El hombre de la cabellera canosa acercó una cajita metálica a uno de sus flancos.
—Hola —dijo.
—Mollen no puede hablar, ¿sabe? En todo el tiempo que le conocemos no ha dicho ni una palabra.
—Sí —dijo la mujer. Su cuerpo estaba totalmente sumergido en las profundidades del sillón—. Decidimos que tenía problemas de espacio en la cavidad bucal, así que le dejamos sin lengua.
Volvió a soltar una risita ahogada, o quizá fuera un eructo.
—Ya nos conocíamos.
Saludó con la cabeza al hombretón y éste le devolvió el saludo. Los músculos de su rostro sufrieron una extraña contorsión por debajo de las cicatrices.
La fiesta en el sótano pegado al embarcadero seguía estando muy animada, y estuvo a punto de chocar con una mujer que tenía los ojos en la nuca. Algunos invitados habían empezado a intercambiar miembros. Había gente que tenía cuatro brazos, o ninguno (lo que les obligaba a ir de un lado a otro suplicando que les dieran de beber), o una pierna extra o brazos o piernas del sexo equivocado. Una mujer se pavoneaba seguida por un hombre que sonreía como si estuviera drogado o fuese retrasado mental. La mujer no paraba de subirse las faldas para exhibir un aparato genital masculino al que no le faltaba ni el más mínimo detalle.
«Bien —pensó—, espero que al final de la velada todos hayan olvidado a quién pertenecía cada miembro… Es lo mínimo que se merecen.»
Atravesaron la fiesta más presentable del exterior. Los fuegos artificiales hacían llover chorros de chispas que no quemaban sobre los invitados. Todo el mundo reía y parecía divertirse —no logró dar con ninguna frase más adecuada para definir su comportamiento—, exhibiéndose como monos en un zoológico.
Su anfitrión le deseó que pasara una buena noche. El mismo vehículo que le había llevado a la fiesta se encargó de devolverle al hotel, aunque con un chófer distinto. Contempló las luces y las blancas sábanas de nieve que cubrían la ciudad y pensó en el comportamiento de la gente durante las fiestas y durante las guerras. Su mente repasó las imágenes de la fiesta que acababa de abandonar; volvió a ver las trincheras de un gris verdoso con hombres cubiertos de barro que esperaban nerviosamente el momento de atacar o defenderse; vio a personas vestidas de cuero negro que se golpeaban las unas a las otras o eran atadas…, y vio a personas encadenadas a un somier metálico o a una silla que chillaban mientras hombres vestidos de uniforme las utilizaban para poner en práctica sus muy peculiares habilidades.
Y comprendió que a veces era preciso recordarle que seguía poseyendo la capacidad de sentir desprecio.
El vehículo avanzaba a gran velocidad por las calles silenciosas. Se quitó las gafas. La ciudad vacía desfilaba rápidamente a ambos lados.
VI
Ya hacía muchos años de eso —ocurrió entre el tiempo en que guió a los Elegidos a través de los páramos y cuando acabó con el cuerpo tan maltrecho como el de un insecto pisoteado en la caldera inundada arañando aquel signo sobre el suelo de la islita—, pero hubo una ocasión en que decidió tomarse una temporada de reposo y jugueteó con la idea de no seguir trabajando para la Cultura y dedicarse a hacer otras cosas. Siempre había tenido la impresión de que el hombre ideal debía ser soldado o poeta, y haber pasado la mayor parte de su existencia siendo uno de esos —para él— extremos opuestos, hizo que decidiese cambiar el rumbo de su vida y convertirse en el otro.
Se trasladó a una aldea de un pequeño país rural en un planeta pequeño y muy poco desarrollado donde aún era posible llevar una existencia tranquila y libre de tensiones. Se alojó con una pareja de ancianos en una casita oculta entre los árboles que se extendían debajo de los riscos. Se levantaba temprano y daba largos paseos.
