—¿Y?
—Y Beychae y yo usamos una estratagema en la guerra. La bautizamos «estrategia Staberinde», pero era un secreto entre nosotros dos, ¿comprendes? Estrictamente entre nosotros dos… Ese nombre significa algo para Beychae porque yo le expliqué su…, su origen. Si oye esa palabra tendrá que preguntarse qué está ocurriendo.
—Parece una teoría magnífica, Cheradenine, pero de momento no ha funcionado, ¿verdad?
—No. —Suspiró y frunció el ceño—. Oye, ese sitio en el que se encuentra… Tienen acceso a las noticias, ¿verdad? ¿Estás segura de que no es un prisionero?
—Hay un acceso a los medios de comunicación, pero no es directo. Lo tienen muy bien protegido, y ni tan siquiera nosotros podemos averiguar lo que está ocurriendo ahí dentro. Ah, y estamos seguros de que no se encuentra prisionero.
Pensó en silencio durante unos momentos antes de seguir hablando con Sma.
—¿Qué tal anda la situación prebélica?
—Bueno, el conflicto a gran escala sigue pareciendo inevitable, pero el tiempo probable para que estalle se ha incrementado en un par de días y ahora está calculado en de ocho a diez días después de que se produzca un acontecimiento-gatillo lo bastante viable. Así que… Parece que de momento podemos seguir siendo moderadamente optimistas.
—Hmmm. —Se frotó el mentón y contempló las aguas heladas de un acueducto situado a cincuenta metros por debajo del nudo viario—. Bueno —dijo—, voy a la universidad y desayunaré con el decano. Estoy preparando la Beca Staberinde, la Sociedad Académica Staberinde y la Cátedra Staberinde, y puede que acabe decidiendo crear el Colegio Mayor Staberinde. Quizá debería hablarle de esas importantísimas tablillas de cera…
—Sí, me parece buena idea —dijo Sma después de un breve silencio.
—De acuerdo. Supongo que no tienen ninguna relación con esos viejos documentos en los que Beychae ha decidido enterrar su nariz, ¿verdad?
—No —dijo Sma—, pero las tablillas deben encontrarse en el mismo sitio donde está trabajando. Supongo que podrías pedir que te dejaran echar un vistazo a su sistema de seguridad, o decir que quieres ver dónde las guardan sin que sospechen nada.
—Muy bien, le hablaré de las tablillas.
—Asegúrate de que no tiene problemas de corazón antes de sacar a relucir el tema.
—Lo haré, Diziet.
—Una cosa más… Esa pareja por la que preguntaste, la que fue a tu fiesta callejera…
—Sí.
—Pertenecen a la Gobernación. Es el término que utilizan para referirse a la clase de grandes accionistas locales que dan órdenes a los directivos de las corporaciones…
—Sí, Diziet, me acuerdo de ese término.
—Bueno, pues esos dos viven en Solotol y su palabra es ley. Tenemos la seguridad de que los directivos seguirán casi al pie de la letra todas sus sugerencias en lo que concierna a Beychae, y eso quiere decir que el gobierno hará lo mismo. Ah, naturalmente su posición hace que a efectos prácticos se encuentren por encima de la ley… No te metas con ellos, Cheradenine.
—¿Quién, yo? —preguntó él en su tono de voz más inocente.
Sonrió y sintió la fría y seca caricia del viento en su rostro.
—Sí, tú. Eso es todo desde aquí. Espero que tengas un desayuno agradable.
—Adiós —dijo él, y cortó la transmisión.
La ciudad seguía deslizándose al otro lado de las ventanillas. Los neumáticos del vehículo giraban sobre la oscura superficie de la calzada creando una mezcla de siseo y chirrido. Subió un poco la calefacción para no tener frío en los pies.
Aquella parte de la carretera que iba por debajo de los riscos estaba muy poco concurrida. El chófer redujo la velocidad al ver un cartel y unas luces que se encendían y apagaban delante de ellos y apenas consiguió obedecer a tiempo las instrucciones de los carteles indicando un desvío y una ruta de emergencia que había detrás. El vehículo patinó, se internó por una rampa y acabó en una calzada de cemento flanqueada por muros muy altos que la convertían en una especie de canal.
