—¡Pero las hojas son muy hermosas! —exclamó Darckense.
Elethiomel meneó la cabeza e intercambió una mirada algo despectiva con Cheradenine.
—¡Chicas! —dijo en tono burlón, y se rió.
Había olvidado cuál era la otra palabra cuyo significado era idéntico al de la palabra «cráter». Había otra palabra aparte de cráter o, más precisamente, había una palabra que se usaba para referirse a un cráter volcánico de gran tamaño; estaba totalmente seguro de que había otra palabra, la dejé aquí mismo hace un momento y algún bastardo me la ha robado, maldito bastardo…, si consiguiera encontrarla yo…, la dejé aquí mismo hace un momento y ahora…
¿Dónde estaba el volcán?
El volcán estaba en una gran isla de un mar interior en alguna parte.
Contempló las distantes cimas de las paredes del cráter que le rodeaban e intentó recordar dónde se encontraba esa «alguna parte». Mover la cabeza hizo que sintiera una punzada de dolor en el hombro allí donde uno de los ladrones le había clavado su cuchillo. Al principio trató de proteger la herida asustando a las nubes de moscas, pero estaba casi seguro de que ya habían depositado sus huevos en ella.
(No muy cerca del corazón; por lo menos seguía llevándola allí dentro, y la podredumbre necesitaría algún tiempo para extenderse tanto. La muerte llegaría antes de que la progenie de las moscas hubiera logrado abrirse paso llegando hasta ella y su corazón.)
Pero, ¿por qué no? Adelante, gusanitos, sed mis invitados. Comed hasta reventar. Lo más probable es que cuando aparezcáis ya lleve algún tiempo muerto, y eso os ahorrará el dolor y los tormentos que sufriríais cuando intentara librarme de vosotros rascándome con las uñas hasta sangrar… Gusanitos queridos, pobres y encantadores gusanitos. (Pobrecito yo, que soy el que acabará devorado…) Se quedó inmóvil y pensó en la pequeña charca alrededor de la que orbitaba tan inexorablemente como una roca capturada por la gravedad. La charca se hallaba en el fondo de una depresión de pequeño tamaño, y tenía la impresión de que llevaba una eternidad intentando alejarse de aquellas aguas pestilentes, el barro viscoso, las moscas que se apelotonaban a su alrededor y la mierda de ave sobre la que se veía obligado a deslizarse… Y no lo conseguía. Fuera por la razón que fuese siempre parecía acabar volviendo al punto de partida, pero no paraba de pensar en ello.
La charca tenía muy poca profundidad y el fondo rocoso. El agua contenía grandes cantidades de barro, y apestaba. El pequeño estanque era una visión horrible y repulsiva que se había ido hinchando hasta dejar atrás sus límites normales gracias a los vómitos y la sangre que había ido derramando dentro de él. Lo único que deseaba era marcharse de allí, interponer la máxima distancia posible entre él y la charca… Cuando estuviera lo bastante lejos ordenaría una incursión de bombarderos pesados para que acabara con ella.
Reanudó el lento arrastrarse alrededor de la charca desplazando las bolitas de guano y los insectos ocultos entre ellas y fue dirigiéndose hacia el lago para acabar regresando a su posición original. Se quedó inmóvil y clavó los ojos en la charca y la roca.
¿Qué había estado haciendo?
Había estado ayudando a los nativos, como de costumbre. Les había asesorado y dado los mejores consejos posibles, al principio manteniendo controlados a los lunáticos y calmando los ánimos y luego poniéndose al frente de un pequeño ejército; pero los nativos dieron por sentado que les traicionaría y que acabaría utilizando el ejército al que había entrenado como base sobre la que construir una estructura de poder personal. La víspera de su victoria, la mismísima hora en que asaltaron el Santuario… Ése fue el momento que escogieron para liquidarle.
