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—No —dijo él en un tono de voz bastante alto y seco.

—Aaaah…, estupendo. Ummmm…, sí. Adiós, Zakalwe.

El transceptor emitió un zumbido. Se lo arrancó de la oreja y lo arrojó al otro extremo del dormitorio.

—Puta y reputa —jadeó.

Clavó los ojos en el techo.

Giró sobre sí mismo y cogió el auricular del teléfono que había junto a la cama.

—¿Oiga? ¿Puedo hablar con… Treyvo? Sí, por favor. —Esperó y se distrajo hurgándose entre dos muelas con la uña de un dedo—. Sí. ¿Hablo con Treyvo, el recepcionista del turno de noche? Mi estimadísimo amigo… Escuche, quiero un poco de compañía, ¿comprende? Sí, eso es…, bueno, habrá una propina muy generosa siempre que…, perfecto…, ah, Treyvo, y si descubro que lleva una credencial de la prensa escondida en algún sitio es usted hombre muerto.

* * *

El traje era vulnerable a una lista no demasiado larga de armamento pesado y a casi nada más. Contempló como la cápsula vibraba rápidamente hasta volver a quedar oculta bajo la superficie del desierto mientras aguardaba a que los sellos del traje se fueran activando. Subió al vehículo de superficie y volvió al hotel con el tiempo justo para ver llegar a la limusina enviada por sus anfitriones de la noche.

La multitud de representantes de los medios de comunicación que llenaba el patio del hotel había sido ahuyentada aquella tarde después de que diera instrucciones terminantes al respecto, por lo que no hubo necesidad de salir huyendo a toda velocidad abriéndose paso entre sus focos, micros y preguntas. Estaba inmóvil al comienzo de la escalera del hotel con las gafas puestas cuando el gran vehículo negro —le desilusionó un poco ver que su aspecto era bastante más impresionante que el de aquel en cuyo interior había estado a punto de morir esa misma mañana— se detuvo delante de él sin hacer ningún ruido. Un hombretón de cabellera canosa con el rostro lleno de cicatrices pareció irse desdoblando cautelosamente hasta que consiguió salir del compartimento del conductor y le abrió la portezuela de atrás mientras le hacía una lenta reverencia.

—Gracias —dijo él entrando en el vehículo.

El hombretón volvió a hacerle una reverencia y cerró la portezuela. Se reclinó en el asiento de atrás y dejó que su cuerpo se hundiera en una tapicería tan mullida y suave que no logró decidir si se encontraba encima de un asiento o en una cama. Las ventanillas del vehículo se oscurecieron en respuesta a los focos de los medios de comunicación unos momentos antes de que salieran del patio. Pensó que no debían poder verle, pero aun así alzó la mano en lo que esperaba fuese un saludo digno de un rey.

* * *

Las luces de la ciudad desfilaban junto a ellos; el vehículo avanzaba muy deprisa y apenas hacía ruido. Cogió el paquete que había sobre el asiento/cama y lo inspeccionó. El paquete estaba envuelto en un papel atado con cintas multicolores y en la nota escrita a mano que lo acompañaba se leía Sr. Staberinde. Bajó el visor del casco y tiró cautelosamente de una cinta abriendo el paquete. Estaba lleno de ropas que fue sacando y examinando.

Descubrió un interruptor incrustado en un apoyabrazos que le permitía hablar con el hombre de la cabellera canosa.

—Supongo que esto debe ser mi disfraz. ¿Qué es exactamente?

El chófer bajó la vista, sacó algo de un bolsillo de su chaqueta y le hizo unos ajustes.

—Hola —dijo una voz artificial—. Me llamo Mollen. No puedo hablar, por lo que he de utilizar esta máquina. —Alzó los ojos para observar la carretera y volvió a bajarlos hacia el artefacto que estaba utilizando—. ¿Qué desea preguntarme?

