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—Cierto. Después iremos a él o haremos que él venga hasta nosotros.

—Bueno, creo que no deberíamos ir a él. Y en cuanto a lo de que él venga hasta nosotros, quizá no quiera. Siento mucho que… Debido a un imprevisto… Un compromiso previo me impide… Me temo que dadas las circunstancias actuales no sería productivo, quizá en otra ocasión… ¿Puedes imaginarte lo humillante que resultaría eso?

—Oh, de acuerdo. Le mataremos.

—De acuerdo en que intentaremos matarle. Si sobrevive hablaremos con él. Si sobrevive él querrá hablar con nosotros. Plan muy recomendable. Debemos estar de acuerdo. No cabe duda y no nos queda otra opción; mera formalidad.

La mujer se quedó callada. El hombre de la cabellera canosa siguió amasándole las caderas con sus manazas y las zonas libres de cicatrices de su rostro quedaron cubiertas por extraños dibujos hechos con sudor. Las manos empezaron a girar y desplazarse sobre el trasero de la mujer y ésta se mordió el labio inferior de forma casi imperceptible mientras su cuerpo se movía en una lánguida imitación de la naturaleza, una sinfonía de murmullos y golpes ahogados de manos que se precipitaban sobre una llanura blanca.

Los copos de nieve seguían cayendo del cielo.

VII

—¿Sabes una cosa? —dijo mirando a la roca—. Tengo la sensación realmente desagradable de que me estoy muriendo…, pero ahora que pienso en ello la verdad es que en este momento todos mis pensamientos y sensaciones son muy desagradables. ¿Qué opinas de ello?

La roca no dijo nada.

Había llegado a la conclusión de que la roca era el centro del universo y podía probarlo, pero la roca se negaba a aceptar su obviamente importantísimo papel dentro del esquema global de las cosas —o, por lo menos, no quería aceptarlo de momento—, lo cual le dejaba reducido a hablar consigo mismo o con los pájaros y los insectos.

Todo volvió a ondular. Cosas que parecían olas o nubes de aves carroñeras cayeron sobre él girando lentamente a su alrededor y atraparon su mente haciéndola pedazos y dejándola tan maltrecha como si fuese una fruta madura que estalla bajo la ráfaga de proyectiles surgida de una ametralladora.

Intentó alejarse a rastras lo más disimuladamente posible. Era consciente de lo que vendría a continuación. Su vida desfilaría a toda velocidad ante él. Qué idea tan increíble…

Tuvo suerte y el desfile se limitó a fragmentos de su vida, como si las imágenes fueran un reflejo de su cuerpo destrozado, y recordó cosas como el estar sentado en un bar de un pequeño planeta mientras sus gafas oscuras creaban extraños dibujos de luces y sombras en el cristal de la ventana; se acordó de un sitio donde el viento era tan terrible que acabaron adquiriendo la costumbre de juzgar su severidad por el número de camiones que se llevaba cada noche; recordó una batalla de tanques librada en los inmensos campos dedicados al monocultivo que parecían mares de hierba, un amasijo de locura, desesperación sumergida y comandantes de pie sobre los tanques y las zonas de cosecha incendiada con las llamas que se iban extendiendo poco a poco ardiendo en la noche, una masa de oscuridad en continuo crecimiento anillada por el fuego —las tierras de cultivo eran la razón y el trofeo por el que se libraba la guerra, y fueron destruidas por ella—; recordó una manguera que se desplegaba bajo el agua iluminada por los haces luminosos de los reflectores y el silencioso retorcerse de sus anillos; recordó la blancura que no terminaba nunca y la lenta guerra tectónica de represalias y desgaste de los icebergs en forma de meseta que chocaban unos con otros, el amargo final de un sueño apacible y silencioso que había durado un siglo.

Y un jardín. Se acordó del jardín. Y de una silla.

—¡Grita! —gritó.

