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Entonces ella había hecho ese gesto insensato. Se había echado contra él y le había besado, besado como si su vida dependiese de ello. El había tenido apenas tiempo de tirar el dinero sobre la mesa para pagar, ella le había cogido de la mano y le había arrastrado. Apenas había cerrado la puerta de la habitación del hotel, él había sentido sus uñas en su nuca y ella le había vuelto a besar. Él le había tirado del pelo hacia atrás para soltarse.

– Tenemos todo el tiempo del mundo, Joséphine, no somos ladrones…

– Sí…

– Tú no eres una ladrona y yo no soy un ladrón… ¡Y lo que va a pasar no es en ningún caso una mala acción!

– Bésame, bésame…

Habían remontado el tiempo atravesando la habitación. Habían respirado el olor a relleno y a pavo, el olor a quemado del horno a su espalda, la palma de sus manos, oyó el ruido de los niños en el salón y se habían arrancado cada pieza de ropa como si apartaran los obstáculos de su memoria, desnudándose sin dejar de mirarse a los ojos, para no perder ni un precioso segundo, pues sabían que los minutos estaban contados, que se hundirían en un espacio- tiempo, un espacio-inocencia que les sería muy difícil volver a encontrar y del que no debían perder nada. Habían titubeado hasta la cama y sólo entonces, como si hubiesen alcanzado la meta de su viaje, se habían mirado con una sonrisa temblorosa de vencedores atónitos.

– Te he echado tanto de menos, Joséphine, tanto…

– ¡Y yo a ti! Si supieses…

No podían dejar de repetir esas palabras, las únicas palabras permitidas. Y después cayó la noche en pleno día sobre la gran cama, y ya no hablaron más.

El sol subía a través de las cortinas rosas y dibujaba en la habitación una aurora boreal. ¿Qué hora sería? Él escuchaba los ruidos del restaurante en el piso de abajo. ¿Las doce y media? El decorado de la habitación le devolvía a la realidad, le aseguraba que no había soñado: estaba efectivamente en esa habitación de hotel, con Joséphine a su lado. Recordó su rostro inundado de placer. Era bella, de una belleza nueva, como si la hubiese dibujado ella misma. Una belleza añadida que se había posado sobre su rostro con la delicadeza de una invitada de último minuto, que trae regalos para hacerse perdonar. Una boca que se abre, ojos que se agrandan, una tez cuya textura se afina y pómulos que se levantan, firmes, para no dejarse dominar nunca más.

– ¿En qué piensas? -murmuró Joséphine.

– ¡«Eau des merveilles» de Hermés! ¡Ya está, he encontrado el nombre de tu perfume!

Ella se desperezó rodando contra él y añadió:

– Me muero de hambre.

– ¿Quieres que bajemos a desayunar?

– Huevos revueltos, tostadas y un café. Ummm… Me gusta que ya tengamos costumbres.

– Ritos y deseo, ¡así se construye una pareja!

Se ducharon, se vistieron, dejaron tras ellos la habitación en desorden, la enorme cama abierta, las cortinas rosas, el austero reloj sobre la chimenea, las toallas de baño tiradas sobre el parqué oscuro, salieron al pasillo y caminaron entre camareras que arreglaban las habitaciones. Una mujercita regordeta recogía las bandejas del desayuno puestas en el suelo, canturreando una canción de Sinatra: «Strangers in the night, exchanging glances, lovers at first sight, in love for ever». Ellos completaron la canción mentalmente y se sonrieron. «Dubidubidú dududi…». Joséphine cerró los ojos para pedir un deseo: Dios mío, haz que esta felicidad dure, dure dududi. No vio el canto de una bandeja, se golpeó con ella, perdió el equilibrio, intentó recuperarlo, pero resbaló con una naranja que había rodado de la bandeja a la moqueta.

Lanzó un grito y cayó, de cabeza, por la escalera. Rodó, rodó y recordó la voz de su padre: «Pero cuando salgas, ángel mío, con el corazón lleno de alegría, cuídate en la sombra de la pérfida naranja». ¡Así que fue realmente él quien me habló! No lo soñé. Cerró los ojos para probar la extraña felicidad mezclada de paz, de alegría, de infinito que la llenaba. Los volvió a abrir y percibió a Philippe, que la miraba loco de inquietud.

– No tiene importancia -dijo ella-. Creo que simplemente estoy ebria de felicidad.

* * *

Al día siguiente la llevó hasta la estación. Habían pasado la noche juntos. Habían escrito sobre su piel las palabras de amor que no se atrevían a decirse todavía. El había vuelto a su casa al alba, para estar presente cuando se despertara Alexandre. Ella había sentido una extraña punzada en el corazón, escuchando cómo se cerraba la puerta de la habitación. ¿Hacía lo mismo cuando dormía en casa de Dottie? Después se recobró. Dottie Doolittle le importaba un rábano.