Que el hombretón apartara los ojos de la carretera cada vez que quería decir algo no le había hecho demasiada gracia, por lo que se limitó a responder con un seco «Olvídelo». Volvió a reclinarse sobre la tapicería, se quitó el casco y se entretuvo viendo desfilar las luces de la ciudad.

Acabaron llegando al patio de una casa muy grande situada cerca de un río en un cañón lateral. La casa estaba a oscuras.

—Tenga la bondad de seguirme, señor Staberinde —dijo Mollen mediante su máquina.

—Por supuesto.

Cogió el casco del traje y siguió al hombretón por la escalera y un vestíbulo de grandes dimensiones. También había cogido el traje que había encontrado dentro del paquete. Las cabezas de animales disecados que adornaban las paredes del vestíbulo daban la impresión de seguirles con la mirada. Mollen cerró las puertas y le precedió hasta un ascensor que subió un par de pisos entre zumbidos y traqueteos. Oyó el ruido y pudo captar el olor de las drogas de la fiesta incluso antes de que se abrieran las puertas.

Le entregó el montón de ropa a Mollen quedándose sólo con una capa.

—Gracias, no necesitaré el resto.

La fiesta era terriblemente ruidosa y había montones de invitados vestidos con disfraces de lo más extraño. Todos los hombres y las mujeres parecían sanos y bien alimentados. Aspiró el humo de las drogas que envolvía a las siluetas abigarradas que se movían a su alrededor mientras Mollen se encargaba de irle abriendo paso por entre el gentío. Los invitados se iban quedando callados al verles pasar y el murmullo de las conversaciones se hacía más rápido y un poco más agudo en cuanto se habían alejado un poco. Oyó pronunciar su nombre varias veces.

Cruzaron puertas vigiladas por hombres aún más altos y corpulentos que Mollen, bajaron un tramo de escalones cubiertos por una alfombra y llegaron a una habitación muy grande que tenía una pared de cristal. Las embarcaciones se mecían lentamente sobre la negrura de las aguas en el muelle subterráneo que había al otro lado del cristal, el cual reflejaba una fiesta no tan concurrida pero bastante más extraña. Se subió las gafas oscuras hasta la frente, pero no consiguió verla mejor.

Los invitados iban de un lado a otro sosteniendo cuencos llenos de drogas o, en el caso de los más osados, copas y vasos, igual que en el piso de arriba. La diferencia estribaba en que todos parecían estar heridos, y había varios casos de mutilaciones bastante aparatosas.

Los hombres y las mujeres se volvieron para observar al recién llegado apenas entró en la sala siguiendo a Mollen. Algunos tenían brazos rotos y retorcidos con la blancura de los huesos que se abrían paso a través de la piel claramente visible; otros tenían terribles heridas o zonas del cuerpo despellejadas o cubiertas de cicatrices; algunos habían sufrido la amputación de uno o los dos brazos o senos o de los ojos, y era frecuente que los miembros y órganos amputados colgaran de otras partes de sus cuerpos. La mujer a la que había visto en su carnaval callejero fue hacia él. Un palmo de piel del vientre colgaba hacia fuera ondulando sobre su falda de lame y los músculos se movían haciendo pensar en las rojas y húmedas cuerdas de un horrendo instrumento musical.

—Señor Staberinde —dijo—. Veo que ha venido disfrazado de hombre del espacio.

Poseía una voz meticulosa y casi excesivamente modulada que encontró desagradable nada más oírla.

—Bueno, ha sido una especie de compromiso —replicó mientras hacía girar la capa y se la colocaba sobre los hombros.

La mujer le ofreció una mano.

—Aun así… Bienvenido.

—Gracias —dijo él.

Cogió la mano que le ofrecía y la besó medio esperando que los campos sensoriales del traje captarían la vaharada de algún veneno letal esparcido sobre la delicada mano de la mujer y le advertirían del peligro, pero la alarma permaneció muda. Sonrió y la mujer apartó la mano de sus labios.

—¿Qué es lo que encuentra tan divertido, señor Staberinde?