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—¿Estaba intentando llamar la atención?

—Sí, supongo que sí —dijo él, y sonrió.

—Nos hemos enterado de que esta mañana ha sufrido una experiencia muy desagradable, señor Staberinde —dijo la mujer. Se encogió en el sillón mientras alzaba las piernas—. Algo relacionado con un conducto del alcantarillado…

—Así es. Mi vehículo se precipitó por uno de esos conductos y cayó hasta el fondo.

—Espero que no se hiciera mucho daño —dijo la mujer con voz algo adormilada.

—Nada serio. Permanecí dentro del vehículo hasta que…

—No, por favor. —La mano se apartó del cuerpo encogido sobre sí mismo y casi invisible que ocupaba el sillón y osciló cansinamente de un lado a otro—. No soporto los detalles.

La contempló en silencio y acabó frunciendo los labios.

—Tengo entendido que su chófer no fue tan afortunado —dijo el hombre.

—Bueno, está muerto. —Se inclinó hacia adelante—. Verán, si he de ser sincero… Pensé que lo ocurrido quizá fuera cosa suya.

—Sí —dijo la mujer encogida en el sillón. Su voz flotó hacia el techo tan perezosamente como las hilachas de humo—. Si hemos de ser sinceros…, fuimos nosotros.

—Siempre he opinado que la franqueza es una gran virtud, ¿no le parece? —El hombre contempló con expresión admirativa las rodillas, los pechos y la cabeza de la mujer, las únicas partes de su cuerpo que seguían siendo visibles sobre los brazos peludos del sillón—. Mi compañera bromea, señor Staberinde. —Sonrió—. Nosotros jamás haríamos algo tan terrible, pero quizá podamos ayudarle a descubrir la identidad de los auténticos culpables.

—¿De veras?

El hombre asintió.

—Creemos que quizá podamos ayudarle. De hecho… Nos gustaría ayudarle, ¿comprende?

—Oh, claro.

El hombre se rió.

—Bien, señor Staberinde… ¿quién es usted?

—Ya se lo he dicho. Soy un turista. —Inhaló los vapores del cuenco—. Conseguí echar mano a una cierta suma de dinero hace poco y siempre había querido visitar Solotol con elegancia y estilo, no sé si me explico…, y eso es justamente lo que estoy haciendo.

—Vamos, señor Staberinde…, ¿cómo ha logrado hacerse con el control de la Fundación Vanguardia?

—Creía que ese tipo de preguntas tan directas son una falta de cortesía.

—Y lo son. —El hombre sonrió—. Le suplico que me disculpe. ¿Me permite que intente adivinar cuál es su profesión, señor Staberinde? Me refiero a su profesión antes de que se convirtiera en un caballero tan adinerado que no necesita trabajar, naturalmente…

—Si eso le distrae… —replicó él mientras se encogía de hombros.

—Trabajaba en algo relacionado con los ordenadores —dijo el hombre.

Ya había empezado a llevarse la copa a los labios con el único fin de poder interrumpir el gesto y dar la impresión de que vacilaba, cosa que hizo.

—Sin comentarios —replicó sin mirarle a los ojos.

—Ya —dijo el hombre—. Bien, parece que la Fundación Vanguardia ha pasado a nuevas manos, ¿no?

—Tiene toda la razón. Ha pasado a manos no sólo nuevas sino mejores…

El hombre asintió.

—Es lo que he sabido esta misma tarde. —Se inclinó hacia adelante y se frotó las manos—. Señor Staberinde, comprendo que no tiene por qué ponernos al corriente de sus operaciones comerciales y planes futuros, pero me pregunto si estaría dispuesto a darnos una vaga idea del rumbo que cree puede tomar la Fundación Vanguardia durante los próximos años. Es… pura curiosidad, ¿comprende?

—Es muy sencillo de explicar, —dijo, y sonrió—. Más beneficios. Si hubiera actuado de una forma más agresiva Vanguardia llevaría mucho tiempo siendo la mayor corporación del planeta, pero ha sido dirigida como si fuese una institución filantrópica. Cada vez que perdía posiciones en el mercado confiaba en que daría con alguna innovación o truco tecnológico que le permitiría recuperarse, pero a partir de ahora luchará igual que el resto de los chicos y apoyará a los ganadores. —El hombre asintió como si supiera muy bien de qué estaba hablando—. El comportamiento de la Fundación Vanguardia ha sido demasiado… ingenuo y poco agresivo. —Se encogió de hombros—. Eso quizá sea inevitable cuando permites que las máquinas se encarguen de todo, no lo sé, pero… Le aseguro que se ha terminado. A partir de ahora las máquinas harán lo que yo les ordene que hagan, y la Fundación Vanguardia participará en la competición como cualquier otra empresa. Quiero que sea una auténtica depredadora.

