III
El techo del hospital era tan blanco como las paredes y las sábanas. La superficie del iceberg también era blanca, y el día parecía haber perdido todos los colores. Los remolinos de agua cristalizada bailoteaban locamente junto a las ventanas del hospital. Los últimos cuatro días habían sido iguales, y los meteorólogos decían que la ventisca no empezaría a debilitarse hasta pasados dos o tres días más. Pensó en las tropas acurrucadas en las trincheras y cavernas talladas en las masas de hielo y no se atrevió a maldecir la tempestad que aullaba en el exterior, pues la ventisca significaba que había muchas probabilidades de que no combatieran. Los pilotos también se alegraban del mal tiempo pero intentaban disimularlo y maldecían ruidosamente a la ventisca que les impedía volar. Ya debían de estar enterados del pronóstico meteorológico, y pensó que a estas horas muchos de ellos ya se hallarían en las primeras fases de la borrachera.
Clavó la mirada en el panorama blanco que se extendía al otro lado de las ventanas. Se suponía que la visión del cielo azul era buena para los enfermos, y ésa era la razón de que construyeran los hospitales en la superficie cuando todo lo demás se encontraba debajo del hielo. Los muros exteriores del hospital estaban pintados de rojo para que las aeronaves del enemigo pudieran identificarlo sin dificultades y no lo atacaran. Había visto algunos hospitales enemigos desde el aire y había pensado que los puntitos rojos esparcidos sobre aquella blancura cegadora parecían gotas de sangre congeladas caídas de la herida de un soldado.
Las cortinas de nieve quedaron atrapadas en un vórtice de la ventisca y su danza circular hizo que un torbellino de blancura se materializara durante unos segundos junto a una ventana. Contempló el caos que caía del cielo y entrecerró los ojos como si ese esfuerzo de concentración pudiera permitirle descubrir algún tipo de pauta o modelo perdidos en el desorden de la ventisca. Alzó una mano y acarició el vendaje blanco que le rodeaba la cabeza.
Cerró los ojos e hizo un nuevo intento de recordar. Su mano cayó sobre las sábanas que le cubrían el pecho.
—¿Cómo estamos hoy? —le preguntó la enfermera.
Abrió los ojos y vio que estaba junto a la cabecera de su cama sosteniendo una sillita delante de ella. La joven colocó la sillita entre su cama y la cama vacía que había a su derecha. Era el único paciente que había en toda la sala. Llevaban más de un mes sin que hubiera ningún ataque a gran escala, y las otras camas estaban vacías.
La enfermera se sentó. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Se alegraba de verla y de que tuviera tiempo para hablar con él.
—Bastante bien —replicó mientras asentía con la cabeza—. Sigo intentando recordar lo que ocurrió.
La enfermera se pasó las manos por el regazo alisando los blancos pliegues de su uniforme.
—¿Qué tal van los dedos hoy?
Alzó las dos manos delante de su cara, movió los dedos de la mano derecha y clavó los ojos en la izquierda. Los dedos de la mano izquierda se movieron apenas una fracción de centímetro. Frunció el ceño.
—Más o menos igual —dijo como si pidiera disculpas a la joven por no haberlo hecho mejor.
—Esta tarde verás al doctor. Supongo que hablará con los especialistas para que te echen un vistazo.
—Lo que necesito es un fisioterapeuta para mi memoria —dijo él y cerró los ojos durante unos momentos—. Sé que había algo muy importante que debía recordar y…
No llegó a completar la frase. Acababa de darse cuenta de que había olvidado el nombre de la enfermera.
—No creo que tengamos fisioterapeutas de esa clase aquí —dijo la enfermera, y sonrió—. ¿Los había en el sitio de donde vienes?
Esto ya había ocurrido antes. Ayer, ¿verdad? Ayer también había olvidado su nombre…, ¿o no? La miró y sonrió.
—Debería responder diciendo que no me acuerdo —murmuró—. Pero… No, creo que no.
