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¿Cuándo vendrían? ¿Cuánto tiempo necesitarían para encontrarle? ¿Creerían que había muerto? ¿Habían captado el mensaje que envió por radio después de que el corrimiento de tierras le separara del resto del convoy de mando?

¿Había obrado de la forma correcta?

Quizá no lo había hecho. Quizá estuviera abandonado a sus propios recursos; quizá creían que una búsqueda no serviría de nada… No le importaba demasiado. Ser capturado no haría que se sintiera peor de lo que ya se sentía en aquellos momentos. Su mente ya se había ahogado en el dolor, y si acababa tomando esa decisión…, bueno, casi lo agradecería. Sí, sabía que podía hacerlo. Lo único que necesitaba era la decisión de tomarse esa molestia.

—Si vas a matarme… ¿Querrás hacerlo deprisa?

Las constantes interrupciones de la chica estaban empezando a irritarle.

—Bueno, la verdad es que había decidido dejarte vivir, pero sigue lloriqueando y quejándote y puede que cambie de parecer.

—Te odio.

Parecía incapaz de pensar en otra cosa.

—Yo también.

La chica se echó a llorar. Sus sollozos eran más ruidosos que los de la última vez.

Volvió a contemplar la lluvia y vio la mole del Staberinde.

«La derrota, la derrota…», murmuraba la lluvia. Los tanques hundiéndose en el barro, los hombres rindiéndose bajo aquella lluvia torrencial mientras todo se iba desintegrando poco a poco…

Y una joven estúpida, y una nariz que no paraba de moquear… Era risible. Lo excelso y lo mezquino habían decidido compartir el mismo lugar y el mismo instante, lo soberbiamente vasto y lo miserablemente absurdo se rozaban como un noble horrorizado al ver que debería compartir un carruaje con campesinos borrachos y sucios que vomitaban continuamente y no paraban de copular…, la seda y las pulgas.

La risa era la única respuesta posible, la única réplica que no podía ser superada con otra o humillada mediante las carcajadas. La risa era el más bajo de todos los denominadores comunes imaginables.

—¿Sabes quién soy? —preguntó de repente volviéndose hacia la chica.

La idea acababa de pasarle por la cabeza. Quizá no supiese quién era, y no le habría sorprendido en lo más mínimo descubrir que había intentado matarle por la sencilla razón de que viajaba en un vehículo muy grande y no porque hubiera reconocido al Comandante en Jefe de todo el ejército. Oh, sí, no le sorprendería nada descubrirlo, y de hecho casi lo esperaba.

La chica alzó la mirada.

—¿Qué?

—¿Sabes quién soy? ¿Sabes cómo me llamo o cuál es mi rango?

—No. —La chica escupió en el suelo—. ¿Debería saberlo?

—No, no…

Se rió y volvió a darle la espalda.

Contempló el muro gris de la lluvia durante unos momentos observándolo en silencio como si fuera un viejo amigo, acabó girando sobre sí mismo, fue hacia la cama y se dejó caer en ella.

El gobierno se enfadaría muchísimo. Oh, las cosas que les había prometido… Las riquezas, las tierras, el aumento de recursos, prestigio y poder se les escaparían de entre los dedos. Si la Cultura no le sacaba pronto de aquí le fusilarían. Le harían pagar la derrota con la muerte. La victoria habría sido suya, pero la derrota sería exclusivamente de él. Era la reclamación habitual en esa clase de situaciones.

Intentó convencerse de que casi lo había conseguido. Sabía que estaba muy cerca de la victoria, pero los únicos momentos en que era realmente capaz de pensar y podía hacer el intento de reunir todos los hilos dispersos de su vida para que formaran un dibujo coherente siempre coincidían con la derrota y la parálisis. Sus pensamientos volvieron al navío de combate Staberinde y a lo que representaba; y volvió a pensar en el Constructor de Sillas, y en los ecos de la culpabilidad que seguían sonando detrás de esa descripción tan banal…

Esta vez la derrota resultaba más soportable porque pertenecía a una variedad distinta y más impersonal. Era el comandante del ejército, la persona responsable ante el gobierno y podían destituirle, así que en última instancia la responsabilidad de lo que ocurriese recaería sobre ellos y no sobre él. Además, en aquel conflicto no había nada personal. No había tenido ningún contacto con los líderes del enemigo. Sus oponentes eran unos extraños de los que sólo conocía sus costumbres militares, sus sistemas de acumulación de fuerzas y sus pautas favoritas de movimiento de tropas. La perfecta limpieza de ese cisma interpuesto entre los dos bandos parecía suavizar la lluvia de golpes que caía sobre él…, un poco.

Envidiaba a las personas que podían nacer, crecer y madurar junto a quienes les rodeaban, hacer amistades y aposentarse en un lugar con un conjunto de gente conocida para llevar existencias corrientes y nada espectaculares en las que no había riesgos, envejeciendo y siendo sustituidos poco a poco mientras sus hijos venían a verles…, y morir chocheando a una edad avanzada sintiéndose satisfechos de todo lo que había ocurrido antes.

Jamás habría creído que podría sentir esas emociones y que llegaría a anhelar con tanta desesperación una existencia semejante, unas desesperaciones tan poco profundas y unas alegrías tan limitadas; que desearía no tensar en ningún momento la textura de la vida o el destino y conformarse con la pequeñez, el carecer de influencia y el ser poco importante.

Ahora le parecía que aquella situación debía de ser muy dulce e infinitamente deseable, porque una vez te hallabas metido en ella, cuando estabas allí… ¿Habría algún momento en el que sintieras la horrible necesidad de alcanzar esas alturas, el impulso de hacer lo que él había hecho? Lo dudaba. Se volvió hacia la chica atada a la silla.

Pero todo aquello era una estupidez. No tenía sentido. Estaba pensando puras y simples tonterías. Si fuera un ave marina…, pero, naturalmente, tú eres tú y nunca podrás ser un ave marina. Si fueses un ave marina tendrías un cerebro minúsculo y estúpido, y las tripas de pescado medio podridas serían tu plato favorito y te encantaría arrancar a picotazos los ojos de los animalitos que comen hierba; no sabrías lo que es la poesía y jamás podrías apreciar el acto de volar de una forma tan completa como el humano que te observa desde el suelo deseando ser tú.

Quien siente el deseo de ser un ave marina merece convertirse en una.

—¡Ah! El jefe del campamento y la fiel seguidora. Pero me temo que no lo ha entendido bien, señor. Se supone que debería haberla atado a la cama…

El hombre dio un salto, giró sobre sí mismo y su mano fue velozmente hacia la pistolera que colgaba de su cintura.

Kirive Socroft Rogtam-Bar cerró la puerta de una patada, se quedó inmóvil delante del umbral y se sacudió para quitarse las gotas de lluvia que hacían relucir su larga capa mientras sonreía irónicamente. El que pareciera tan fresco y ofreciera un aspecto tan pulcro y atildado resultaba especialmente irritante teniendo en cuenta que llevaba varios días sin dormir.

—¡Bar!

Casi echó a correr hacia él. Los dos hombres se abrazaron y se echaron a reír.

—El mismo que viste y calza, general Zakalwe. Ah, señorita… Hola. General, me estaba preguntando si querría viajar conmigo aunque sea en un vehículo robado. Tengo un Anf ahí fuera y…