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El hombre inmóvil delante de la ventana observaba los copos de nieve que caían de dos formas distintas. La primera consistía en considerarlos como una sola entidad y requería mantener los ojos clavados siempre en el mismo punto, con lo que los copos de nieve se convertían en un torbellino borroso y las corrientes de aire y ráfagas de viento que los hacían moverse de un lado a otro se ponían de manifiesto en las pautas de círculos, espirales y descenso continuo que creaban. La segunda exigía contemplar la nevada considerando que los copos eran entidades independientes. El hombre escogía un copo que se encontrara a una altura considerable en la confusa galaxia de tonos grises sobre grises que era la nevada y eso le permitía ver un sendero, un descenso individualizado que se iba abriendo paso por entre la silenciosa premura de la nevada.

Los copos se iban depositando sobre la negrura del alféizar acumulándose sin cesar pero de forma casi imperceptible hasta formar una blanda cornisa blanca. Algunos copos chocaban con el cristal de la ventana, se quedaban pegados a él durante unos momentos y acababan siendo desprendidos por el viento, que se los llevaba.

La mujer parecía dormida. Sus labios estaban curvados en una leve sonrisa, y la geografía de su rostro se iba alterando continuamente con cada cambio de la presión que el hombre de la cabellera canosa ejercía sobre su espalda, sus hombros y sus flancos. Su carne untada de aceite se movía primero en una dirección y luego en otra, y los dedos que se deslizaban sobre ella parecían capaces de ejercer una fuerza terrible sin causar la más mínima fricción. Los dedos alisaban la piel y volvían a llenarla de arrugas como si quisieran imitar el movimiento que el mar producía en las algas que cubren su fondo. Las nalgas de la mujer quedaban ocultas por una toalla negra. Su cabellera estaba suelta y se desparramada sobre una parte de su rostro, y sus pálidos senos eran dos óvalos alargados aplastados bajo la esbeltez de su cuerpo.

—Entonces, ¿qué debemos hacer?

—Necesitamos más datos.

—Como siempre. De vuelta al problema…

—Es un extranjero. Nos queda el recurso de la deportación.

—¿Con qué excusa?

—No hace falta que demos ninguna razón, aunque no nos costaría demasiado inventar alguna.

—Eso podría hacer estallar la guerra antes de que estemos preparados para utilizarla en nuestro provecho.

—Shhh… No debemos hablar de la guerra, ¿recuerdas? Oficialmente estamos en los mejores términos imaginables con todos los miembros de nuestra Federación, así que no hay ningún motivo de preocupación. Todo se encuentra bajo control.

—Dijo un portavoz oficial… ¿Crees que deberíamos librarnos de él?

—Quizá sería lo más prudente. Puede que nos sintiéramos más tranquilos si no estuviera aquí… Tengo la horrible sensación de que ha venido con una misión que cumplir. Se le ha dado pleno acceso a los recursos financieros de la Fundación Vanguardia, y esa organización tan decidida a envolverse en el misterio se ha opuesto a cada uno de nuestros pasos durante los últimos treinta años. La identidad y localización de quienes la controlan y de sus ejecutivos ha sido uno de los secretos mejor guardados del sistema, y los extremos de reserva a los que han llegado carecen de precedentes. Y ahora este hombre surge de la nada gastando dinero a manos llenas y de la forma más vulgar posible, y manteniendo un perfil público bastante visible aunque coquetamente tímido…, justo cuando más incomodidades y problemas puede provocarnos.

—Puede que ese hombre sea la Fundación Vanguardia.

