—Creo que quizá conociera a mi… antepasado. Utilizaba un apellido distinto.
Se quitó las gafas oscuras.
Beychae le contempló en silencio. Su expresión no cambió en lo más mínimo.
—Creo que le conocí —dijo por fin mirando a su alrededor. Alzó una mano señalando una mesa y unas sillas—. Sentémonos, ¿quiere?
Volvió a ponerse las gafas oscuras, fue hacia la silla más próxima y se sentó en ella.
—Bien, señor Staberinde, ¿qué le ha traído aquí?
—En cuanto a usted concierne, la curiosidad. Lo que me trajo a Solotol fue…, un mero impulso de ver la ciudad. Tengo ciertas…, ah…, relaciones con la Fundación Vanguardia. No sé si está enterado de los cambios que se han producido en la dirección de ese ente no hace mucho tiempo.
El anciano meneó la cabeza.
—No. Confieso que no me mantengo muy al corriente de la actualidad. Vivir aquí abajo…
—Comprendo. —Movió lentamente la cabeza contemplando lo que le rodeaba—. Supongo que… —Clavó la mirada en los ojos de Beychae—. Supongo que no es el sitio más adecuado para la comunicación, ¿verdad?
Beychae abrió la boca, puso cara de disgusto y miró por encima de su hombro.
—Quizá no lo sea —dijo por fin, y se puso en pie—. Discúlpeme.
Le observó alejarse y tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no levantarse de la silla.
Intentó distraerse contemplando la biblioteca. La cantidad de volúmenes antiguos que contenía era increíble, y su olor había acabado impregnando la atmósfera. Tantas palabras escritas sobre el papel, tantas vidas dedicadas a escribirlas, tantos ojos que habían enrojecido leyéndolas… Se preguntó qué razón podía haberles impulsado a perder el tiempo de esa manera.
—¿Ahora? —oyó que preguntaba la mujer.
—¿Por qué no?
Giró sobre sí mismo con el tiempo justo de ver a Beychae y a la mujer apareciendo entre dos hileras de estantes.
—Bien, señor Beychae —dijo la mujer—. Quizá haya ciertos problemas…
—¿Por qué? ¿Es que los ascensores han dejado de funcionar?
—No, pero…
—Entonces, ¿qué problema puede haber? Vamos. Llevo demasiado tiempo sin ver la superficie.
—Ah. Bien, de acuerdo… Haré los arreglos necesarios.
Sonrió con una visible falta de entusiasmo y se marchó.
—Bien, Z…, Staberinde. —Beychae volvió a sentarse, sonrió y le lanzó una mirada que parecía pedirle disculpas—. ¿Qué le parece si hacemos un viajecito a la superficie?
—¿Por qué no? —replicó él, procurando no utilizar un tono de voz excesivamente entusiástico—. ¿Qué tal se encuentra, señor Beychae? Oí comentar que se había retirado.
Hablaron de generalidades durante unos minutos hasta que vieron llegar a una joven rubia que sostenía un montón de libros en los brazos. La joven observó al visitante, parpadeó un par de veces y fue hacia Beychae, quien alzó la mirada y le sonrió.
—Ah, querida mía, te presento al señor… Staberinde. —Beychae se volvió hacia él y le sonrió—. Le presento a Ubrel Shiol, mi ayudante.
—Encantada —dijo él asintiendo con la cabeza.
«Mierda…», pensó.
Ubrel Shiol dejó los libros encima de la mesa y puso una mano sobre el hombro de Beychae. El anciano puso sus delgados y frágiles dedos encima de su mano.
—Me he enterado de que quizá vayamos a la ciudad —dijo la mujer. Bajó la vista hacia el anciano y pasó su mano libre por el traje parecido a una bata como si intentara alisarlo—. Ha sido una decisión bastante repentina, ¿no?
—Sí —dijo Beychae. Alzó la mirada hacia ella y le sonrió—. ¿Sorprendida? Bueno, incluso un anciano como yo sigue siendo capaz de dar sorpresas ocasionalmente…
—Hará frío —dijo la mujer apartándose de él—. Te traeré ropa de abrigo.
Beychae la siguió con la mirada mientras se alejaba.
—Es una chica maravillosa —dijo—. No sé qué haría sin ella.
—Lo comprendo —replicó él.
«Quizá tengas que aprender a vivir sin esa chica maravillosa», pensó.
Los arreglos para el viaje a la superficie requirieron una hora. Beychae parecía bastante nervioso. Ubrel Shiol le hizo ponerse ropa de abrigo, cambió aquella especie de bata por un mono y se recogió los cabellos en la coronilla. Fueron en el mismo vehículo que le había traído hasta allí, y Mollen se encargó de conducir. Beychae y Ubrel Shiol se instalaron junto a él en el espacioso banco trasero del compartimento para viajeros; la mujer del vestido negro se sentó delante de ellos.
El vehículo salió del túnel y avanzó bajo los rayos del sol. Estaban en un patio cubierto de nieve. Fueron hacia unas verjas de alambre que se abrieron para dejarles pasar mientras los guardias de seguridad les seguían con la mirada. El vehículo se metió por un camino lateral que terminaba en la carretera general más próxima y se detuvo en el cruce.
—¿Hay alguna feria cerca? —preguntó Beychae volviendo la cabeza hacia él—. Siempre he tenido debilidad por el ruido y el ajetreo de las ferias.
Recordaba haber oído comentar que había una especie de circo ambulante acampado en una pradera cerca del río Lotol y sugirió que fueran allí. Mollen hizo avanzar el vehículo por la ancha calzada del bulevar. Apenas había tráfico.
—Flores —dijo de repente. Todos se volvieron hacia él.
Tenía el brazo apoyado en el asiento por detrás de Beychae y Ubrel Shiol, y su mano rozó la cabellera de Shiol haciendo caer el broche con que se la había recogido. Se echó a reír y cogió el broche que había caído sobre el estante situado bajo la ventanilla trasera del vehículo. La maniobra le había permitido mirar hacia atrás.
Un camión gigantesco estaba siguiéndoles.
—¿Flores, señor Staberinde? —preguntó la mujer del traje negro.
—Me gustaría comprar unas cuantas flores —dijo, sonriendo y volviendo la cabeza primero hacia ella y luego hacia Shiol—. ¿Por qué no? —Dio una palmada—. ¡Al Mercado de las Flores, Mollen! —Se reclinó en el asiento, sonrió beatíficamente durante unos segundos y se inclinó hacia adelante como pidiendo disculpas—. Suponiendo que no sea mucha molestia, claro… —dijo mirando a la mujer del traje negro.
La mujer sonrió.
—No, por supuesto. Mollen, ya le has oído.
El vehículo se metió por un desvío.
Recorrió casi todos los puestos callejeros del Mercado de las Flores y acabó comprando dos ramos que entregó a Ubrel Shiol y a la mujer del traje negro.
—¡Allí está la feria! —exclamó señalando hacia el río.
Las tiendas y hologramas de la feria brillaban y giraban al otro lado de las aguas.
Había supuesto que cogerían el Transbordador del Mercado de las Flores, y así fue. El transbordador consistía en una plataforma tan pequeña que sólo tenía capacidad para un vehículo. Volvió la cabeza y observó la mole del camión pensando que tardaría un poco en poder seguirles.
Llegaron a la otra orilla. Mollen puso en marcha el vehículo y fue hacia la feria. Beychae no paraba de hablar, y empezó a recordar las ferias que había visitado en su juventud.
—Gracias por las flores, señor Staberinde —dijo la mujer sentada delante de ellos.