Sabía que en una actuación de ese tipo siempre se corría un cierto peligro de resultar exagerado, y dejó escapar una risita que esperaba no sonase demasiado áspera.

La sonrisa del hombre tardó unos segundos en aparecer, pero se fue ensanchando poco a poco.

—Usted… Cree que debemos mantener a las máquinas en el sitio que les corresponde, ¿verdad?

—Sí —replicó él asintiendo vigorosamente con la cabeza—. Sí, es justamente lo que creo.

—Hmmm… Señor Staberinde, ¿ha oído hablar de Tsoldrin Beychae?

—Claro. ¿Existe alguien que no haya oído hablar de él?

El hombre enarcó las cejas en un movimiento tan fluido como si fueran de goma.

—¿Y cree que…?

—Supongo que podría haber sido un gran político.

—La mayoría de personas afirman que fue un gran político —dijo la mujer escondida en las profundidades del sillón.

La miró, meneó la cabeza y acabó clavando los ojos en las profundidades de su cuenco de drogas.

—No supo escoger bien su bando. Fue una pena, pero… Si quieres ser grande tienes que estar del lado de los vencedores, y una parte de la grandeza consiste en saber identificar a ese bando. Beychae se equivocó, igual que mi viejo.

—Ah… —murmuró la mujer.

—¿Se refiere a su padre, señor Staberinde? —preguntó el hombre.

—Sí —admitió—. Él y Beychae… Bueno, me temo que es una historia bastante larga, pero… Se conocieron, aunque ya hace muchos años de eso.

—Tenemos tiempo más que suficiente y nos encantaría oír esa historia —dijo el hombre.

—No —replicó él. Se puso en pie, dejó la copa y el cuenco de drogas en el suelo y cogió el casco del traje—. Gracias por la invitación y todo lo demás, pero… Creo que será mejor que me marche. Estoy un poco cansado y la aventura de esta mañana me ha dejado un tanto maltrecho, ¿comprenden?

—Sí —dijo el hombre, y se puso en pie—. Lamentamos mucho lo ocurrido.

—Oh, gracias.

—Quizá podamos ofrecerle alguna cosa que le sirva de compensación…

—Ah, ¿sí? ¿Como cuál? —Jugueteó distraídamente con el casco del traje—. Tengo montones de dinero.

—¿Le gustaría hablar con Tsoldrin Beychae?

Alzó la mirada hacia el rostro del hombre y frunció el ceño.

—No lo sé. ¿Cree que debería hablar con él? ¿Se encuentra aquí?

Movió la mano señalando la sala llena de invitados que habían abandonado hacía un rato. La mujer dejó escapar una risita casi inaudible.

—No. —El hombre se rió—. No se encuentra aquí, pero está en la ciudad. ¿Le gustaría hablar con él? Es un hombre fascinante, y ahora ya no trabaja activamente a favor del bando equivocado como hacía en el pasado. Ha decidido consagrar el resto de su vida a los estudios, pero… Como ya le he dicho, sigue siendo fascinante.

Le miró y se encogió de hombros.

—Bueno…, quizá. Pensaré en ello. Debo confesar que lo ocurrido esta mañana en el conducto ha hecho que se me pasara por la cabeza la idea de marcharme.

—Oh, le ruego que lo reconsidere, señor Staberinde. Por favor… Consúltelo con la almohada. Si accede a hablar con Beychae podría hacernos mucho bien a todos. ¿Quién sabe? Incluso podría conseguir que el mismo Beychae acabara convirtiéndose en un gran hombre… —Extendió una mano hacia la puerta—. Pero ya veo que tiene muchas ganas de irse, ¿verdad? Permita que le acompañe hasta la salida. —Fueron hacia la puerta y Mollen se apartó para dejarles pasar—. Oh, por cierto… Éste es Mollen. Saluda, Mollen.