombre se había dado cuenta de que era en momentos como éste cuando dejaba de comprender a las personas. No podía entender lo que estaba ocurriendo dentro de sus mentes y debía conformarse con ver cómo se convertían en objetos insondables a los que no podía llegar. Meneó la cabeza y empezó a dar vueltas por la habitación. El recinto olía mal y había mucha humedad, y bastaba con observarlo un poco para darse cuenta de que esa atmósfera tan desagradable no era ninguna novedad. Aquel lugar siempre había sido un agujero infecto. El hombre pensó que debió de ser la morada de algún analfabeto que había decidido convertirse en guardián de las máquinas inservibles construidas durante una era fabulosa mucho más avanzada, que había sido hecha pedazos hacía ya mucho tiempo por el conspicuo amor a la guerra del que se complacía en dar muestras esta especie. La casita era horrible, y la vida allí debió de ser igualmente horrible…