Le llevaron a la sala de calderas y le desnudaron; logró escapar, pero los soldados ya habían empezado a bajar por la escalera y tuvo que echar a correr. Se vio obligado a ir hacia el río, y acabaron acorralándole. El impacto de la zambullida estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento. Las comentes se apoderaron de él y su cuerpo giró lenta y perezosamente sobre sí mismo. Despertó por la mañana debajo de la armazón que cubría un cabestrante en una de las enormes barcazas usadas para desplazarse por el río. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Vio un cabo que colgaba junto a la popa, y supuso que habría trepado por él. Seguía teniendo un terrible dolor de cabeza.
Cogió la ropa colgada de una cuerda que se estaba secando detrás de la garita del timón, pero le vieron. Saltó por la borda con la ropa en la mano y nadó hasta la orilla. La persecución no había cesado, y no le quedó más remedio que seguir alejándose de la ciudad y el Santuario, los únicos lugares donde la Cultura podía buscarle. Pasó horas intentando dar con una forma de ponerse en contacto con ellos.
Los ladrones le atacaron cuando la montura que había robado estaba bordeando un cráter volcánico lleno de agua. Le golpearon, le violaron, le cortaron los tendones de las piernas y le arrojaron a las pestilentes aguas amarillentas del cráter. Intentó alejarse a nado usando sólo sus brazos —las piernas flotaban como dos apéndices inútiles detrás de él—, mientras se retorcía para esquivar las piedras que le arrojaban los ladrones.
Sabía que una de aquellas rocas acabaría aceitándole más tarde o más temprano, por lo que intentó utilizar una parte del maravilloso adiestramiento que le había proporcionado la Cultura. Hiperventiló sus pulmones lo más deprisa posible y se sumergió. Sólo tuvo que esperar un par de segundos. Una roca de gran tamaño cayó al agua chocando con la hilera de burbujas que había dejado al sumergirse. Se agarró a la roca como si fuera una amante en cuanto descendió hacia él y dejó que le hundiera en las oscuras profundidades del lago desconectando sus sentidos para sumirse en el trance que le habían enseñado. Su último pensamiento fue que el trance quizá no funcionara y que podía no volver a despertar nunca, pero no le importó demasiado.
Antes de sumergirse había grabado en su mente la cifra «diez» y la palabra «minutos». Despertó envuelto en una oscuridad impenetrable; recordó lo ocurrido y sacó los brazos de debajo de la roca. Movió las piernas intentando llegar a la luz, pero no sucedió nada. Utilizó los brazos y la superficie acabó acogiéndole después de un período de tiempo indeterminado. El aire jamás había tenido un sabor tan delicioso.
Las paredes del cráter eran muy lisas. La islita rocosa era el único sitio al que podía llegar nadando. Las aves emprendieron el vuelo lanzando chillidos estridentes cuando llegó a la orilla chapoteando ruidosamente.
«Bueno —pensó mientras reptaba sobre las rocas abriéndose paso por entre el guano—, al menos no han sido los sacerdotes… Si hubieran sido ellos ahora sí que me encontraría en una situación realmente apurada.»
Los calambres llegaron unos minutos después infiltrándose en cada articulación y quemándole por dentro como si estuviera lleno de ácido, y deseó haberse encontrado con los sacerdotes.
Tenía que hacer algo para que su mente olvidara el dolor, y siguió hablando consigo mismo. Se dijo que la Cultura vendría a buscarle con una nave maravillosa que descendería del cielo, y que en cuanto estuviera a bordo de ella todo iría bien.
Estaba seguro de que vendrían a buscarle. Le encontrarían, le curarían y estaría a salvo, oh, sí, no correría ningún peligro y cuidarían muy bien de él y quedaría libre del dolor, volvería a su paraíso y sería como…, como volver a la infancia; como volver a estar en el jardín. Pero la parte más maliciosa y suspicaz de su mente se empeñaba en recordarle que a veces hasta los jardines eran peligrosos, y que en ellos también podían ocurrir cosas malas.