Retrocedió un poco y se limpió las botas en el musgo. Todos los huevos estaban destrozados. El pájaro emitió una especie de graznido quejumbroso. El hombre giró sobre sí mismo y dio unos cuantos pasos, se detuvo, lanzó una maldición, volvió atrás y corrió en pos del pájaro. Logró alcanzarlo sin demasiada dificultad y lo agarró entre una tempestad de plumas y graznidos.
Le retorció el cuello y dejó caer el fláccido cuerpecillo sobre la hierba.
Aquella noche no abrió su diario y jamás volvió a cogerlo. El clima se fue volviendo húmedo y asfixiante, pero no llovía. Un día se encontró con el hombre de la cometa, y éste le saludó con la mano y le gritó algo desde la cima de una colina, pero él huyó corriendo con la frente cubierta de sudor.
Unos diez días después del incidente con el pájaro admitió ante sí mismo que jamás llegaría a ser un poeta.
Se marchó un par de días después y las gentes de la comarca jamás volvieron a saber nada de él, aunque el alguacil del propietario de aquellas tierras envió un mensaje con su descripción a todos los pueblos cercanos porque sospechaba que el forastero había tenido algo que ver con lo que ocurrió la noche de su partida, aquella noche en que el guardián de la granja apareció atado a su cama con el rostro inmovilizado para siempre en una mueca del horror más intenso imaginable. Tenía la boca y la garganta llenas de trozos de papel en blanco y lenguas humanas resecas que le habían provocado la muerte por asfixia.
9
Durmió hasta después de que hubiera amanecido y salió a dar un paseo para pensar. Abandonó el edificio principal del hotel por el túnel de servicio que llevaba al anexo y dejó las gafas oscuras dentro del bolsillo en el que las había guardado. El servicio de lavandería del hotel se había encargado de limpiar el viejo impermeable. Se lo puso, cogió un par de guantes bastante gruesos y se envolvió el cuello en una bufanda.
Caminó cautelosamente por calles de aceras y calzadas cubiertas por la capa de agua en que los sistemas de calefacción habían convertido a la nieve y alzó la cabeza para contemplar el cielo. La nubécula de su aliento flotaba delante de él. Los débiles rayos del sol y una brisa no muy fuerte iban haciendo que la temperatura subiera lentamente, y los copos de nieve se desprendían de los edificios y los cables. Las alcantarillas se estaban llenando de agua limpia y minúsculos icebergs compuestos por una mezcla de nieve y barro; las cañerías de los edificios transportaban el caudal del deshielo o goteaban poco a poco, y cuando un vehículo pasaba por la calzada creaba un siseo húmedo. Cruzó la calle para ir por la otra acera y poder disfrutar de los rayos del sol.
Subió escaleras y cruzó puentes caminando con grandes precauciones sobre los retazos de hielo que subsistían allí donde no había calefacción o donde no funcionaba. Deseó haberse puesto un calzado más adecuado. Las botas que llevaba tenían un aspecto magnífico, pero las suelas no se agarraban muy bien al hielo. Si querías evitar las caídas tenías que caminar como un anciano, extendiendo las manos igual que si estuvieras intentando agarrar un bastón y doblándote por la cintura cuando lo que más deseabas era ir con la espalda erguida al máximo. Aquello le disgustaba, pero caminar sin admitir el cambio de condiciones producido y acabar con el trasero en el suelo aún le parecía menos atractivo.
