El hombre bebió sin interrumpir sus movimientos y apartó el rostro después de haber bebido la mitad del agua que había en la copa. La chica cogió un paño limpio y lo pasó por su rostro para secarle el sudor.
«Elegido —se dijo a sí mismo—. Elegido, Elegido, Elegido…» El camino había sido largo y había acabado llevándole hasta un lugar muy extraño. Había guiado al Elegido a través del polvo y las tribus locas de los páramos hasta las verdes praderas y los pináculos relucientes del Palacio Perfumado que se alzaba sobre los riscos. Ahora estaba disfrutando de su pequeña recompensa.
La tienda se encuentra en una encrucijada de dos rutas comerciales con la negrura del exterior vuelta hacia dentro para soportar mejor los rigores de la estación, y dentro de la tienda hay un hombre, un soldado que ha combatido en tantas guerras que ya ha olvidado la cifra exacta y que ha sufrido cicatrices y heridas y fracturas y se ha curado y ha sido herido y se ha curado y ha sido reparado hasta dejarle como nuevo…, y por una vez ese hombre ha decidido bajar la guardia y entregar su mente a una droga de salvajes y su cuerpo al cuidado y la protección de una joven.
La chica cuyo nombre ignoraba se encargaría de acercar el agua a sus labios y el paño mojado a su frente. El hombre recordaba unas fiebres sufridas hacía más de cien años a más de mil años de distancia y las manos frescas y amables de otra chica que le habían acariciado y consolado cuando su cuerpo ardía. Podía oír a las aves que se llamaban las unas a las otras en los jardines que rodeaban la gran casa que se encontraba en la propiedad acunada por la gran curva del río, y aquel lugar era un enclave de paz perdido en el lívido paisaje de sus recuerdos.
La droga fluía por el interior de su mente trenzando y desanudando los recuerdos y los pensamientos, creando una corriente de orden regido por el azar envuelta en la pesadez del cansancio y el sopor. (Recordaba un banco de piedra en una orilla del río donde el continuo deslizarse de la corriente había ido acumulando arena, tierra, gravilla, guijarros y rocas en una progresión lineal de tamaño y peso, ordenando la elementalidad de la piedra mediante su incansable peso líquido hasta formar una curva tan perfecta que hacía pensar en el trazado de un gráfico.)
La chica le observaba y esperaba. El desconocido había tomado la droga como si fuera uno de los hombres de su pueblo y parecía haberse entregado a su influencia sin alterarse en lo más mínimo, y eso hacía que la chica pudiera observarle con la misma calma impasible que se había adueñado de él. Albergaba la esperanza de que fuese un hombre tan excepcional como daba la impresión de serlo y no un hombre comente, pues eso significaría que el pueblo nómada en cuyo seno había nacido no era la estirpe de fortaleza incomparable que creía ser.
Al principio la chica había temido que no podría soportar el terrible poder de la droga y que se haría pedazos como una olla al rojo cuando se la sumerge en el agua, tal y como había oído contar que ocurrió con otros forasteros engañados por la vanidad y convencidos de que las hojas de los sueños no eran más que otro capricho que unir a la cadena de diversiones y vicios en que habían decidido convertir sus vidas, pero el desconocido no intentó luchar. Era un soldado y, como tal, estaba acostumbrado al combate, pero dio muestras de una rara sensibilidad y supo rendirse sin ofrecer ni la más mínima resistencia aceptando los dictados de la droga. La chica le admiraba por ello, y dudaba de que los conquistadores poseyeran una fuerza tan flexible y segura de sí misma. Incluso algunos de los jóvenes nómadas —precisamente aquellos que solían ser más atractivos e impresionantes en todos los demás aspectos—, eran incapaces de aceptar el peso aplastante de los dones que ofrecían las hojas de los sueños, y acababan chillando y balbuceando palabras ininteligibles mientras pasaban por una pesadilla abreviada. La chica les había oído gimotear pidiendo el pecho de su madre, y también era frecuente que se orinaran o se cagaran encima mientras lloraban y revelaban a los vientos del desierto los temores que más les avergonzaban. La droga administrada en las cantidades cuidadosamente medidas que se utilizaban para la ceremonia casi nunca resultaba fatal, pero los efectos posteriores de haberla ingerido podían serlo. Más de un joven valiente había preferido sentir el filo de su espada atravesándole el vientre que enfrentarse al deshonor de seguir vivo sabiendo que una simple hoja había sido más fuerte que él.
