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»Bien, yo aparecí en las montañas. Tuve que explorar un poco tanto en el espacio como en el tiempo, saltando unos cuantos días y varios kilómetros, para encontrar un buen lugar donde esconder el saltador. La Patrulla no pudo encontrarlo después… en parte por esa razón. Finalmente lo aparqué en una cueva y salí a pie, y casi inmediatamente sufrí una desgracia. Un ejército medo estaba atravesando la región para evitar que los persas causasen problemas. Uno de sus exploradores me vio salir, siguió mi camino… y lo primero que sé es que fui capturado y los oficiales me interrogaban preguntándome qué era ese cacharro que tenía en la cueva. Sus hombres me habían tomado por un mago y estaban considerablemente impresionados, pero temían más demostrar miedo de lo que me temían a mí. Naturalmente, la noticia se extendió como el fuego por todo el ejército y atravesó el campo. Pronto toda la región sabía que un extraño había aparecido en extraordinarias circunstancias.

»Su general era el mismísimo Harpagus, un demonio tan inteligente y duro como el mundo haya conocido. Pensó que podía utilizarme. Me ordenó que le mostrase mi caballo de hierro, pero no me permitió montarlo. Sin embargo, tuve la oportunidad de colocarlo en desplazamiento temporal. Es por eso que el equipo de búsqueda no pudo encontrarlo. Sólo estuvo unas horas en este siglo y luego, probablemente, fue directamente al Comienzo.

—Buen trabajo —dijo Everard.

—Oh, sabía que las órdenes prohiben ese grado de anacronismo. —Denison torció los labios—. Pero también esperaba que la Patrulla me rescatase. Si hubiese sabido que no iban a hacerlo, no estoy seguro de que hubiese sido un buen patrullero que se sacrifica. Probablemente me hubiese aferrado al saltador y le hubiera seguido el juego a Harpagus hasta tener una oportunidad de escapar.

Everard lo miró sombrío un momento. Keith ha cambiado, pensó: no era sólo por la edad, los años entre gente extraña lo habían marcado más de lo que comprendía.

—Si te hubieses arriesgado a cambiar el futuro —dijo—, habrías puesto en peligro la existencia de Cynthia.

—Sí. Sí, cierto. Recuerdo haber pensado en eso… en ese momento… ¡Qué lejos parece ya!

Denison se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas, mirando la pérgola. Siguió hablando, con monotonía:

—Harpagus no paró de insultar, por supuesto. Pensé por un momento que iba a matarme. Me sacaron, atado como una res camino del matadero. Pero, como te he dicho, ya corrían rumores sobre mí, que iban ganando de boca en boca. Harpagus vio una oportunidad aún mejor. Me dio a elegir: seguirle la corriente o que me cortasen el cuello. ¿Qué otra cosa podía hacer? No era siquiera cuestión de arriesgarse a un cambio; pronto comprendí que interpretaba un papel que la historia ya había escrito.

»Harpagus sobornó a un pastor para que apoyase su historia y me presentó como Ciro, el hijo de Cambises.

Everard asintió, sin sorprenderse. —¿Qué gana él? —preguntó.

—En ese momento sólo deseaba reforzar el dominio medo. Un rey de Anzán bajo su mando tendría que ser leal a Astiages, y por tanto ayudar a mantener a los persas bajo control. Se me llevó, demasiado anonadado para hacer otra cosa que seguir sus indicaciones, todavía esperando a cada minuto que un saltador de la Patrulla apareciese para sacarme de aquel lío. El amor a la verdad de todos esos aristócratas iraníes nos ayudó mucho; pocos sospecharon que yo mentí al jurar que era Ciro, aunque imagino que Astiages, por conveniencia, no tuvo en cuenta las cosas que no encajaban. Y colocó a Harpagus en su sitio castigándolo de forma particularmente brutal por no haber hecho con Ciro lo que le había ordenado, a pesar de que ahora Ciro le era útil, y claro, ¡lo irónico era que Harpagus realmente había obedecido sus órdenes dos décadas antes!

»En cuanto a mí, pasé cinco años sintiéndome más y más disgustado con Astiages. Ahora, al rememorarlo, comprendo que no era ningún perro del infierno, sólo un típico monarca oriental del mundo antiguo, pero eso es difícil de apreciar cuando tienes que presenciar cómo se tortura a un hombre.

