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Contempló los centenares de surcos diminutos que cubrían la superficie del cono —«Parece el modelo en miniatura de un volcán», pensó—, y sonrió. Suspiró, echó un vistazo a la pantallita incrustada en una muñeca del traje y volvió a probar suerte con el botón que enviaba la señal de emergencia. No obtuvo contestación.

—¿Estás intentando ponerte en contacto con la Cultura?

—Mmm —dijo Zakalwe volviendo a concentrar su atención en el laberinto petrificado.

—¿Qué te ocurrirá si los de Gobernación nos encuentran primero? —preguntó Beychae.

—Oh… —Se encogió de hombros y fue hacia la balaustrada junto a la que habían estado unos minutos antes—. Lo más probable es que no me ocurra nada demasiado desagradable. No creo que se limiten a volarme la cabeza… Supongo que querrán empezar interrogándome, lo cual debería hacer que la Cultura tuviera tiempo más que suficiente para sacarme del atolladero ya fuese negociando o usando sus recursos tecnológicos. No te preocupes por mí. —Miró a Beychae y sonrió—. Diles que te obligué a venir conmigo. Yo diré que te aturdí y te metí dentro de la cápsula, así que… No te pongas nervioso. Lo más probable es que te dejen volver a tus estudios sin molestarte.

—Bueno… —dijo Beychae y fue hacia la balaustrada—. Mis estudios eran una especie de construcción muy delicada, Zakalwe. Servían para mantener intacto ese desinterés que he desarrollado tan cuidadosamente a lo largo de los últimos años. Puede que volver a ellos después de esa…, de esa interrupción tan exuberantemente violenta que has protagonizado no me resulte tan fácil como crees.

—Ah. —Intentó no sonreír. Contempló los árboles durante unos momentos y acabó clavando la mirada en los guantes del traje observándolos con tanta atención como si estuviera comprobando que no faltaba ningún dedo—. Sí, claro… Oye, Tsoldrin, yo… Lo lamento… Me refiero a lo de tu amiga.

—Yo también lo lamento —dijo Beychae en voz baja, y sonrió como si no estuviese muy seguro de cuál debía ser su reacción—. Me sentía feliz, Cheradenine. No me había sentido feliz desde hacía…, bueno, te aseguro que llevaba mucho tiempo sin ser feliz, el suficiente para que la sensación me resultara muy agradable. —Permanecieron en silencio durante unos momentos observando el sol que se estaba ocultando detrás de las nubes—. ¿Estás seguro de que era una de ellos? Quiero decir… ¿Estás totalmente seguro?

—Más allá de cualquier duda razonable, Tsoldrin. —Creyó ver el brillo de las lágrimas en los ojos del anciano y desvió la mirada—. Ya te he dicho que lo lamento.

—Espero que no sea la única forma posible de hacer sentir felices a los viejos o de que éstos puedan ser felices —murmuró Beychae—. Mediante el engaño, quiero decir…

—Quizá hubiese una parte que no era un engaño —dijo él—. Y, de todas formas, te aseguro que ser viejo ya no es lo que era antes. Yo soy viejo —le recordó a Beychae.

El anciano asintió, sacó un pañuelo de su bolsillo y se sonó ruidosamente.

—Sí, claro… Lo había olvidado. Qué extraño, ¿verdad? Cuando volvemos a encontrarnos con una persona a la que no habíamos visto desde hacía mucho tiempo siempre nos sorprende que se haya hecho mayor o que haya envejecido. Pero cuando te vi… Bueno, no habías cambiado en lo más mínimo, y estar junto a ti… hizo que me sintiera muy viejo, Cheradenine. Me sentí injusta e injustificablemente viejo…

—Te aseguro que he cambiado, Tsoldrin. —Sonrió—. Pero… No, no he envejecido. —Clavó la mirada en el rostro de Beychae—. Si se lo pidieras te administrarían el tratamiento. La Cultura puede hacer que rejuvenezcas un poco y estabilizar tu edad cuando estés satisfecho con ella, y también cabe la posibilidad de que sigas envejeciendo pero muy despacio.