Era una lástima que aquel hombre fuese un forastero y no alguien de su pueblo. La chica estaba convencida de que habría sido un buen esposo y de que habría engendrado muchos hijos fuertes y muchas hijas astutas. La mayoría de los matrimonios se concertaban en las tiendas donde los hombres tomaban las hojas de los sueños, y al principio el que le pidieran que cuidase del forastero durante sus días de la hoja le pareció un insulto, pero acabaron convenciéndola de que era un honor. Le explicaron que aquel hombre había prestado un gran servicio a su pueblo, y le dijeron que como recompensa a cuidar de él podría escoger entre los jóvenes novicios de la tribu en cuanto hubiera llegado el momento de su prueba.
Y cuando tomó las hojas de los sueños el hombre insistió en que la ceremonia debía celebrarse de la forma normalmente reservada para sus soldados veteranos y matriarcas, y dejó bien claro que no quería tomar la dosis que se administraba a los niños. La chica contempló sus giros y el continuo flexionarse de su cintura y pensó que parecía estar intentando remover algo oculto en las más oscuras profundidades de su mente.
Por los caminos, por las señales cruzadas de esas líneas solitarias que han ido siendo erosionadas por el comercio, el intercambio y el conocimiento que pasa de unas manos a otras; huellas en el polvo, señales casi invisibles en la página marrón del desierto. La tienda se alzaba inmutable, tanto en Verano cuando el lado blanco quedaba hacia fuera y el negro hacia dentro como en Invierno cuando se le daba la vuelta.
Era como si pudiese sentir el lento girar de su cerebro dentro del cráneo.
En la tienda blanca que era negra y de ambos colores a la vez, junto a la encrucijada perdida en el desierto, una impermanencia blanca y negra como una hoja caída antes de que soplen los vientos temblando en la brisa que se hincha bajo la ola inmóvil de la pétrea circunferencia de montañas coronadas por la nieve y el hielo, espuma congelada en un aire tan tenue que apenas puede ser respirado.
Decidió alejarse y abandonó la tienda para que se desplomara detrás de él. Se convirtió en un puntúo que volaba junto a las huellas casi impalpables que surcaban el polvo, y las montañas quedaron atrás —blanco coronando el ocre—, y los senderos y la tienda desaparecieron, y las montañas se encogieron, y los glaciares y las nieves del verano debilitadas por el calor se convirtieron en garras blancas que se tensaban sobre las rocas, y la curvatura se fue acercando y fue comprimiendo el paisaje hasta que el globo en el que se hallaba quedó convertido en un peñasco multicolor, piedra, guijarro, gravilla, grano de arena, mota de polvo, y aquello en que se había convertido acabó perdiéndose en la inmensa lente giratoria que era el hogar de todos ellos, y la lente se convirtió en una manchita sobre una burbuja que rodeaba el vacío y que estaba unida a sus solitarias y altivas parientes por aquella textura invisible que era una articulación distinta y más viscosa de lo que todas conocían como la nada.
Más manchitas. Todas se desvanecieron. La oscuridad se adueñó de todo.
Seguía allí.
Le habían dicho que había algo más oculto debajo del todo. Sma le había explicado que bastaba con pensar en siete dimensiones y ver la totalidad del universo como una línea sobre la superficie de un toroide, y la línea empezaba en un punto y se convertía en un círculo cuando nacía y se expandía moviéndose hacia arriba por el interior del toroide hasta llegar a la parte de arriba, al exterior, y luego caía de nuevo hacia dentro e iba encogiéndose. Otras líneas la habían precedido y otras vendrían después (vistas en cuatro dimensiones eran las esferas más grandes/más pequeñas dentro/fuera de su propio universo). Las distintas escalas temporales vivían dentro y fuera del toroide; algunos universos se expandían eternamente y la existencia de otros duraba menos que un parpadeo.