Había olvidado su nombre ayer, y el día anterior, pero tenía un plan. Había hecho algo que…
—Bueno, tienes la cabeza tan dura que quizá no los necesitaran.
La enfermera seguía sonriendo. Rió e intentó recordar en qué consistía el plan que se le había ocurrido. Era algo relacionado con el aliento, el soplar, y una hoja de papel…
—Quizá no —dijo.
Su dura cabezota… Ésa era la razón de que estuviera allí. Una cabeza muy dura o, por lo menos, más dura de las que estaban acostumbrados a tratar. Tenía la cabeza tan dura que no se había hecho pedazos cuando alguien le disparó… (Pero ¿por qué le habían disparado si no estaba combatiendo, cuando estaba entre los suyos, los pilotos de su mismo bando?)
Sólo había sufrido una fractura. Fractura y rotura del hueso sí, pero destrucción irreparable…, no, eso no.
Volvió la cabeza hacia el otro lado y contempló la mesilla que había junto a la cama. Encima de la mesilla había una hoja de papel doblada.
—No te fatigues intentando recordar las cosas —dijo la enfermera—. Puede que no las recuerdes, pero eso no tiene mucha importancia. Tu mente también necesita un poco de tiempo para curarse, ¿comprendes?
La oía hablar y podía comprender sus palabras, pero no les prestaba mucha atención porque seguía intentando recordar lo que se había dicho a sí mismo el día antes. Esa hoja de papel… Tenía algo que ver con la hoja de papel, estaba seguro. Se llenó los pulmones de aire y sopló. La parte superior de la hoja de papel subió lo suficiente para que pudiese ver lo que había escrito debajo. Talibe. La hoja de papel volvió a doblarse ocultando la palabra. Recordó que la había colocado en aquella posición para que la enfermera no pudiese verla.
La enfermera se llamaba Talibe. Claro. El nombre le era familiar.
—Estoy mejorando —dijo—. Pero había algo que tenía que recordar, Talibe. Era importante. Sé que lo era…
La enfermera se puso en pie y le dio una palmadita en el hombro.
—Deja de preocuparte. ¿Por qué no duermes la siesta? Correré las cortinas.
—No —dijo él—. Talibe, ¿puedes quedarte un rato más?
—Necesitas descansar, Cheradenine —dijo ella, y le puso una mano sobre la frente—. Volveré dentro de un rato para tomarte la temperatura y cambiarte el vendaje. Si necesitas alguna otra cosa usa el timbre. —Le acarició la mano, cogió la sillita blanca y fue hacia la puerta. Se detuvo en el umbral y le miró—. Oh, sí. Cuando te cambié el vendaje por última vez…, ¿recuerdas si me dejé las tijeras encima de la mesilla?
Miró a su alrededor y meneó la cabeza.
—Creo que no —dijo.
Talibe se encogió de hombros.
—Oh… Bueno.
Salió de la sala. Oyó el ruido que hizo al dejar la silla en el pasillo un segundo antes de que las puertas se cerraran detrás de ella.
Siguió contemplando la ventana.
Talibe se llevaba la silla cada vez que salía de la sala porque cuando despertó y la vio por primera vez perdió el control de sus nervios, y aunque su estado mental parecía haber mejorado mucho desde entonces le bastaba con ver la silla al pie de su cama cuando despertaba para que el miedo se adueñara de él y le hiciera temblar incontrolablemente. La visión de una silla le afectaba de tal forma que acabaron decidiendo colocar las sillas de la sala en un rincón donde no pudiera verlas, y Talibe o los médicos traían la silla desde el pasillo cada vez que venían a visitarle.
Ojalá pudiera olvidar todo aquello. Olvidar la silla, olvidar al Constructor de Sillas, olvidar el Staberinde… ¿Cuál era la razón de que aquellos recuerdos se mantuvieran tan frescos y claros después de un viaje tan largo y de que hubieran pasado tantos años? Y en cambio lo que había ocurrido hacía sólo unos días —cuando alguien le había disparado y le había dejado por muerto en el hangar— estaba tan confuso como si fuese un objeto lejano visto a través de la ventisca.