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Eso no se sostiene, estoy delirando, se dijo dejándose caer sobre una silla de la terraza de un café. El corazón le latía con fuerza en el pecho, contra las costillas, se hinchaba y golpeaba, golpeaba repetidamente. Notó las manos húmedas y se las secó sobre los muslos. Tres mesas más allá, Lefloc-Pignel, inclinado sobre un cuaderno, tomaba notas. Le hizo una señal para que se reuniera con él. Llevaba una bonita chaqueta de lino verde oscuro, y el nudo de su corbata verde con rayas negras destacaba por su perfección. La miró divertido y dijo:

– ¿Y bien? ¿Ya ha pasado usted por el interrogatorio?

– Es horrible -dijo Joséphine- ¡voy a terminar pensando que fui yo la que la mató!

– ¡Ah! Usted también.

– ¡Esa mujer tiene una forma de interrogarte que te deja helada!

– No es muy amable, en efecto -dijo Hervé Lefloc-Pignel-, Me ha hablado de una forma… digamos abrupta. Es inadmisible.

– Debe de sospechar de todos nosotros -suspiró Joséphine, aliviada al saber que no era la única maltratada.

– ¡No porque la hayan asesinado en el edificio, el culpable debe ser forzosamente uno de nosotros! El señor y la señora Merson, que han entrado justo antes que yo, han salido indignados. Y estoy esperando la reacción de los Van den Brock… Ahora están dentro y he prometido esperarles. Tenemos que unirnos. No debemos permitir que nos traten de esa manera. ¡Es un escándalo!

Tenía las mandíbulas pálidas y fijas en una mueca de odio. Se sentía herido y no lo podía ocultar. Joséphine le contempló conmovida y, sin saber por qué, el miedo que la mortificaba como un fardo pesado y doloroso desapareció de golpe. Se relajó y tuvo ganas de cogerle del brazo, de agradecérselo.

El camarero se acercó y les preguntó qué querían beber.

– Agua mineral con menta -respondió Hervé Lefloc-Pignel.

– Para mí también -dijo Joséphine.

– ¡Dos aguas con menta, dos! -declaró el camarero mientras se alejaba.

– ¿Tiene usted una coartada?-preguntó Joséphine-. Porque yo no. Estaba sola en casa. Eso no me sirve para nada…

– Cuando nos separamos el viernes por la noche, pasé por casa de los Van den Brock. La conducta de la señorita de Bassonnière me había sacado de quicio. Estuvimos discutiendo hasta la medianoche de esa… ¡miserable! De esa forma irreverente de agredirnos en cada reunión. Es cada vez peor… o más bien era cada vez peor porque, gracias a Dios, ¡se acabó! Pero esa noche recuerdo que Hervé se preguntó si no debería denunciarla…

– ¿Hervé es el señor Van den Brock? ¿Los dos se llaman igual?

– Sí-dijo Hervé Lefloc-Pignel enrojeciendo, como cogido en un flagrante delito de intimidad.

Joséphine pensó, es un nombre original, no es corriente. Antes no conocía a ningún Hervé ¡y ahora puedo nombrar a dos! Después dijo:

– Reconozcamos que había estado especialmente odiosa esa tarde.

– ¿Sabe usted?, a menudo los antiguos señores se comportan así. Usted debe de saberlo, siendo especialista en la Edad Media… Para ella no éramos más que unos pobres campesinos que ocupaban el castillo de sus ancestros. No podía expulsarnos fuera de los muros, así que nos insultaba. ¡Pero, de todas formas, todo tiene un límite!

– No debíamos de ser los únicos en sufrir sus iras. El señor Merson me contó que ya la habían agredido dos veces…

– ¡Sin contar otras que ignoramos! Si registran su casa, seguramente encontrarán cartas anónimas, en eso invertía el tiempo, en mi opinión… En sembrar el odio, la calumnia.

El camarero puso las dos aguas con menta ante ellos y Hervé Lefloc-Pignel pagó las consumiciones. Joséphine se lo agradeció. Se sentía mejor desde que había hablado con él. Había tomado las riendas. La defendería. Formaba parte de una nueva familia y, por primera vez, le gustaba su barrio, su edificio, los habitantes del edificio.

– Gracias -murmuró-. Sienta bien hablar con usted.

Y después, como arrastrada por la pendiente de las confidencias, añadió:

– Para una mujer es duro vivir sola. Hay que ser firme, enérgica, decidida y ése no es exactamente mi caso. Yo soy más bien lenta, muy lenta…

– ¿Una tortuguita? -sugirió él, dedicándole una mirada de complicidad.

– ¡Una tortuguita que avanza a dos por hora y que se muere de miedo!

– A mí me gustan mucho las tortugas -prosiguió él con voz suave-, son animales muy afectuosos, ¿sabe?, muy fieles… Que merecen realmente nuestros cuidados.

– Gracias -sonrió Joséphine-, ¡lo tomaré como un cumplido!

– Cuando era niño un día me dieron una tortuga, era mi mejor amiga, mi confidente. La llevaba conmigo a todas partes. Viven mucho tiempo, a menos que ocurra un accidente…

Se había atragantado con la palabra «accidente». Joséphine pensó en los erizos aplastados al borde de las carreteras. Cada vez que veía un pequeño cadáver ensangrentado, cerraba los ojos de impotencia y de tristeza.

Inquieta, se pasó la lengua por los labios y suspiró.

– Me muero de sed.

El la miró beber, con delicadeza, levantando el vaso con un gesto grácil. Degustaba con pequeños sorbos, borrando imaginarios bigotes verdes de la comisura de sus labios.

– Es usted enternecedora -dijo él en voz baja-. Siente uno ganas de protegerla.

Había hablado sin fanfarronería. Con ternura, con un tono afectuoso en el que ella no vio ni una sombra de seducción.

Levantó la cabeza y le sonrió, confiada.

– Entonces ¿podríamos llamarnos por nuestros nombres, ahora?

Él hizo un ligero movimiento hacia atrás y palideció. Balbuceó:

– No creo, no creo.

Volvió la cabeza. Buscó con la mirada un interlocutor que no encontró. Colocó las dos manos sobre la mesa y después las retiró bruscamente para posarlas sobre sus piernas. Ella se incorporó, extrañada. ¿Qué había dicho para que cambiara tan repentinamente de actitud? Se excusó:

– No quería… No quería forzarle a… Era sólo para que nos hiciésemos…, en fin, para que nos hiciésemos amigos.

– ¿Desea usted beber otra cosa? -preguntó él sacudiendo ligeramente la cabeza, como lo haría un caballo que se encabrita delante de un obstáculo.

– No. Muchas gracias. Lo siento si le he ofendido, pero…

Sus ojos huidizos iban de izquierda a derecha, y se mantenía de lado para evitar que ella se acercara, que posase la mano sobre su brazo.

– Soy tan torpe a veces… -se excusó de nuevo Joséphine-, pero, de verdad, no tenía la intención de herirle…

Se agitó en la silla, buscando otras palabras para arreglar lo que él había tomado por una intrusión insoportable y, sin saber qué más decir, le dio las gracias y le dejó.

Cuando se volvió en la esquina de la calle, vio a los Van den Brock que se reunían con él en la terraza del café. Van den Brock puso una mano sobre el hombro de Lefloc-Pignel como para tranquilizarle. Quizás se conocen desde hace muchos años… Hará falta tiempo para ser amigo de ese hombre, parece bastante asocial.