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– ¿Culpable de qué?

– Hicimos un juramento mudo Hortense y yo: no enamorarse de nadie más… hasta que seamos lo suficientemente mayores los dos para amarnos…, quiero decir para amarnos de verdad…

– ¿No era eso un poco temerario?

– Yo no conocía a Charlotte, así que… Eso fue antes.

¡Le parecía que había ocurrido hacía un siglo! Su vida se había convertido en un remolino. La caza de las grandes guarras había terminado. Era la hora de la encantadora de cuello largo, de hombros delgados y musculosos, de brazos más nacarados que un collar de perlas.

– Y ahora…

– Ahora estoy muy fastidiado. Hortense no me llama. Yo no la llamo. No nos llamamos. Y también puedo conjugarlo en futuro, si quieres…

Había abierto una botella de Burdeos y olisqueaba el corcho.

Shirley no se sentía a gusto cuando se trataba de la vida sentimental de su hijo. Cuando era niño, hablaban de todo. De las chicas, de los Tampax, del deseo, del amor, de la barba que crece, de los libros-obras-maestras y de los libros-garabatos, de las películas que se ven a cámara lenta y de las películas-hamburguesa, de los discos para bailar y de los discos para recogerse, de recetas de cocina, de la edad del vino, de la vida después de la muerte y del papel del padre en la vida de un chico que no ha conocido el suyo. Habían crecido juntos, mano a mano, habían compartido un pesado secreto, afrontaron peligros y amenazas sin separarse nunca. Pero ahora… Era un hombre, cubierto de vello, con los brazos grandes, los pies grandes y la voz grave. Ella se sentía casi intimidada. Ya no se atrevía a hacer preguntas. Prefería cuando él hablaba de sí mismo, sin que ella le hubiese preguntado nada.

– ¿Te sientes unido a Charlotte? -terminó diciendo, tosiendo un poco para ocultar su incomodidad.

– Me maravilla…

Shirley pensó que la palabra era amplia, muy amplia, que en ella podían caber muchas cosas, ¿podía precisar su pensamiento? Gary sonrió, reconociendo esa mímica maternal en los ojos de Shirley, que se abrían en pregunta muda, y se extendió:

– Es guapa, inteligente, curiosa, culta, divertida… Me gusta dormir con ella, me gusta su forma serpenteante de deslizarse entre mis brazos, de abandonarse, de convertirme en su amante magnífico. Es una mujer. ¡Y es una aparición! ¡No una gran guarra!

Shirley suspiró con tristeza. ¿Y si ella no hubiese sido más que una gran guarra para Jack, el hombre de negro que le había dejado marcas en el corazón y en la piel?

– Con ella aprendo… Se interesa por todo, de hecho me pregunto qué ve ella en mí.

– Ve en ti lo que no encuentra en otros hombres, demasiado ocupados corriendo detrás de su sombra y de su carrera: un amante y un cómplice. Ha tenido éxito, no necesita un mentor. Tiene dinero, relaciones, es guapa, es libre, se exhibe contigo porque encuentra placer en ello.

Gary murmuró algo referente al vino y terminó diciendo:

– De hecho, es sólo Hortense la que me preocupa.

– Pues no te preocupes, Hortense sobrevivirá. Hortense sobrevive a todo, ¡incluso podría ser su lema!

Gary había vertido el vino en dos hermosas copas de cristal Lalique, adornadas con un festón de perlas en la base, debe de ser un regalo de Charlotte, se dijo Shirley haciendo girar la copa en su mano.

– ¿Y este Burdeos viejo? ¿Ha sido Charlotte?

– No. Lo encontré hace un rato buscando el cuchillo para picar. Antes de marcharse, Hortense ha escondido un montón de regalos por todas partes para que no la olvide. Abro un armario y cae un jersey, aparto una pila de platos y aparece un paquete de mis galletas favoritas, cojo mis vitaminas del botiquín y encuentro una nota: «Ya me echas de menos, supongo…». Es divertida, ¿verdad?

Divertida o enamorada, pensó Shirley, por primera vez la diablilla encontraba un obstáculo en su camino. Un obstáculo llamado

Charlotte Bradsburry ¡y no tenía intención de rendirse!