El paisaje parecía tan verde y fresco como si acabara de ser creado. Era verano, y los campos, bosques, senderos y orillas de los ríos estaban llenos de flores cuyos nombres ignoraba y que poseían todos los colores imaginables. Los vientos cálidos del verano removían las copas de los árboles, las hojas verdes aleteaban como banderolas y el agua corría por las colinas y las llanuras cubiertas de hierba saltando sobre los lechos rocosos de arroyos centelleantes como si fuera un concentrado de aire aún más puro y límpido que éste. Sudaba a mares subiendo las pendientes de las colinas nudosas, trepaba por las estribaciones rocosas que había en sus cimas y corría gritando y riendo a través de las explanadas deslizándose bajo las sombras fugaces de las nubéculas perdidas en las alturas.
Las colinas y las llanuras estaban repletas de animales, desde las criaturas diminutas tan ágiles que podían esquivar sus pies escondiéndose entre los matorrales a tal velocidad que casi resultaban invisibles y las de mayor tamaño que saltaban y se quedaban quietas para devolverle la mirada y dar un nuevo salto que las hacía desaparecer en una hondonada o entre dos rocas, hasta las todavía más grandes que siempre iban en rebaños y parecían fluir sobre el terreno, observándole distraídamente y convirtiéndose en casi invisibles cuando se detenían a pastar. Los pájaros revoloteaban delante de su rostro cuando se acercaba demasiado a sus nidos, pero había otras especies de aves que chillaban y movían las alas en la espesura intentando distraerle cuando se acercaba demasiado a sus crías. Procuraba moverse con cuidado y fijarse en dónde ponía los pies porque no quería pisar ningún nido.
Siempre llevaba consigo un cuadernito de anotaciones y se había impuesto la obligación de consignar en él todo lo que le parecía interesante. Intentaba describir las sensaciones de sus dedos al tocar la hierba, los sonidos de los árboles, la diversidad visual de las flores, los movimientos y reacciones de los animales y los pájaros y el color de las rocas y el cielo. La habitación que ocupaba en la casita de la pareja de ancianos contenía un libro que le servía como diario propiamente dicho, y cada noche transcribía sus anotaciones a ese libro de forma tan concienzuda como si estuviera redactando un informe destinado a una autoridad lejana.
También tenía otro libro aún más grande que el primero en el que volvía a copiar sus notas añadiéndoles nuevas anotaciones en los márgenes. Cuando disponía de las notas completas iba tachando palabras hasta obtener algo que parecía un poema, porque siempre había estado convencido de que así era como se creaba la poesía.
Había traído consigo algunos libros de poesía y cuando llovía, cosa que no ocurría con mucha frecuencia, se quedaba en su habitación e intentaba leerlos, pero casi siempre acababa durmiéndose. Los libros sobre la poesía y los poetas que había traído consigo le resultaban todavía más ininteligibles, y tenía que releer un pasaje detrás de otro para que las palabras se le fueran grabando en la mente, y aunque consiguiera acordarse de ellas siempre tenía la impresión de no estar entendiendo su significado.
Iba a la taberna de la aldea cada cuatro o cinco días para participar en las partidas con guijarros y fichitas de madera que servían de entretenimiento a los habitantes del pueblo. Las mañanas que seguían a esas noches en la taberna estaban consagradas a la recuperación, y cuando salía a pasear dejaba su cuadernillo en la habitación.
El resto del tiempo lo pasaba agotándose y manteniéndose en forma. Trepaba a los árboles para averiguar hasta qué altura podía llegar antes de que las ramas se volvieran demasiado delgadas, escalaba los riscos y las canteras abandonadas, caminaba en precario equilibrio sobre los troncos caídos que servían de puentes improvisados en las cañadas, saltaba de una roca a otra cruzando ríos y a veces acechaba a los animales de las llanuras sabiendo que jamás podría alcanzarlos, pero riendo como un loco mientras corría detrás de ellos.