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No eran los gestos de un hombre prendado de otra. Ni los del marido de su hermana. Eran los gestos de un hombre libre… Que la esperaba.

* * *

Era la última tarde. Mañana volvería Joséphine. Mañana sería demasiado tarde.

Fue derecha al armario donde se encontraba el cuadro eléctrico, bajó el disyuntor y las luces se apagaron. El frigorífico se detuvo en seco, la cadena hifi del salón se cayó. Silencio. Penumbra. Ya no había más que actuar.

Bajó a llamar a la puerta de los Lefloc-Pignel. Las nueve y cuarto. Los niños habían cenado. La señora quitaba la mesa. El señor estaba libre.

Fue él quien abrió. Apareció firme, macizo, en el umbral, con aspecto severo. Iris bajó la mirada y adoptó un aire de arrepentimiento.

– Siento molestarle, pero no entiendo lo que ha pasado; de golpe, ya no hay luz… y no sé cómo hacer…

Él dudó, después declaró que subiría, el tiempo de terminar una tarea.

– ¿Tiene un cuadro eléctrico viejo o nuevo? -añadió.

– No lo sé. No estoy en mi casa, ¿sabe? -respondió esbozando una sonrisa deslumbrante.

– Subiré dentro de diez minutos…

Cerró la puerta. No había tenido tiempo de echar un vistazo al piso, pero le había parecido extrañamente silencioso para acoger una familia con tres hijos.

– ¿Sus hijos están acostados ya? -le preguntó más tarde.

– Los tres, a las nueve. Son las reglas.

– ¿ Y obedecen?

– Por supuesto. Han sido educados así. No se discute nunca.

– Ah…

– ¿Sabe usted dónde está el cuadro eléctrico?

– Sígame. Está en la cocina…

Abrió el armario donde se encontraba el contador y sonrió con indulgencia divertida.

– No es nada. Sólo el disyuntor que ha saltado.

Lo puso en su lugar y volvió la luz, el frigorífico se puso en marcha y una música lejana empezó a escucharse en el salón. Iris aplaudió.

– Es usted formidable.

– No era tan difícil…

– Sin usted, estaba perdida… Las mujeres no estamos hechas para vivir solas. Yo, en todo caso, me siento desarmada ante los pequeños imprevistos de la vida. ¡Y ante los grandes también, debo confesar!

– Tiene usted razón. Hemos olvidado el reparto de papeles, hoy en día. Las mujeres se comportan como hombres y los hombres se vuelven irresponsables. Yo estoy a favor del pater familias que se encarga de todo.

– Estoy completamente de acuerdo con usted. ¿Puedo invitarle a algo? ¿Un whisky o una infusión de hierbas frescas? He comprado menta en el mercado esta mañana.

Sacó un ramillete de menta de un papel de aluminio y se lo dio a oler. La infusión estaría bien. El tiempo de prepararla podríamos conversar, él se relajaría, yo encontraría la forma de acercarme a él, de encontrarle el punto débil.

– No me importaría una infusión de menta…

Iris puso el agua a calentar. Sentía su mirada clavada en ella, seguir todos sus gestos, y se preguntaba cómo aligerar la atmósfera cuando él tomó la iniciativa:

– ¿Tiene usted hijos?

– Un hijo. No vive conmigo. Vive con su padre, en Londres. Estamos divorciándonos, por eso he venido a vivir a casa de Joséphine.

– Le pido perdón, no quería entrar en temas tan personales…

– Al contrario, me viene bien hablar. Me siento muy sola.

Preparó una bandeja con una tetera y dos tazas. Sacó dos pequeñas servilletas blancas. Él sería sensible a ese detalle. Las dobló con cuidado como si hubiese asistido a clases de perfecta ama de casa. Sentía, a su espalda, que él espiaba todos sus gestos y su mirada la atravesaba como un destornillador afilado. Sintió un escalofrío.

– Su padre ha pedido la custodia y…

– ¿No irá usted a abandonarle? -preguntó él bruscamente.

– ¡Oh, no! Voy a hacer todo para recuperarle. He prevenido a su padre, lucharé…

– La ayudaré, si quiere. Le encontraré un buen abogado…

– Es usted muy amable…

– Es normal. No debe separarse a un hijo de su madre. ¡Nunca!