Cuando resbaló lo hizo delante de un grupo de jóvenes. Había estado bajando cautelosamente un tramo de peldaños cubiertos de hielo que llevaban a un puente colgante que pasaba por encima de un enlace ferroviario. Los jóvenes venían hacia él riendo y bromeando entre ellos. Dividió su atención entre los traicioneros peldaños y el grupo que se aproximaba. Sus integrantes parecían muy jóvenes y sus acciones, gestos y voces estridentes hervían con una energía que le hizo ser repentinamente consciente de su edad. El grupo estaba formado por cuatro jóvenes, dos chicas y dos chicos que intentaban impresionarlas hablando casi a gritos. Una de las chicas era alta y muy morena, y poseía esa elegancia que aún no es consciente de sí misma típica de quienes han alcanzado la madurez sexual hace muy poco tiempo. Clavó los ojos en ella mientras erguía la espalda y sintió que su caminar recobraba el ligero contoneo habitual…, un segundo antes de que sus pies perdieran el contacto con el suelo.
Cayó sobre el último peldaño y se quedó inmóvil durante unos momentos medio sentado y medio acostado. Después sonrió débilmente y se levantó una fracción de segundo antes de que los cuatro jóvenes llegaran hasta él. (Uno de los chicos reía a carcajadas mientras intentaba ocultar su boca parcialmente protegida por la bufanda con una mano enguantada.)
Quitó un poco de nieve de los faldones del impermeable y arrojó algunas partículas hacia el chico que se reía. Los cuatro jóvenes le dejaron atrás y empezaron a subir la escalera riendo y hablando. Fue hasta la mitad del puente —el dolor que se iba extendiendo desde su trasero al resto del cuerpo le hizo torcer el gesto—, y oyó un grito. Giró sobre sí mismo y recibió el impacto de una bola de nieve en plena cara.
Tuvo un fugaz atisbo de los cuatro jóvenes riendo mientras echaban a correr alejándose del comienzo de la escalera, pero estaba demasiado ocupado quitándose la nieve de las fosas nasales y limpiándose los ojos que se le habían llenado de lágrimas, por lo que no pudo verles bien. Sintió que la nariz le empezaba a palpitar, pero la bola de nieve no se la había vuelto a romper. Siguió adelante y dejó atrás a una pareja de edad madura que iba cogida del brazo. El hombre y la mujer menearon la cabeza, chasquearon los labios poniendo cara de reprobación y dijeron algo sobre los dichosos estudiantes. Se limitó a saludarles con una inclinación de cabeza mientras se limpiaba la cara con un pañuelo.
Salió del puente y subió otra escalera que llevaba a una explanada sobre la que se alzaban viejos edificios de oficinas. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Sabía que unos cuantos años antes no habría podido evitar el sentirse incómodo y avergonzado por lo que acababa de ocurrir. El resbalón, el que le hubieran visto caer, el que le acertaran con una bola de nieve en plena cara después de haberle hecho volver la cabeza con un truco tan viejo, la pareja de edad madura que había presenciado cómo hacía el ridículo… Todo aquello le habría hecho sentir terriblemente incómodo, y en el pasado quizá hubiera echado a correr detrás de los jóvenes y no se habría conformado hasta darles un buen susto —como mínimo—, pero ahora ese tipo de cosas ya no le importaban demasiado.
Hizo una parada en un pequeño puesto de bebidas calientes que había en la explanada y pidió un tazón de sopa. Se apoyó en el mostrador, se quitó un guante con los dientes y rodeó el tazón humeante con los dedos sintiendo el calor del líquido que contenía. Después fue hacia la barandilla, tomó asiento en un banco y fue bebiendo la sopa muy despacio sorbiéndola cautelosamente. El encargado del puesto limpió el mostrador con un trapo y cuando hubo terminado se dedicó a escuchar la radio mientras fumaba un cigarrillo en una boquilla de cerámica que colgaba de la cadenita que llevaba alrededor del cuello.
Aún le dolía un poco el trasero de la caída. Contempló la ciudad por entre el velo de vapor que brotaba del tazón y sonrió. «Te está bien empleado», se dijo.
Cuando volvió al hotel descubrió que le habían dejado un mensaje. El mensaje decía que el señor Beychae quería verle y que enviarían un vehículo para recogerle después del almuerzo a menos que tuviera alguna objeción.
—Son unas noticias estupendas, Cheradenine.