—Tonterías… Supongamos que se trata de alguna entidad palpable, ¿de acuerdo? En tal caso nos enfrentamos a una interferencia alienígena o a una máquina filantrópica que se rige por el testamento que algún magnate ya fallecido dictó obedeciendo a los remordimientos de su conciencia…, incluso es posible que se trate de una máquina controlada por la transcripción de una personalidad humana, o un sistema inteligente que ha adquirido la autoconsciencia por una serie de casualidades sin que haya nadie que pueda controlarlo. Creo que el resto de posibilidades han ido quedando descartadas a lo largo de los años. Staberinde es un títere. Gasta dinero con la desesperación de un niño mimado al que le preocupa que esa generosidad no vaya a durar mucho. Se comporta como un campesino que acabara de ganar la lotería. Es repugnante… Pero te repito que obra impulsado por un propósito y que tiene una misión.

—Si le matamos y resulta que era alguien importante podríamos provocar la guerra demasiado pronto.

—Quizá, pero tengo la sensación de que debemos hacer justo lo que no se espera de nosotros. Aun suponiendo que no haya ninguna otra razón, debemos obrar así para demostrar nuestra humanidad y explotar al máximo nuestra ventaja intrínseca sobre las máquinas…

—Desde luego, pero… ¿no hay ninguna posibilidad de que pueda sernos útil?

—Sí.

El hombre inmóvil delante de la ventana contempló su reflejo en el cristal y sonrió. Sus dedos repiquetearon sobre la parte interior del alféizar.

La mujer del sofá seguía con los ojos cerrados y su cuerpo se movía obedeciendo el lento desplazarse de las manos que le masajeaban la cintura y los flancos.

—Espera un momento. Había ciertas conexiones entre Beychae y la Fundación Vanguardia, así que…

—Así que utilizar a ese tal Staberinde quizá nos permita persuadir a Beychae de que debe ponerse de nuestra parte.

El hombre alzó una mano y deslizó un dedo sobre el cristal siguiendo la trayectoria de un copo de nieve que se movía al otro lado. Observó el descenso del copo con tanta atención que acabó bizqueando.

—Podríamos…

—¿Qué?

—Adoptar el sistema Dehewwoff.

—¿El…? Necesitamos más datos.

—El sistema Dehewwoff de castigo mediante la enfermedad. Es una especie de pena capital escalonada, ¿comprendes? Cuanto más serio es el crimen más grave es la enfermedad que se inocula al culpable. Los delitos menores se castigan con una simple fiebre, la pérdida de los medios de subsistencia y el pago de los gastos médicos; las contravenciones más serias se castigan con una enfermedad que puede durar meses y que va acompañada de dolor y una larga convalecencia, facturas y ninguna simpatía hacia el enfermo, y que a veces deja secuelas y marcas que aparecerán después. Los crímenes realmente horrendos se castigan inoculando enfermedades a las que es muy difícil sobrevivir. La muerte es casi segura salvo que haya una intervención divina y una recuperación milagrosa. Naturalmente, cuanto más baja es la clase social del culpable más virulento ha de ser el castigo, pues no debemos olvidar que los obreros y los trabajadores manuales tienen constituciones más robustas que las clases altas. Las combinaciones y la posibilidad de provocar recaídas proporcionan una considerable sofisticación a la idea básica.

—De vuelta al problema..

—Y odio esas gafas oscuras, recuérdalo.

—Repito lo que he dicho. De vuelta al problema…

—… necesitamos más datos.

—La respuesta de siempre.

—Y creo que deberíamos hablar con él.

—Sí. Y después… Le mataremos.

—Calma. Hablaremos con él. Prepararemos un nuevo encuentro y le preguntaremos qué quiere y, quizá, quién es. Seremos lo más discretos posible, obraremos con cautela y no le mataremos a menos que sea imprescindible.

—Estuvimos a punto de hablar con él.

—Nada de rabietas, ¿eh? Fue ridículo. No estamos aquí para perder el tiempo persiguiendo vehículos y corriendo detrás de reclusos idiotas. Hacemos planes. Pensamos. Enviaremos una nota al hotel del caballero…

—El Excelsior. Francamente, pensaba que un establecimiento tan respetado no se habría dejado seducir con tanta facilidad por el dinero.