—Hola, viejo amigo —dijo mirando fijamente al joven que parecía haberse olvidado de la pistola que sostenía entre los dedos.
Cheradenine clavó la mirada en los ojos de Elethiomel durante un momento, giró sobre sí mismo, guardó la pistola en la funda y la cerró. Salió de la casita de verano cerrando la puerta detrás de él sin hacer ningún ruido.
Antes de alejarse oyó el llanto de Darckense y la risa de Elethiomel.
La isla en el centro de la caldera había recuperado su silencio habitual. Unas cuantas aves alzaron el vuelo y se posaron encima de ella.
La presencia del hombre había alterado a la isla. Ahora parecía tener impreso un sencillo pictograma en blanco sobre negro que ocupaba toda la depresión central, un círculo dibujado por el sendero de excrementos negros amontonados para dejar al descubierto la blancura de la roca, con un rabillo de una longitud cuidadosamente calculada inclinándose hacia un lado (el otro extremo apuntaba hacia la roca, que servía como punto central).
Era el signo convencional para pedir socorro utilizado en aquel planeta, y sólo se podía ver desde una aeronave o desde el espacio.
Ya habían pasado algunos años desde la escena en la casita de verano. Una noche en que los bosques ardían y el mundo vibraba con el lejano retumbar de la artillería un joven mayor del ejército subió de un salto a uno de los tanques que se encontraban bajo su mando y ordenó al conductor que atravesara el bosque siguiendo el camino que serpenteaba entre aquellos troncos venerables.
Dejaron atrás el cascarón semidestrozado de la mansión reconquistada y el rojo de los incendios que iluminaba aquel interior que había sido tan espléndido en el pasado (las llamas se reflejaban sobre las aguas del lago ornamental y bailaban junto a los restos de un barco de piedra).
El tanque se abrió paso a través del bosque aplastando arbolillos y destruyendo los puentecitos que cruzaban los arroyos.
Vio el claro con la casita a través de los árboles. La parpadeante claridad blanca que la iluminaba parecía casi ultraterrena, como si procediera del mismísimo Dios.
Llegaron al claro. Un obús-estrella había caído del cielo y el paracaídas había quedado atrapado en las ramas de los árboles. El proyectil silbaba y chisporroteaba emitiendo una luz blanca y pura de gran potencia que revelaba el claro y todo lo que había en él.
La luz permitía ver la sillita de madera dentro de la casa de verano. El cañón del tanque apuntaba al pequeño edificio.
—¿Señor? —preguntó el comandante del tanque contemplándole con cierta preocupación desde la escotilla que tenía debajo.
El mayor Zakalwe bajó los ojos hacia él.
—Fuego —ordenó.
8
La primera nevada del año iba cubriendo las pendientes más altas de la ciudad. Los copos de nieve bajaban flotando del cielo entre gris y marrón y se acumulaban sobre las calles y los edificios haciendo pensar en una sábana arrojada encima de un cadáver.
Estaba cenando solo en una mesa muy grande. La pantalla que había colocado en el centro de la habitación mostraba las imágenes de unos prisioneros liberados en otro planeta. Las puertas del balcón estaban abiertas y dejaban entrar versiones en miniatura de la nevada que caía sobre la ciudad. La elegante alfombra de la habitación estaba cubierta de una escarcha blanquecina allí donde la nieve había logrado sedimentarse, y de manchas oscuras en los lugares donde el calor de la estancia había logrado fundirla volviendo a convertirla en agua. La ciudad era una masa de sombras y contornos grises entrevistos en la oscuridad. Las luces trazaban líneas y remolinos debilitados por la distancia y los torbellinos de nieve.
La oscuridad llegó como una gigantesca bandera negra agitada sobre el desfiladero, atrajo hacia sí los tonos grises de los límites de la ciudad y cuando los hubo incorporado a su masa realzó las manchitas de las luces que ardían en las calles y los edificios como si quisiera recompensarlas por su persistencia.
El silencio de la pantalla se unió al silencio con que caían los copos. La luz proyectó un sendero sobre el caos silencioso de la nevada que caía en el exterior. El hombre se levantó. Cerró las puertas y los postigos y después corrió las cortinas.
El día siguiente amaneció muy soleado y la ciudad se podía divisar con toda la nitidez que permitía la gran curva del desfiladero. Los edificios y las líneas de las carreteras y los acueductos resaltaban con tanta claridad como si acabaran de ser dibujadas, y los rayos de sol daban un nuevo brillo incluso a la piedra gris más descolorida. La nieve cubría la mitad superior de la ciudad; por debajo de ella la temperatura siempre alcanzaba niveles superiores y la nieve había caído en forma de lluvia. La claridad y limpidez del nuevo día también quedaban puestas de relieve allí. El hombre volvió la cabeza hacia la ventanilla y contempló el panorama. Cada detalle era un placer para la vista. Fue contando los arcos y los vehículos, y siguió los contornos del agua, los caminos y las vías a través de todas sus circunvoluciones y escondites. Inspeccionó cada reflejo del sol, entrecerró los ojos ante cada ave convertida en un puntito que giraba por los cielos y ni los cristales oscuros de sus gafas impidieron que se fijara en cada ventana rota.
El vehículo era el más largo y esbelto de todos los que había adquirido o alquilado hasta la fecha. Tenía capacidad para ocho pasajeros y poseía un motor rotatorio tan enorme como poco eficiente conectado a ambos ejes. El chófer había recibido orden de bajar la capota. El hombre se relajó en el asiento de atrás y se dedicó a disfrutar la caricia del aire fresco en su rostro.
El pendiente-terminal emitió un zumbido.
—¿Zakalwe?
—¿Sí, Diziet? —respondió.
Pensó que si hablaba en un tono de voz lo bastante bajo el rugido del viento impediría que el chófer oyera su conversación, pero aun así decidió subir el cristal que podía interponerse entre la cabina y el compartimento de los pasajeros.
—Hola. Bien… Hay un ligero retraso en la transmisión, pero casi no se nota. ¿Qué tal va todo?
—Aún no hay nada nuevo. Me hago llamar Staberinde y estoy causando sensación. Soy propietario de las Líneas Aéreas Staberinde, hay una calle Staberinde, unos Grandes Almacenes Staberinde, unos Ferrocarriles Staberinde, una emisora Staberinde…, incluso hay un crucero de lujo llamado Staberinde. He gastado el dinero como si fuese hidrógeno y me ha bastado una semana para edificar un imperio comercial que muchas personas no conseguirían crear en toda una vida. Soy una de las personas de las que más se habla en todo el planeta, puede que incluso en todo el sistema…
—Sí. Pero, Cher…
—Esta mañana he tenido que salir del hotel por un túnel de servicio que lleva a un anexo. El patio estaba atestado de periodistas. —Lanzó una rápida mirada por encima de su hombro—. Es increíble, pero parece que he conseguido despistar a los sabuesos…
—Sí, Che…
—Maldición, hasta es probable que todas estas locuras estén retrasando el estallido de la guerra. La gente prefiere esperar a ver en qué nueva extravagancia se me ocurrirá gastar el dinero a pelear.
—Zakalwe, Zakalwe… —dijo Sma—. Estupendo, soberbio, pero… ¿qué esperas conseguir con todo eso?
Suspiró y volvió la cabeza hacia los edificios medio en ruinas que desfilaban velozmente junto al vehículo. El extremo superior de los riscos no estaba muy lejos.
—Se supone que servirá para que el nombre de Staberinde aparezca con tal frecuencia en todos los medios de comunicación que hasta un recluso dedicado al estudio de viejos documentos polvorientos acabará oyéndolo.