Empezó a mover frenéticamente los brazos arriba y abajo intentando conseguir el impulso suficiente para remontar el vuelo y alejarse de…, de…, apenas sabía de qué, y lo único que consiguió fue tambalearse de un lado a otro. Sus brazos aletearon unas cuantas veces y proyectaron a lo lejos unas cuantas bolitas de guano más, pero el paciente anillo de aves se cerró un poco más a su alrededor esperando a que muriera mientras se limitaba a contemplarle con ojos llenos de paciencia sin dejarse engañar por aquella penosa imitación de la conducta de un congénere.

—Oh, está bien… —murmuró.

Se dejó caer hacia atrás llevándose una mano al pecho y clavó los ojos en la bóveda azul claro del cielo. Y, de todas formas, ¿qué podía haber de tan terrible en algo como una silla? Decidió seguir arrastrándose.

Fue reptando alrededor de la charca de agua abriéndose paso por entre las bolitas oscuras de excremento que las aves habían ido acumulando allí y consiguió llegar hasta un sitio desde el que podía divisar las aguas del lago. No podía seguir adelante, así que se quedó inmóvil, volvió por donde había venido y rodeó la charca en sentido contrario al de antes apartando las bolitas negras de mierda de ave mientras pedía disculpas a los insectos cuya paz perturbaba con sus movimientos. Cuando llegó al punto en el que había estado antes se detuvo y evaluó la situación.

La brisa cálida le traía el olor a azufre que emanaba de las aguas del lago.

… y un instante después volvía a estar en el jardín recordando el aroma de las flores.

* * *

Hubo un tiempo en el que existía una gran casa que se alzaba en el centro de una propiedad limitada en tres de sus lados por un río muy ancho que se encontraba a medio camino entre las montañas y el mar. La propiedad tenía bosques muy antiguos y pastizales de una hierba magnífica; colinas de poca altura repletas de animales tímidos que se asustaban con mucha facilidad, caminos serpenteantes y arroyuelos cruzados por puentecitos; había templetes, pérgolas, lagos ornamentales, paisajes y perspectivas falsas y casitas de verano tan apacibles como rústicas.

El paso de los años y las generaciones hizo que muchos niños nacieran y se criaran en la gran casa y que jugaran en los maravillosos jardines que la rodeaban, pero hubo cuatro en particular cuya historia acabó siendo importante para personas que nunca habían visto la casa y que ignoraban el apellido de la familia. De los cuatro dos eran hermanas y se llamaban Darckense y Livueta; uno de los dos niños restantes era su hermano mayor y se llamaba Cheradenine y los tres compartían el apellido familiar, Zakalwe. El cuarto niño no era pariente suyo, pero había nacido en el seno de una familia que llevaba mucho tiempo siendo aliada de la suya y se llamaba Elethiomel.

Cheradenine era el mayor de los cuatro, y tenía vagos recuerdos de la agitación que se produjo cuando la madre de Elethiomel llegó a la gran casa en visible estado de embarazo hecha un mar de lágrimas y rodeada por sirvientes que intentaban consolarla, guardias gigantescos y doncellas llorosas. Durante los días siguientes la atención de la casa entera pareció centrarse en la mujer que llevaba al bebé dentro de su útero, y aunque sus hermanas siguieron con sus juegos alegrándose de que las niñeras y el cortejo de guardianes que les rodeaban hubieran relajado un poco su vigilancia Cheradenine empezó a sentir celos de aquel niño que aún no había nacido.

El destacamento de la caballería real llegó a la casa una semana después, y aún recordaba a su padre de pie al final del espacioso tramo de escalones que llevaba hasta el patio hablando con voz tranquila mientras sus hombres se movían con silenciosa rapidez por la casa apostándose detrás de cada ventana. Cheradenine se apresuró a ir en busca de su madre y corrió por los pasillos con una mano extendida delante de él como si sostuviera unas riendas invisibles dándose golpes en la cadera con la otra mano para imitar el ruido de los cascos de un caballo y fingir que era un jinete. Un, dos, tres, un, dos, tres… Cuando encontró a su madre vio que estaba con la mujer que llevaba al bebé dentro de ella. La mujer lloraba, y su madre le ordenó que se marchara.