– No es así como piensa mi marido…

Vertió el agua sobre las hojas y llevó la bandeja al salón. Sirvió y le tendió una taza. El levantó la cabeza hacia ella:

– Tiene usted los ojos muy azules, muy grandes y separados…

– Cuando era pequeña, detestaba tener los ojos tan separados.

– Me imagino una niñita muy bonita…

– ¡Tan poco segura de sí misma!

– Debió de ganar seguridad muy pronto…

– Una mujer sólo se siente segura cuando es amada. Yo no soy una de esas mujeres emancipadas que puedan vivir sin la sombra de un hombre.

Iris ya no tenía ni amor propio, ni orgullo, ni sentido del ridículo, sólo tenía estrategia: necesitaba que Hervé Lefloc-Pignel cayera en sus redes. Guapo, rico, brillante, era la presa perfecta. Tenía que seducirle. Lúcida y desesperada, jugaba sus últimas cartas y lanzaba sus arpones apuntando al corazón de Hervé Lefloc-Pignel, engatusándolo con una mueca, con una expresión, con una mirada. Le daba igual que tuviese mujer y tres hijos. ¡Menudo problema! Todo el mundo se divorcia hoy en día, sería el único que querría permanecer con una esposa que se pasa el día en camisón. ¡No sería como romper una pareja unida! Estaba dispuesta a acoger a los niños. Ella era la mujer que necesitaba. A punto estaba de decirse que le hacía un favor ofreciéndose a él.

El estaba frente a ella y la miraba con una devoción infantil. ¡Qué hombre más extraño! ¡Qué rápido cambia su mirada! De depredador se convierte en niño tembloroso. Había en su actitud un abandono temeroso, como si no pudiese mirarla más que de lejos y le estuviese prohibido acercársele. Bajo el traje gris del banquero, descubría otro hombre mucho más conmovedor.

– No somos muy habladores -dijo ella, sonriendo.

– Hablo durante todo el día, no decir nada es un descanso. La miro y eso me basta…

Iris suspiró y grabó esa frase en su memoria. Acababan de dar un paso juntos, el entreacto de una promesa de intimidad. Le pareció que todos los tormentos que había sufrido el último año iban a borrarse, reparados por ese hombre poderoso y sensible.

Subió el volumen de la radio y le propuso un poco más de menta. Él tendió la taza. Ella le sirvió. Ella dejó rezagada su mano cerca de la suya, esperando que él la cogiera y rozó la manga de su chaqueta imitando una caricia. Él no hizo ni un solo gesto.

Había un no sé qué de imperioso en su actitud, que revelaba la costumbre de ser obedecido. No era para disgustar a Iris. No necesito ni a un presumido ni a un seductor a la caza de su primera falda. Necesito un tipo serio y ¿quién mejor que él? Seguramente tiene ganas de dejar a su pálida esposa, pero su sentido del deber le obliga a quedarse. Es el tipo de hombre al que hay que dejar la iniciativa. No debo ser brusca con él, debo conducirle despacio a donde quiero llevarlo, las riendas largas, pero firmes.

Debo hacerle comprender también que no puede permanecer con su mujer. Es malo para su imagen en sociedad, para su carrera. Debo hacer que recupere la confianza, ayudarle a volverse a colocar en primera fila.

Y fue así como, de mujer que roba maridos, Iris se convirtió en musa e inspiradora. Lo daba ya por hecho y sonreía al futuro, confiada.

Escucharon la noticias de las once en la radio. Intercambiaron una mirada, extrañándose de que hubiese pasado el tiempo sin darse cuenta. No pronunciaron ni una palabra. Como si todo fuese normal. Qué felices eran ya. Parecían esperar a que pasase algo. No sabían qué. Finalizó una rapsodia húngara de Liszt, «debe de ser Georges Cziffra», dijo él, «reconozco su estilo». Ella asintió con la cabeza.

No llevaba alianza, era un signo. Su corazón estaba libre. A un hombre enamorado le gusta acariciar su alianza, hacerla girar entre sus dedos, la busca por todos lados, cuando la ha olvidado en el borde de un lavabo o sobre un estante. Tiene miedo de perderla. Ya no recordaba si llevaba alianza cuando lo vio en casa de la portera. ¿O se la había quitado después? Después de haberla conocido…