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La puerta de la portería de Iphigénie estaba entreabierta. Joséphine llamó al cristal y entró. Iphigénie bebía un café en compañía de la dama del caniche, del anciano empolvado de blanco y de una chica con un vestido de muselina, que vivía con su abuela en el tercer piso del edificio B. Cada uno describía su interrogatorio con muchos detalles y exclamaciones, mientras Iphigénie repartía galletas.

– ¿Está usted al corriente, señora Cortès?-dijo Iphigénie, haciendo una señal a Joséphine para que viniese a sentarse a la mesa-. Parece ser que hace tres semanas encontraron el cuerpo de la camarera de un café, ¡apuñalada como esa Bassonnière!

– ¿No se lo han dicho? -preguntó la chica levantando unos grandes ojos extrañados.

Joséphine negó con la cabeza, apesadumbrada.

– Eso hacen uno, dos, tres asesinatos en el barrio -dijo la dama del caniche contando con los dedos-. ¡En seis meses!

– ¡A eso se le llama un asesino en serie! -concluyó doctamente Iphigénie.

– ¡Y las tres, igual! ¡Zas! Por detrás, con un cuchillo fino, tan fino que parece ser que no se le siente entrar. Como si fuera mantequilla. Precisión quirúrgica. ¡Tris, tras!

– ¿Y usted cómo sabe eso, señor Édouard? -preguntó la dama del caniche-. ¡Se lo está inventando!

– ¡Yo no invento, reconstruyo!-rectificó el señor Édouard, molesto-. Ha sido el comisario el que me lo ha explicado. ¡Porque se ha tomado la molestia de hablar conmigo!

Se cepilló el torso con la palma de la mano para subrayar su categoría.

– ¡ Eso es porque es usted realmente importante, señor Édouard!

– ¡Búrlese! Yo me limito a constatarlo, eso es todo…

– Si han pasado tiempo con usted, es porque quizás es sospechoso -sugirió Iphigénie-. Hacen que te confíes, lo confiesas todo y ¡hala! Te encierran.

– ¡No es nada de eso! Es porque yo la conocía bien. ¡Ya ven, crecimos juntos! Jugábamos en el patio de niños. Ya era una viciosa, una hipócrita. ¡Me acusaba de hacer pis en el montón de arena, y obligarla a hacer moldes con la tierra húmeda! ¡Menudos guantazos me daba mi madre por su culpa!

– Usted también tiene razones para odiarla -recordó la dama del caniche-. A ella no le gustaba y por eso dejó usted de ir a las reuniones de copropietarios.

– Yo no era el único -protestó el anciano-, ¡Todo el mundo le tenía miedo!

– Había que tener valor para ir -profirió la dama del caniche-. Esa mujer lo sabía todo. ¡Todo sobre todo el mundo! A veces me contaba unas cosas…

Había adoptado un tono misterioso.

– ¡Sobre ciertas personas del edificio! -susurró, esperando a que le suplicaran que continuase y diese detalles.

– ¿Acaso era usted amiga suya? -preguntó la jovencita, muy interesada.

– Digamos que se llevaba bien conmigo. ¿Saben?, una no puede vivir sola todo el tiempo. ¡A veces hay que soltarse! Así que bebíamos un dedito de Noilly Prat, muy de vez en cuando, por la tarde en su casa. Ella se bebía dos vasitos y ya estaba achispada. Y entonces ¡me contaba cosas increíbles! ¡Una tarde me había enseñado la foto de un hombre muy guapo en el periódico y me confió que le había escrito!

– ¿Un hombre? ¿La Bassonnière? -resopló Iphigénie.

– Le voy a decir una cosa, creo que le había hecho tilín…

– ¡Pero bueno! ¡A ver si va a empezar a caerme simpática! -exclamó el anciano.

– ¿Qué piensa usted de todo eso, señora Cortès? -preguntó Iphigénie levantándose para volver a hacer café.

– Escucho, y me pregunto quién podía odiarla hasta el punto de matarla.

– Eso depende del tamaño del dossier que ella tuviera de su asesino -dijo el anciano-. Uno está dispuesto a todo para salvar su cabeza o su carrera. Y ella no escondía su poder para perjudicar, ¡incluso presumía de él!