»Así que Harpagus, deseoso de venganza, organizó una revuelta, y yo acepté tomar el mando cuando me lo ofreció. —Denison esbozó una sonrisa torcida—. Después de todo, era Ciro el Grande, con un destino que cumplir. Al principio lo pasamos mal, los medos nos derrotaron una y otra vez; pero ¿sabes, Manse?, descubrí que me gustaba. No es como ese terrible modo del siglo XX de quedarse metido en una trinchera preguntándote si el bombardeo enemigo terminará alguna vez. Oh, la guerra aquí es terrible, especialmente si eres un soldado raso, cuando empiezan las enfermedades, y siempre lo hacen. Pero cuando luchas, por Dios, ¡luchas con tus propias manos! E incluso descubrí que tenía talento para esas cosas. Hemos hecho algunas maniobras espléndidas —Everard lo vio recuperar la vida—, como aquella ocasión en la que la caballería de Lidia nos superaba en número. Enviamos los camellos de suministros en vanguardia, la infantería detrás y la caballería al final. Los jamelgos de Creso olisquearon a los camellos y huyeron en estampida. Por lo que sé, siguen corriendo. ¡Los aplastamos!

Se detuvo de pronto, miró un rato a los ojos de Everard y se mordió el labio.

—Lo siento. Lo olvido continuamente. De vez en cuando, recuerdo que en casa no era un asesino… después de una batalla, cuando veo a los muertos dispersos a mi alrededor y, peor aún, a los heridos. ¡Pero no podía evitarlo, Manse! ¡Tenía que luchar! Primero fue la revuelta. Si no le hubiese seguido la corriente a Harpagus, ¿cuánto crees que hubiese durado ? Y luego estaba el reino en sí. No pedí a los lidios que nos invadiesen, ni a los bárbaros del este. ¿Has visto alguna vez una ciudad destruida por los de Turan, Manse? Se trata de ellos o de nosotros, y cuando nosotros conquistamos algo no nos llevamos encadenados a los vencidos: conservan sus tierras, costumbres y… Por Mitra, Manse, ¿cómo podría haber hecho otra cosa?

Everard permaneció sentado escuchando el jardín agitarse con la brisa. Al final dijo:

—No. Te entiendo. Espero que no te hayas sentido muy solo.

—Me acostumbré —dijo Denison con cuidado—. Uno acaba acostumbrándose a Harpagus, porque es interesante. Creso resultó ser un tipo bastante decente. Kobad, el sacerdote, tiene ideas bastante originales, y es el único hombre vivo que se atreve a derrotarme al ajedrez. Y están los banquetes, la caza y las mujeres… —Le dirigió una mirada de desafío—. Sí. ¿Qué querías que hiciese?

—Nada —dijo Everard—. Dieciséis años es mucho tiempo.

—Cassandane, mi primera mujer, valora muchos de los problemas que he tenido. Aunque Cynthia… ¡Dios del cielo, Manse!

Denison se puso en pie y colocó las manos sobre los hombros de Everard. Los dedos se cerraron con fuerza; habían sostenido hachas, arcos y riendas durante década y media. El rey de los Persas gritó en voz alta:

—¿Cómo vas sacarme de aquí?

7

Everard también se puso en pie, caminó hasta el borde del suelo y miró por entre la piedra tallada, con los pulgares al cinto y la cabeza gacha.

—No veo cómo —contestó.

Denison se golpeó la palma con un puño.

—Eso me temía. Años tras año he tenido cada vez más miedo de que si la Patrulla me encontraba… Tienes que ayudarme.

—Te lo he dicho, ¡no puedo! —La voz de Everard se quebró. No se volvió—. Piénsalo. Tú ya debes haberlo hecho. No eres un pequeño jefe guerrero cuya carrera no importará nada dentro de cien años. Eres Ciro, el fundador del Imperio persa, una figura clave en un entorno clave. ¡Si Ciro desaparece, también desaparece todo el futuro! No habría habido un siglo XX con Cynthia en él.

—¿Estás seguro? —imploró el hombre, a su espalda.

—Me empapé en los hechos antes de venir aquí—murmuró Everard con las mandíbulas apretadas—. Deja de engañarte. Tienes prejuicios contra los persas porque en una ocasión fueron enemigos de los griegos, y resulta que algunos de los rasgos más destacados de nuestra cultura provienen de los griegos. ¡Pero los persas son igualmente importantes!