Su atención acabó centrándose en dos personas.
Las dos personas eran un hombre y una mujer que caminaban lentamente por la calle contemplando todo lo que les rodeaba. El hombre era alto y tenía los cabellos oscuros. Llevaba el pelo bastante corto, y apenas se fijó en él comprendió que alguien había pasado muchas horas para conseguir aquel desorden aparentemente casual de mechones no muy cuidados. Iba vestido con mucha elegancia y sostenía una boina negra en una mano. Una máscara colgaba de la otra.
La mujer era casi tan alta como él, y un poco más delgada. Su traje entre gris y negro era muy parecido al del hombre, aunque lucía un mándala de pliegues blancos alrededor del cuello. Tenía una lustrosa melena negra que le llegaba hasta los hombros y se movía como si hubiera montones de admiradores observándola.
El hombre y la mujer caminaban el uno al lado del otro sin tocarse e intercambiaban algún que otro comentario limitándose a inclinar la cabeza hacia su acompañante mientras miraban en dirección opuesta, quizá para contemplar aquello de lo que estaban hablando.
Siguió observándoles durante unos segundos hasta quedar convencido de que sus rostros aparecían en la selección de fotos que había inspeccionado cuando se estaba preparando para la misión a bordo del VGS.
Desplazó la cabeza unos centímetros a un lado para asegurarse de que la terminal que parecía un pendiente podía enfocarles desde el mejor ángulo posible y le ordenó que tomara una instantánea de la pareja.
El hombre y la mujer desaparecieron unos segundos después debajo de las pancartas y banderolas colocadas al otro extremo de la calle. Habían atravesado todo el carnaval sin tomar parte en él.
La celebración callejera no daba señales de terminar. Un chaparrón hizo que la multitud buscara refugio bajo los toldos y lonas y en los portales de los edificios de un solo piso que flanqueaban la calle, pero el aguacero duró poco y los visitantes seguían llegando a cada momento. Los niños corrían de un lado a otro agitando cintas de colores que enroscaban alrededor de los postes, las personas, los puestos callejeros y las mesas. Las bombas de humo explotaban creando bolas de incienso y vapores coloreados y los que habían sido atrapados por la detonación se alejaban con paso tambaleante riendo y tosiendo mientras se golpeaban las espaldas los unos a los otros y gritaban joviales reprimendas a los niños risueños que huían corriendo para arrojar más bombas.
El espectáculo estaba dejando de resultarle interesante y no tardó en apartarse de la ventana. Fue hasta una vieja cómoda cubierta de polvo y se sentó encima de ella. Clavó los ojos en el suelo con expresión pensativa y se frotó lentamente el mentón con la mano, alzando la mirada cada vez que un racimo de globos se deslizaba junto a la fachada para acabar perdiéndose en el cielo. Vistos desde dentro de la habitación los globos tenían el mismo aspecto que cuando los observaba desde la ventana.
Se puso en pie, fue hacia la escalera y bajó el angosto tramo de peldaños. Los tacones de sus botas hacían crujir la vieja madera. Llegó al final de la escalera, cogió el impermeable que había dejado encima de la barandilla y salió por la puerta trasera que daba acceso a otra calle.
Se deslizó en el asiento trasero del vehículo que le esperaba. El chófer puso en marcha el motor y empezaron a dejar atrás las hileras de viejos edificios. Llegaron al final de la calle y torcieron por un camino bastante empinado perpendicular a la calle que acababan de abandonar y aquella en que se celebraba el carnaval. Pasaron junto a un vehículo negro. El hombre y la mujer iban dentro de él.
Volvió la cabeza y vio que el vehículo negro se había puesto en marcha y les estaba siguiendo.
Le ordenó al chófer que no hiciera caso del límite de velocidad. El vehículo aceleró, pero sus perseguidores mantuvieron la distancia. Se agarró al asa que había encima de la ventanilla y contempló la ciudad que desfilaba al otro lado del cristal. Estaban atravesando una de las antiguas zonas gubernamentales. Los edificios eran enormes masas de color gris cuyas paredes estaban aparatosamente adornadas con fuentes y canalillos. Los chorros y cortinas de agua resbalaban sobre sus fachadas creando un tapiz de olas verticales que caían al suelo imitando el deslizarse del telón de un teatro. Había un poco de maleza, pero no tanta como esperaba. No podía recordar si habían dejado que el agua de las paredes se helara, si habían cerrado las válvulas o si habían utilizado algún fluido anticongelante. La mayoría de los edificios que dejaban atrás estaban rodeados de andamios. Los obreros que rascaban y limpiaban las piedras desgastadas por el tiempo volvieron la cabeza para observar a los dos vehículos que atravesaban velozmente las plazas y las avenidas.
Se agarró con más fuerza al asa y empezó a examinar un montón de llaves.
El chófer detuvo el vehículo en una calleja muy antigua que estaba cerca de las orillas del gran río. Abrió la puerta, bajó de un salto y corrió hacia una puertecita incrustada en la fachada de un edificio muy alto. El vehículo que les seguía entró rugiendo en la calleja justo cuando cerraba la puerta, pero no echó el pestillo. Bajó un tramo de peldaños y abrió varias puertas cuyas bisagras oxidadas chirriaron. Cuando llegó al nivel más bajo del edificio vio que el funicular ya le estaba aguardando en la plataforma. Abrió la puerta, entró y tiró de la palanca.
El mecanismo se puso en marcha y la cabina sufrió unas cuantas sacudidas, pero éstas cesaron apenas empezó a subir por la pendiente. Volvió la mirada hacia las ventanillas de atrás. El hombre y la mujer acababan de llegar a la plataforma. Sonrió y vio que alzaban la cabeza un segundo antes de que el funicular desapareciera en el interior del túnel. La pequeña cabina siguió moviéndose por la pendiente que acabaría llevándola hasta el final del túnel.
Salió a la plataforma exterior del funicular en el punto donde la cabina que subía se cruzaba con la que bajaba y saltó a la otra cabina. La cabina a la que acababa de saltar siguió bajando impulsada por el peso del agua tomada del arroyo cercano a la terminal de la vieja línea de funicular con que había llenado sus tanques de lastre. Se quedó inmóvil durante unos momentos, saltó de la cabina cuando ésta había recorrido una cuarta parte del trayecto de bajada aterrizando sobre el tramo de peldaños que había junto a la vía y subió rápidamente por una escalera de metal muy larga que terminaba en otro edificio.
Cuando llegó al final de la escalera sudaba un poco. Se quitó el viejo impermeable y volvió al hotel llevándolo encima del brazo.
La habitación era muy blanca y de apariencia muy moderna, con unos ventanales de gran tamaño. El mobiliario estaba incrustado en las paredes plastificadas y la luz procedía de unos abultamientos que se confundían con el techo. Un hombre estaba inmóvil delante de una ventana contemplando la primera nevada invernal que caía sobre el paisaje grisáceo de la ciudad. Faltaba poco para que anocheciera, y la última claridad de la tarde ya se iba desvaneciendo. Una mujer yacía de bruces sobre un sofá blanco con los codos hacia fuera y las manos juntas debajo de la cara. Tenía los ojos cerrados y un hombre muy robusto de cabellera canosa y rostro lleno de cicatrices estaba dando masaje al cuerpo de piel pálida y untado de aceite que reposaba sobre el sofá. Las manos del masajista amasaban y pellizcaban con una aparente falta de contemplaciones.