– En eso sí que no hay discusión, vivía peligrosamente, ¡incluso es asombroso que haya vivido tanto tiempo!-suspiró Iphigénie-. Eso no impide que estemos todos preocupados. Sólo el señor Pinarelli está feliz. ¡Esta historia le ha dado nuevas fuerzas! Va de aquí para allá, fisgoneando, se pasa el tiempo en comisaría para sacarle información a la policía. La otra tarde le encontré rondando cerca del cuarto de la basura. ¡Hay que ver, los hay raros!

Toda la gente de este edificio es rara, se dijo Joséphine. ¡Incluso la dama del caniche! ¿Y yo? ¿Acaso no soy rara? Si supiera esta gente sentada en torno a esta mesa, mojando galletas en el café, que estuvieron a punto de apuñalarme hace seis meses, que mi ex marido, dado por muerto entre las fauces de un cocodrilo, vaga por el metro, que mi antiguo amante es esquizofrénico y que mi hermana está dispuesta a tirarse a los pies de Hervé Lefloc-Pignel, se atragantarían por la sorpresa…

* * *

Hundida en los mullidos cojines del sofá, con los pies nervudos y finos apoyados en el brazo como sobre el mostrador de una joyería, Iris leía una revista cuando Joséphine entró en el salón y se dejó caer gimiendo en una butaca.

– ¡Vaya día! ¡Menudo día! ¡No he visto nada más siniestro que una comisaría! ¡Y todas esas preguntas! ¡Y la capitán Gallois!

Se masajeaba las sienes mientras hablaba, con la cabeza inclinada hacia delante. El cansancio le pesaba en todos sus miembros, en cada una de sus articulaciones. Iris bajó un instante la revista para observar a su hermana, y retomó la lectura farfullando:

– Pues sí…, no pareces muy en forma.

Picada, Joséphine contestó:

– He tomado un agua con menta con Hervé Lefloc-Pignel…

Iris se dio un golpe en las rodillas con la revista.

– ¿Te ha hablado de mí?

– Ni una palabra.

– No se habrá atrevido.

– Ese hombre es extraño. Nunca sabes por dónde cogerle. Pasa de la amabilidad a la dureza, del dulce al salado…

– ¿Al salado?-repitió Iris arqueando una ceja-. ¿Se te ha insinuado?

– No. ¡Pero es una auténtica ducha escocesa! Te suelta un halago y al minuto siguiente se convierte en un trozo de hielo…

– Has debido de ofrecerte como víctima…

Joséphine no se esperaba esa afirmación perentoria. Respondió:

– ¿Cómo que «ofrecerme como víctima»?

– Sí, tú no te das cuenta, pero juegas a la cosita frágil para dar a los hombres ganas de protegerte. Puede llegar a ser muy irritante. Te lo he visto hacer con Philippe.

Joséphine escuchaba, anonadada. Era como si le hablaran de alguien que no conocía.

– ¿Tú me has visto hacer qué con Philippe?

– Jugar a la nenita que no sabe, que no sabe nada. Debe de ser tu forma de seducir…

Se desperezó, bostezó y dejó caer la revista. Después, volviéndose hacia Joséphine, anunció con tono anodino:

– Oye, por cierto… Nuestra querida madre ha llamado y no tardará en llegar.

– ¿Aquí? -rugió Joséphine.

– ¡Se muere de ganas de ver dónde vives!

– ¡Pero al menos podrías haberme preguntado!

– Escucha Jo, ¡ya sería hora de que os reconciliarais! Es muy mayor, vive sola. Ya no tiene a nadie de quien ocuparse…

– ¡Nunca se ha ocupado más que de ella!

– ¡Y hace demasiado tiempo que ya no os veis!

– ¡Tres años, y lo llevo muy bien!

– Es la abuela de tus hijas…

– ¿Y qué?

– Yo quiero que haya paz en la familia…

– ¿Por qué la has invitado? Dime.

– No lo sé. Me ha dado pena. Parecía deprimida, triste.

– Iris, ésta es mi casa. ¡Soy yo quien decide a quién invitar!

– Es tu madre, ¿no? ¡No es una extraña!

Iris se quedó callada y añadió posando una mirada sinuosa en los ojos de Joséphine:

– ¿De qué tienes miedo, Jo?

– No tengo miedo. No quiero verla. ¡Y deja de mirarme así! ¡Ya no funciona! Ya no me hipnotizas.

– Tienes miedo…, te mueres de miedo…

– ¡No la he visto desde hace tres años, y no esperaba su visita esta noche! Eso es todo. Ha sido un día duro, y sólo me faltaba eso.