* * *

Hortense despertó empapada en sudor. Quería gritar, pero no salía ningún sonido de su boca. ¡Otra vez había tenido esa horrible pesadilla! Estaba en una sala alicatada, húmeda, llena de vapor blanco, y ante ella un hombre alto como un tonel de cerveza tostada, cubierto de cicatrices, con un torso de vello negro, blandiendo un largo látigo con clavos en las puntas. Hacía girar el látigo riéndose, descubriendo una dentadura negra, que se cerraba sobre ella y la mordía por todo el cuerpo. Ella se acurrucaba en una esquina, gritaba, luchaba, el hombre lanzaba el látigo, ella se levantaba, huía hacia una puerta que atravesaba no sabía cómo, y se encontraba corriendo en una calle estrecha, sucia. Tenía frío, estallaba en sollozos, pero seguía corriendo, destrozándose los pies sobre la calzada. Ya no tenía a nadie que le ofreciera refugio, nadie que la protegiese, oía los insultos de los hombres persiguiéndola, ella caía al suelo, una enorme mano la cogía por el cuello… Y entonces se despertaba, empapada, en su cama.

¡Las tres de la mañana!

Permaneció inmóvil un buen rato, tiritando de miedo. ¿Y si no estaban muertos con los pies lastrados en el fondo del Támesis? ¿Y si sabían dónde vivía? Estaba sola. Li May se había ido dos semanas a Hong Kong, a cuidar de su madre enferma.

Nunca podría volver a dormirse. Y ya no podía ir a llamar a la puerta de Gary. O llamarle en plena noche para decir «tengo miedo». Gary dormía con Charlotte Bradsburry. Gary ya no llamaba, ya no le hablaba de libros ni de música, ya no tenía noticias de las ardillas de Hyde Park, y no había tenido tiempo para aprenderse el nombre de las estrellas en el cielo.

Cogió una almohada, la estrechó contra sí, para ahogar los sollozos que anudaban su garganta. Quería los largos brazos de Gary. No había nada como los largos brazos de Gary para borrar sus terrores.

¡Y era imposible!

Por culpa de una mujer.

Es terrible tener miedo por la noche. Por la noche todo se vuelve amenazador. Por la noche todo se vuelve definitivo. Por la noche, ellos la atrapaban y moría.

Se levantó, fue a la cocina, cogió un vaso de agua, un trozo de queso del frigorífico, dos rebanadas de pan de molde, un poco de mostaza, mayonesa y se hizo un sándwich que mordisqueó recorriendo la cocina inmaculada. ¡Podría comer en el suelo! He pasado de una puerca caótica a una puntillosa de la limpieza y el orden. En todo caso, ¡no seré yo quien le llame! Aunque me tenga que morir de pie, paralizada por terrores nocturnos. Afortunadamente para mí, ¡todavía tengo principios! Una chica sin principios está perdida. Es en estos casos cuando hay que reafirmarse en los principios de una. No llamar nunca la primera, no llamar nunca enseguida -esperar tres días-, no dar nunca lástima, no llorar nunca por un chico, no esperar nunca a un chico, no depender nunca de un chico, no perder el tiempo con un paleto que ignora a Jean-Paul Gaultier, Bill Evans o Ernst Lubitsch, tachar de la lista al que repase la cuenta o deje el precio en un regalo, lleve calcetines blancos, envíe rosas rojas o claveles rosa, al que llame a su madre el domingo por la mañana o hable de la fortuna de su papá, no acostarse nunca la primera noche, ¡nunca besarse siquiera la primera noche! No comer nunca coles de Bruselas, no llevar nunca ropa naranja, o podría creerse que una trabaja en la autopista… Enumeraba sus diez mandamientos y mordisqueaba el pan de molde. Suspiró, tengo un montón de principios, pero ninguna gana de aplicarlos. Yo quiero tener a Gary. Es mío. Tengo una opción sobre él. Él estaba de acuerdo. Hasta que llegó esa chica. Pero ¿quién se cree que es?

Fue a la página de Google, tecleó Charlotte Bradsburry y palideció leyendo el número de resultados: ¡132.457! Ocupaba todas las rúbricas: la familia Bradsburry, las propiedades Bradsburry, los Bradsburry en la Cámara de los Lores, los Bradsburry y la familia real, la revista de Charlotte Bradsburry, sus parties, sus dictados sobre moda, sus réplicas. ¡Incluso seguían citándola cuando no decía nada!