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También estaban los nombres, por supuesto. Nombres que había utilizado, nombres falsos que nunca le habían pertenecido… ¡Utilizar el nombre de un navío de combate! Parecía increíble. Qué persona tan idiota, qué niño tan travieso… Sí, eso era lo que estaba intentando olvidar. No entendía cómo había podido ser tan estúpido. Ahora todo le parecía tan claro, tan obvio… Quería olvidar el navío de combate. Quería enterrarlo en lo más profundo de su ser, por lo que jamás habría debido utilizar su nombre.

Ahora se daba cuenta de que fue un error. Ahora lo comprendía. Ahora, cuando ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto…

Las gigantescas magnitudes de su estupidez hicieron que sintiese deseos de vomitar.

Una silla, un navío, un…, otra cosa que había olvidado.

* * *

Los chicos aprendieron a trabajar el metal y las chicas aprendieron alfarería.

—Pero no somos campesinos, ni…, ni…

—Artesanos —dijo Elethiomel.

—No quiero oír ni una sola protesta más, y aprenderéis algo de lo que significa el trabajar con las manos —dijo el padre de Cheradenine mirando fijamente a los dos chicos.

—¡Pero esas cosas son para los que no han nacido en una familia noble!

—Lo mismo podría decirse del aprender a escribir y el manejar los números. Dominar esas habilidades no os convertirá en oficinistas, al igual que trabajar el hierro no os convertirá en herreros.

—Pero…

—Haréis lo que se os ordene hacer. Si os parece que eso encaja mejor con las ambiciones marciales que ambos afirmáis poseer, os doy permiso para que intentéis forjar espadas y armaduras durante vuestras lecciones.

Los chicos intercambiaron una rápida mirada.

—También podéis decirle a vuestro profesor de retórica que os he dado instrucciones de preguntarle si es aceptable que un par de jóvenes de buena cuna empiecen casi todas las frases con una palabra tan lamentable como «Pero». Eso es todo.

—Gracias, señor.

—Gracias, señor.

Cuando hubieron salido de la habitación los dos se confesaron que trabajar los metales quizá no fuera tan horrible como habían temido al principio.

—Pero tenemos que decirle a Narizotas lo de que siempre decimos «Pero». ¡Nos hará copiar algo!

—No, no lo hará. Tu viejo dijo que «podíamos» decírselo a Narizotas, y eso no es lo mismo que ordenarnos que se lo digamos.

—Ja. Sí.

Livueta también quería aprender a trabajar los metales, pero su padre se negó a permitirlo porque no consideraba que fuera adecuado para una dama. Livueta insistió. Su padre no quiso acceder. Livueta lloró y gritó, y acabaron llegando al compromiso de que podría estudiar carpintería.

Los chicos forjaron cuchillos y espadas, Darckense hizo cacharros de fango y Livueta los muebles para una casita de verano que se encontraba en uno de los bosques de la propiedad. Fue en esa casita de verano donde Cheradenine descubrió…

* * *

No, no, no, no quería pensar en eso, muchas gracias. Sabía lo que vendría a continuación.

Maldición, prefería pensar en ese otro momento horrible, el día en que cogieron el rifle de la armería…

No, la verdad es que no quería pensar en nada. Intentó dejar de pensar golpeándose la cabeza contra el suelo, alzando los ojos hacia el azul del cielo y golpeándose la cabeza una y otra vez contra aquellas pálidas rocas escamosas que se extendían debajo de él allí donde había apartado las bolitas de guano, pero el dolor resultaba excesivo, las rocas se limitaban a ceder hundiéndose en la blandura del suelo y de todas formas estaba tan débil que incluso una mosca mínimamente decidida habría podido con él, así que acabó dejándolo.

¿Dónde estaba?

Ah, sí, el cráter, el volcán inundado…, estamos en un cráter; un viejo cráter de un viejo volcán que lleva mucho tiempo apagado y lleno de agua, y en el centro del cráter había una islita y él estaba en esa islita, y contemplaba las paredes del cráter que se alzaban alrededor de la islita, y era un hombre, no un niño, y era un hombre afable y encantador y se estaba muriendo en la islita y…

—¿Gritar? —murmuró.

El cielo le contempló con expresión dubitativa.

Era azul.

* * *

Fue Elethiomel quien tuvo la idea de coger el rifle. La armería no estaba cerrada con llave, pero se encontraba vigilada. Los adultos siempre parecían preocupados y con muchas cosas que hacer, y habían hablado de enviar a los niños lejos de allí. El verano había terminado y aún no habían ido a la ciudad. Estaban empezando a aburrirse.

—Podríamos escaparnos.

Estaban caminando por un sendero cubierto de hojas caídas que serpenteaba a través de la propiedad. Elethiomel había hablado en voz muy baja. Ahora ni tan siquiera podían dar un paseo sin ir acompañados por algunos centinelas. Los hombres se mantenían a treinta pasos por delante de ellos y a veinte por detrás. ¿Cómo podías jugar con tantos centinelas alrededor? Si se quedaban cerca de la casa se les permitía ir sin centinelas, pero eso resultaba todavía más aburrido.

—No digas bobadas —replicó Livueta.

—No es ninguna bobada —dijo Darckense—. Podríamos ir a la ciudad. Sería divertido.

—Sí —dijo Cheradenine—. Tienes razón. Sería divertido.

—Y ¿por qué queréis ir a la ciudad? —preguntó Livueta—. Podría…, podría resultar peligroso.

—Porque esto es muy aburrido —dijo Darckense.

—Sí, lo es —dijo Cheradenine.

—Podríamos coger un bote y escapar en él —dijo Cheradenine.

—Ni tan siquiera haría falta que remáramos o nos preocupáramos del timón —dijo Elethiomel—. Basta con que nos dejemos llevar por la corriente y acabaremos llegando a la ciudad.

—Yo no iré a la ciudad —dijo Livueta mientras pateaba un montón de hojas.

—Oh, Livvy… —dijo Darckense—. No seas aguafiestas. Ven con nosotros. Tenemos que hacer las cosas juntos.

—Yo no iré a la ciudad —repitió Livueta.

Elethiomel apretó los labios y le atizó una terrible patada a un enorme montón de hojas haciéndolas saltar por los aires con un ruido tan fuerte como el de una explosión. Dos de los centinelas que les precedían giraron rápidamente sobre sí mismos, se relajaron y volvieron a apartar la mirada.

—Tenemos que hacer algo —dijo.

Clavó los ojos en los centinelas que caminaban delante de ellos admirando los enormes rifles automáticos que se les permitía utilizar. Nunca le habían dado permiso para tocar un arma de verdad. Tenía que conformarse con pistolitas de balines y carabinas ligeras.

Cogió al vuelo una hoja que pasaba junto a su rostro.

—Hojas… —Se la puso delante de los ojos y la hizo girar entre los dedos—. Los árboles son terriblemente estúpidos —dijo mirando a los demás.

—Pues claro —dijo Livueta—. No tienen nervios ni cerebro, ¿verdad?

—No me refería a eso —replicó él estrujando la hoja en su mano—. Lo que quiero decir es que… Bueno, que son una estupidez. Todo este desperdicio cada otoño… Un árbol que conservara sus hojas no tendría que perder el tiempo haciendo que volvieran a crecerle. Crecería hasta ser más alto que cualquier otro árbol, y acabaría convirtiéndose en el rey de todos los árboles.