Llegaron a una explanada situada a considerable altura por encima de la cual sólo se veía cielo. Las líneas rojas que indicaban el desvío se perdían al final de la explanada. El chófer redujo la velocidad, se encogió de hombros y volvió a dar gas. La protuberancia de cemento hizo que el morro del vehículo saltara hacia arriba ocultando lo que había más allá.
Cuando el chófer vio lo que había al otro lado de la pequeña colina de cemento lanzó un grito de miedo e intentó frenar mientras hacía girar el volante. El vehículo se inclinó hacia adelante, las ruedas entraron en contacto con el hielo y empezaron a patinar.
La sacudida le había hecho oscilar en el asiento y la brusca desaparición del paisaje le había irritado un poco. Alzó la cabeza hacia el chófer y se preguntó qué estaba ocurriendo.
Alguien les había engañado para que salieran de la carretera y se metieran en uno de los conductos que evacuaban el agua de las tormentas. La carretera poseía sistemas de calefacción y no se helaba nunca, pero la superficie del conducto estaba cubierta por una lámina de hielo. Habían entrado en él por una de las varias docenas de orificios esparcidos que formaban un semicírculo cerca del borde. El conducto propiamente dicho llevaba a las profundidades de la ciudad, medía más de un kilómetro de longitud y estaba cruzado a intervalos irregulares por puentes y viaductos.
El vehículo se había desviado un poco cuando el chófer lo hizo avanzar por encima del promontorio de cemento que protegía el orificio y ahora estaba empezando a resbalar de lado con las ruedas girando a toda velocidad y el motor rugiendo, cayendo cada vez más deprisa por la pared del conducto que se extendía bajo ellos.
El chófer hizo un nuevo intento de frenar, trató de poner la marcha atrás y acabó intentando llevar el vehículo hacia los lados del conducto, pero la velocidad del descenso no paraba de aumentar y la capa de hielo apenas ofrecía asideros. Cada irregularidad de la superficie hacía que las ruedas y el chasis del vehículo vibraran ruidosamente. El aire silbaba junto a ellos y los neumáticos acusaban la velocidad del descenso lateral chirriando quejumbrosamente.
Clavó los ojos en las paredes del conducto que desfilaban junto a él a una velocidad casi ridícula. El vehículo seguía girando lentamente sobre sí mismo mientras bajaba. El chófer chilló al ver que se dirigían hacia el inmenso soporte de un puente. La parte trasera del vehículo chocó con el soporte y todo el chasis saltó unos centímetros por los aires al estrellarse con el pilar de cemento. Los fragmentos de metal saltaron a su alrededor o se incrustaron en el hielo y empezaron a deslizarse rápidamente detrás de ellos. El vehículo estaba girando más deprisa, pero ahora en dirección opuesta.
Puentes, desagües tributarios, viaductos, edificios, acueductos e inmensas cañerías… Había toda una gama de estructuras alzándose sobre el conducto, y todas pasaron como el rayo por encima del vehículo que seguía girando y dejándolas atrás envuelto en los rayos del sol. Unas cuantas caras les contemplaron con expresiones de asombro desde parapetos o ventanas abiertas.
Miró hacia adelante y vio que el chófer intentaba abrir la portezuela.
—¡Eh! —gritó mientras intentaba detenerle.
El vehículo siguió deslizándose sobre las irregularidades del hielo envuelto en un estrépito ensordecedor. El chófer saltó.
Se arrojó sobre el asiento delantero y sus dedos rozaron los tobillos del chófer, pero no consiguieron agarrarlos. Aterrizó encima de los pedales, puso las manos sobre las palancas y controles y se instaló en el asiento. Los giros del vehículo se iban haciendo más rápidos y el metal chimaba y gruñía cada vez que chocaba con las protuberancias y rejillas incrustadas en la pendiente. Tuvo un fugaz atisbo de una rueda y trocitos de adornos metálicos rebotando de un lado a otro detrás del vehículo. Otro impacto con un soporte de cemento que le hizo vibrar los dientes arrancó todo un eje que salió volando por los aires y estalló contra una de las patas de hierro que sostenían un edificio, creando un surtidor de ladrillos machacados, cristales y metal destrozado que se dispersó en todas direcciones como si fuera metralla.