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Abrió mucho la boca y mordió el aire haciendo groaorrr, groaorrr, queriendo imitar el ruido de las fauces de un cocodrilo devorando a su presa.

– ¡Está vivo, mamá, está vivo! Pronto vendrá a llamar a nuestra puerta…

Se incorporó, alarmada.

– ¡Socorro! ¡No tiene nuestra nueva dirección! ¡No nos encontrará nunca!

Joséphine alargó la mano para atrapar la postal. Procedía efectivamente de Kenya. El matasellos indicaba que la habían enviado, un mes antes, desde Mombasa, y la dirección era, por supuesto, la de Courbevoie. Reconoció la letra de Antoine y su estilo fanfarrón.

Mis queridas niñas:

Unas pocas palabras para deciros que estoy bien, y que he vuelto a la civilización tras permanecer mucho tiempo en la selva hostil.

He luchado contra todo: bestias feroces, fiebres, ciénagas, mosquitos

y, por encima de todo, nunca, nunca he dejado de pensar en vosotras.

Os quiero con todas mis fuerzas. Hasta muy pronto.

Papá.

* * *

A los sesenta y siete años, Marcel Grobz era, por fin, un hombre feliz, y no se cansaba de ello. Recitaba oraciones, plegarias, agradecimientos y novenas desde el amanecer, con el fin de que perdurara su felicidad. Gracias, Dios mío, gracias por colmarme con tus favores, por cubrirme de felicidad, por espolvorearme de delicias, por atiborrarme de voluptuosidad, por acribillarme el trasero a base de encantos, por saturarme de bienestar, por hincharme de beatitud, por tsunamizarme de euforia. ¡Gracias, gracias, gracias!

Lo rezaba por las mañanas en cuanto se levantaba. Lo repetía ante el espejo mientras se afeitaba. Lo salmodiaba al ponerse los pantalones. Invocaba a Dios y a todos los santos haciéndose el nudo de la corbata, prometía dar diez euros al primer mendigo que se encontrase, se rociaba de Eau de Cologne Impériale, de Guerlain, aumentaba el óbolo cuando se ajustaba el cinturón, después se llamaba rata inmunda y, arrepentido, añadía otros dos mendigos a los que agasajar. Porque el menda podría haber terminado también en la calle, si Bomboncito no le hubiera rescatado de las garras de Henriette y le hubiera acogido en su generoso seno. ¿Cuántos pobres diablos caían porque no les habían tendido a tiempo una mano salvadora en el momento en el que tropezaban?

Por fin, duchado, afeitado, acicalado, oliendo a lavanda y a artemisia, entraba en la cocina para rendir homenaje a la causa de tanta alegría, al pastelito de crema de la feminidad, al Everest de la sensualidad: Josiane Lambert, su compañera, debidamente rebautizada Bomboncito.

Bomboncito estaba atareada delante de la cocina Aga de hierro fundido, pintado con tres capas de esmalte vitrificado. Preparaba huevos al plato para su hombre. Vestida con un salto de cama rosa, que la cubría de velos vaporosos, vigilaba, con el ceño fruncido y la expresión grave, la excelencia de sus gestos. Sabía mejor que nadie poner el huevo en la sartén caliente, cuajar la albúmina viscosa, dorar la yema para después romperla, voltear el conjunto, volverlo a cuajar para por fin, en el último minuto, con un delicado movimiento de muñeca, verter un chorrito de vinagre balsámico y servir deslizándolo sobre el plato previamente calentado. Entre tanto, grandes rebanadas de pan integral con semillas de lino se doraban en la tostadora Magimix con cuatro rejillas cromadas. Una buena mantequilla salada de Normandía esperaba en una mantequera antigua, mientras las lonchas de jamón cocido y las huevas de salmón reposaban en una bandeja blanca con cenefa dorada.

Todo esto demandaba una extrema concentración que a Marcel Grobz le costaba respetar. Separado de Bomboncito hacía apenas veinte minutos, la buscaba como un perro que sigue la pista de un ciervo, con el hocico hundido entre las hojas muertas y marcando el lugar en cuanto huele al animal al alcance de sus fauces. La marca de Marcel consistía en pasar un brazo sobre el hombro de Bomboncito, pellizcarle el talle y darle un sonoro beso sobre el trozo de carne satinada que dejaba al descubierto el negligé.

– Déjame, Marcel -murmuró Josiane, con la mirada fija en la última fase de cocción de los huevos.