Volvía a París. El se iba a Alemania, a la Documenta de Kassel, una de las ferias de arte contemporáneo más grandes del mundo.

Él sostenía su mano y llevaba su bolsa de equipaje. Llevaba puesta una corbata amarilla con pequeños Mickey en pantaloncito rojo y grandes zapatos negros. Ella sonrió posando el dedo sobre la corbata.

– De Alexandre. Me la compró el día del Padre… Exige que la lleve cuando cojo un avión, dice que es un amuleto…

Se separaron en la entrada de la aduana. Se besaron en medio de los pasajeros apresurados que tendían su pasaporte y su billete, empujándoles con sus maletas de ruedas. No se prometieron nada, pero leyeron cada uno en los ojos del otro el mismo juramento mudo, la misma gravedad.

Sentada en su plaza del vagón 18, asiento 35, lado ventana, Joséphine acarició lentamente los labios que él acababa de besar. Una frase giraba en su cabeza canturreando Philippe, Philippe. Tarareó: «Strangers in the night, in love for ever», escribiendo for ever con su índice en el cristal.

Escuchó el ruido del tren, las idas y venidas de los pasajeros, el ruido de los móviles, la señal de los ordenadores poniéndose en marcha. Ya no tenía miedo, ya no tenía ningún miedo. Se le encogió el corazón pensando en el desfile de Hortense al que no había podido asistir, pero se recuperó, se trata de Hortense, ella es así, no puedo cambiarla, eso no quiere decir que no me quiera…

En la estación del Norte compró Le Parisién. Se puso en la cola del taxi y abrió el periódico. «Una mujer policía asesinada en un aparcamiento». Tuvo un terrible presentimiento, leyó el artículo, inmóvil, en medio de la gente que la empujaba para que avanzase y ganase algunos metros. La capitán Gallois, la mujer de los labios prietos, había sido apuñalada, delante de su Clio blanco, en el aparcamiento de la comisaría.

El cuerpo de la mujer fue descubierto ayer a las siete de la mañana, en el suelo. Había terminado el servicio a altas horas de la noche. Las cámaras de vigilancia han grabado imágenes de un hombre con pasamontañas, y cubierto con un impermeable blanco abordándola y agrediéndola después con un cuchillo. Es la cuarta agresión de este tipo en pocos meses. «Todas las hipótesis están abiertas», han asegurado fuentes cercanas a la investigación, de la que se ha hecho cargo el Servicio departamental de la Policía judicial. La PJ no excluye que este asesinato esté relacionado con las otras agresiones. Los investigadores juzgan inquietante que la atacaran mientras investigaba uno de los crímenes cometidos recientemente. Eso ha suscitado una viva emoción entre sus compañeros. Prudencia por parte del Sindicato General de la policía: «En un periodo de malestar policial, es lo peor que podía pasar». Alianza y Sinergia, otros sindicatos de policía, son más críticos: «Hay demasiados policías heridos y agredidos, no podemos seguir sin reaccionar, se ha perdido el respeto por la policía».

QUINTA PARTE

Hortense abrió los ojos y reconoció su habitación: estaba en París. De vacaciones. Lanzó un suspiro y se desperezó bajo las sábanas. El curso había terminado. ¡Terminado gloriosamente! ¡Ahora formaba parte de los setenta candidatos elegidos para entrar en el prestigioso Saint Martin's College! ¡Ella! Hortense Cortès. Criada en Courbevoie por una madre que se vestía en el Monoprix, y que creía que Repetto era una marca de espaguetis. ¡Soy la mejor! ¡Soy excepcional! ¡Soy la esencia misma de la elegancia francesa! Su desfile había sido el más refinado, el más inventivo, el más impecable de todos. Nada de farfolla, ni estructuras de plástico, ni miriñaques de cartón, ni máscaras alquitranadas, ¡la perfección! Ella no cultivaba la falsa rebeldía, sino que se inscribía en la tradición de una tal señorita Chanel o de un tal señor Yves Saint Laurent. Cerró los ojos y revivió el desarrollo de su «Sex is about to be slow», el movimiento sinuoso de las modelos, la fluidez de las telas, su caída perfecta, la banda sonora preparada por Nicholas, los fotógrafos a pie de podio y el lento vals de las seis modelos que arrancaban suspiros de éxtasis a ese público tan hastiado, tan fatigado de llenarse los ojos de belleza. Voy a formar parte de la escuela que ha visto eclosionar a John Galliano, Alexander McQueen, Stella Mac Cartney, Luella Bartley, la última predilecta en Nueva York. Yo, ¡Hortense Cortès! Pero ¿de dónde me viene tanto genio?, se preguntaba acariciando el borde de la sábana.