—¿Qué es esto, Zakalwe? ¿Un intento de soborno? —preguntó Beychae sonriendo.

—Eh, no era más que una idea… Y sería un pago, no un soborno. Y no te obligarían a someterte al tratamiento, eso por descontado. Pero… Bueno, todo esto son especulaciones puramente académicas. —Guardó silencio durante unos momentos y acabó señalando el cielo con la cabeza—. Son totalmente académicas, te lo aseguro… Se acerca una aeronave.

Tsoldrin alzó los ojos hacia las nubes rojizas del crepúsculo y no logró distinguir ninguna aeronave.

—¿Es de la Cultura? —preguntó con cautela.

—Tsoldrin, dadas las circunstancias… —dijo sonriendo—. Si puedes verla no es de la Cultura.

Giró sobre sí mismo, fue hacia donde había dejado el casco y se lo puso. El traje oscuro y el visor blindado erizado de sensores hicieron que su silueta cobrara un aspecto repentinamente inhumano. Beychae vio como sacaba una gran pistola de la funda lateral.

—Tsoldrin… —Su voz retumbó desde los altavoces incrustados en la parte delantera del traje mientras comprobaba los controles de la pistola—. Si estuviera en tu lugar volvería a la cápsula o echaría a correr buscando un escondite. —La silueta negra se volvió hacia Beychae. El casco hacía pensar en la cabeza de un gigantesco y temible insecto—. No voy a rendirme sin pelear, ¿entiendes? Obsequiaré a estos gilipollas con la mejor batalla de sus malditas vidas, y quizá sería mejor que estuvieras lo más lejos posible en cuanto empiece.

IV

La nave medía ochenta kilómetros de longitud y su nombre era El tamaño no lo es todo. Su último medio de transporte había sido aún mayor que la nave, pero eso no tenía mucho mérito ya que se trataba de un iceberg en forma de meseta lo bastante grande para esconder a dos ejércitos y sus dimensiones no excedían en mucho a las del Vehículo General de Sistemas.

—¿Cómo os las arregláis para que estas cosas no se caigan a pedazos?

Estaba en un balcón contemplando una especie de valle en miniatura compuesto por unidades de acomodación. Cada terraza estaba cubierta de vegetación y todo el espacio disponible se hallaba surcado por un entrecruzamiento de pasarelas y puentes, y un arroyuelo corría por el fondo de la V. Había gente sentada en las mesas de los patios, tumbada encima de la hierba junto al arroyuelo o esparcida sobre los almohadones y divanes de los cafés y bares que salpicaban las terrazas. Un tubo de acceso suspendido sobre el centro del valle bajo el techo azul claro se alejaba serpenteando a cada lado hasta perderse en la lejanía siguiendo las ondulaciones del valle. Debajo del tubo ardía una línea de falsa luz solar que hacía pensar en una gigantesca tira de fluorescentes.

—¿Hmmm? —murmuró Diziet Sma deteniéndose junto a él con dos bebidas y entregándole una.

—Son demasiado grandes —dijo él.

Se volvió hacia la mujer. Había visto los espacios que llamaban «bodegas» donde construían las naves espaciales más pequeñas (en este caso «más pequeñas» significaba que medían algo más de tres kilómetros de longitud), unos gigantescos hangares de paredes muy delgadas y un techo que parecía no estar sostenido por nada visible. Había estado cerca de los inmensos motores, que por lo poco que había logrado entender eran masas sólidas a las que no se podía acceder (¿cómo era posible eso?), y que estaba claro pesaban muchísimo. Descubrir que en toda aquella nave colosal no había ninguna sala de control, puente de mando o cubierta de vuelo hizo que se sintiera extrañamente amenazado, y la revelación de que sólo había tres Mentes —al parecer las Mentes eran una especie de ordenadores muy sofisticados— que lo controlaban todo (¡¿qué?!) no le tranquilizó demasiado.