Marcel retrocedió a regañadientes y fue a sentarse ante su cubierto preparado sobre un mantelete de lino blanco. Completaba el conjunto un vaso de zumo de naranja recién exprimido, un frasco de vitaminas «60 años y más» y un cuenco de laca china que contenía una cucharada de polen de castaño. Se le humedecieron los ojos.

– ¡Cuántos cuidados, cuántas atenciones, cuánto refinamiento! ¿Sabes?, Bomboncito, lo mejor de todo es el amor que me das. Sin él no sería más que un caparazón vacío. El mundo entero no significaría nada sin el amor. Es una fuerza insensata que la mayoría de los humanos descuidan. ¡Prefieren dedicarse a la pasta, los imbéciles! Mientras que cultivando el amor, el humilde amor de cada día, el amor que distribuyes a todo el mundo con creces, te enriqueces, te engrandeces, resplandeces ¡y te favoreces!

– ¿Ahora hablas en verso?-preguntó Josiane colocando un gran plato sobre el mantelete de lino blanco-. ¿De dónde salen esas rimas, Racine?

– Es la felicidad, Bomboncito. Me vuelve lírico, dichoso, incluso guapo. ¿No crees que estoy más guapo? Las mujeres se vuelven en la calle y me miran con el rabillo del ojo. Yo hago como que me río, no digo nada, pero me pongo como un pimpollo…

– ¡Te miran porque hablas solo!

– ¡No, Bomboncito, no! Es todo el amor que recibo, que me transforma en el astro solar. Quieren ponerse a mi lado porque les atrae mi calor. Mírame: desde que vivimos juntos embellezco, rejuvenezco, reluzco, ¡y hasta me musculo!

Se golpeó el vientre que había contraído, y se mantuvo apoyado contra el respaldo de la silla con una mueca.

– ¡Menos cháchara, Marcel Grobz! No te vayas a volver un tonto sentimental, ¡y tómate el zumo de naranja, que si no se van a evaporar las vitaminas y vas a tener que cazarlas al vuelo!

– ¡Bomboncito! Hablo en serio. Y soy feliz, tan feliz… ¡Podría echarme a volar si no me agarrases!

Anudándose la gran servilleta alrededor del cuello para proteger la camisa blanca, prosiguió, con la boca llena:

– ¿Qué tal está el heredero? ¿Ha dormido bien?

– Se despertó sobre las ocho, lo cambié, le di de comer y ¡hala! A la cama. Todavía duerme y ¡ni se te ocurra ir a despertarlo!

– Sólo un ligero besito en la punta del pie derecho… -suplicó Marcel.

– Te conozco. ¡Vas a abrir tu bocaza y devorarlo!

– Le encanta. Se estremece de placer sobre el cambiador. Ayer le cambié tres veces. Le embadurné de Mytosil. ¡Menudo par de huevos! ¡Gigantes! ¡Mi hijo será un lobo hambriento, la lanza de un bengalí, un dardo de afilada punta que se clavará en el corazón de las chicas y seguirá su camino!

Se echó a reír, se frotó las manos ante la idea de tanta truculencia futura.

– Por ahora está durmiendo, y tú tienes una cita en el despacho.

– ¡Un sábado, te das cuenta! ¡Citarme un sábado por la mañana al amanecer!

– ¿De qué amanecer hablas? ¡Son las doce!

– ¿Hemos dormido hasta ahora?

– ¡Tú has dormido hasta ahora!

– Eso no quita que nos corriéramos una buena juerga ayer, con René y Ginette. ¡Lo que bebimos! Y Júnior durmiendo como un tronco de Navidad. Venga… Bomboncito, déjame comérmelo a besos antes de irme…

El rostro de Marcel Grobz se encogió en una temblorosa súplica, juntó las manos, se convirtió en comulgante ferviente, pero Josiane Lambert permaneció inflexible.

– Un bebé tiene que dormir. ¡Sobre todo con siete meses!

– ¡Pero si parece que tiene doce más! Míralo: ya le han salido cuatro dientes y, cuando le hablo, lo entiende todo. Mira, el otro día estaba dudando si debía instalar una nueva fábrica en China, hablaba en voz alta, creyendo que él estaba ocupado jugando con sus pies-¿has visto cómo se tritura los pies?, ¡estoy seguro de que está aprendiendo a contar!-, pues bien, levantó su pequeña boquita adorable y dijo sí. ¡Dos veces seguidas! Te lo juro, Bomboncito, me dijo sí, ¡venga, adelante! Creí que sufría alucinaciones.