Desplegó una gran blusa blanca de cuello alto. Para esconder las arrugas del cuello. Quitó los alfileres, el cartón y la extendió sobre la cama. Se pinchó el dedo con un alfiler y constató, abatida, que había caído una gota de sangre sobre el hermoso vestido Bottega Veneta.
Soltó un taco de rabia. ¿Cómo se quitaba la sangre de una tela de algodón marfil? Tendría que llamar a Carmen.
Henriette salió de la estación de metro Buzenval, y giró a la derecha en la calle Vignoles. Se detuvo ante el edificio decrépito de Chérubine y cogió aire. El dedo del pie derecho le dolía y el nervio ciático le molestaba en la cadera. Ya no tenía edad para coger el metro, bajar y subir escaleras, encontrarse aplastada contra anónimos de axilas apestosas. Ya podía haberse quitado el sombrero y vestirse con ropa barata, siempre tenía la impresión de que la gente se quedaba mirándola. De que sabían que escondía billetes en las copas del sujetador. Apretaba los brazos contra sus senos para prevenir el asalto de algún grosero de piel oscura, y ponía una expresión desagradable de vieja malcarada a la que no hay que acercarse. A veces, cuando percibía su reflejo en la ventanilla del metro, ¡se asustaba! Se reía, la nariz hundida en su bufanda perfumada de «Jicky» de Guerlain. Se inundaba de «Jicky» cuando cogía el metro. Era la única forma de no desmayarse. Nunca la habían agredido y, cuanto más cogía el metro, más exageraba el gesto y más adusta se volvía.
Emprendió la lenta subida de las escaleras del edificio de Chérubine, sintió el estómago revuelto por el olor a col rancia, hizo una pausa en cada descansillo, y alcanzó por fin el tercer piso. Palpó su sujetador y suspiró. ¡Cómo amaba a esos billetes! ¡Que tiernos eran al tacto! Hacían un ruido suave, enternecedor, un ruido de pajarito colocándose las plumas. ¡Seiscientos euros! Por plantar agujas. No era un regalo. Y los resultados, ya no los veo. Ya puedo pasarme el día bajo las ventanas de Marcel, que no veo el menor cuerpo aplastado sobre la acera. Pregunto a la sirvienta, en vano. Ni accidente, ni suicidio. A este ritmo, mi cuenta en el banco se va a vaciar tan rápido como una bañera de agua sucia. Ya voy por el sexto pago. Seis veces seis, treinta y seis, es decir tres mil seiscientos euros dilapidados. ¡Mucho! Demasiado.
Vio el cartel colocado sobre el timbre: Llame aquí si está perdido. ¿Estoy perdida yo? ¿Soy una de esas pobres mujeres perdidas, dispuestas a todo para volver con su hombre? Ni hablar. Disfruto de un celibato voluntario, y estoy a la cabeza de una floreciente empresa ahorrando hasta el último céntimo. Acumulo, acumulo y nunca me lo he pasado tan bien. Desvalijo mendigos, hurto, despojo, y consigo vivir sin desembolsar ni un céntimo. Y, al mismo tiempo, ¡me dejo una fortuna en manos de esa charlatana obesa! Hay algo aquí que no funciona, mi querida Henriette. ¡Reflexiona! Contempló el cartel durante un largo instante, y declaró en voz alta: «¡Pues bien, no llamaré!».
Y dio media vuelta.
Estaba perdiendo el rumbo, pensó en el trayecto de vuelta de la línea 9, palpándose las copas, escuchando su dulce ruidito. ¿Acaso me importa que Josiane y Marcel se soben? ¿No soy más feliz ahora? Me ha hecho un favor largándose. Ha dado un sentido a mi vida que antes no tenía, hay que reconocerlo. Hoy, como dicen los jóvenes cretinos, me lo paso pipa.
Ayer mismo, había robado en Hédiard. Sí, robado. Había entrado para hacer su numerito habitual de anciana llorona erosionada por la vida -se había calzado sus alpargatas rotas, y se había puesto su abrigo de pobreza pues, como es bien sabido, los pobres se visten igual en verano y en invierno- y estaba esperando para lanzar su largo lamento, cuando se dio cuenta de que estaba sola en la tienda. Las vendedoras estaban en el sótano, ocupadas chismorreando o simulando trabajar. Había abierto su gran capazo y lo había llenado: Sancerre tinto, vinagre balsámico (ochenta y un euros el frasquito de cincuenta centilitros), foie gras, fruta escarchada, bombones, crema de pepino, crema al pesto, anacardos, pistachos, pastelitos, nems, rollitos de primavera, lonchas de pierna de cordero, huevos en gelatina, quesos varios… Había arramblado con todo lo que tenía a mano. El capazo pesaba mucho, muchísimo. Casi se había dislocado el hombro. ¡Pero qué placer! Chorros de sudor cálido caían a lo largo de sus brazos. No es más que justicia: robaba a los pobres y, ahora, ¡robo a los ricos! La vida es formidable.
Debía de tener el cerebro al ralentí cuando me puse en manos de la obesa. Había dejado mi razón en el guardarropa. Podría hasta denunciarla a la policía, a esa Chérubine. Estoy segura de que sus manejos son ilegales. ¡Y no debe de declarar ni un solo céntimo! Si me amenaza con sus agujitas, se lo advierto: la entrego a la policía y al fisco. Se lo pensará dos veces.
¡En fin! Acabo de salvar seiscientos euros. Seis adorables billetes de cien euros que duermen felices, apoyados en mi seno. ¡Mis pequeños! ¡Aquí está mamá que os cuida, descansad tranquilos!
Y además, ya era hora de que cesase esos vaciados salvajes de la cuenta común. Marcel habría acabado sospechando algo. Estaría tentado de investigar esas salidas injustificadas de dinero.
Se había librado de una buena.
Bendecía ese día de julio en el que recuperaba su sentido común. ¡Vaya cara que lleva la gente en esta línea! No es culpa suya si no sonríen. Son pobre gente. Obligados a realizar un trabajo ingrato para subsistir, no se les puede pedir, además, que huelan bien y sonrían. Aunque el jabón no sea caro…
Además, se dijo, arrastrada por una ola de felicidad, en la vida hay que saber perdonar y ¡mira!, le perdono que se haya ido. Le perdono y voy a darle a mi abogado orden de iniciar el proceso de divorcio. Le exprimiré hasta la última gota, pero le devolveré su libertad. Me quedaré con el piso, y doblaré la pensión que me propone. Con todo el dinero que gano quitándoselo a los pobres y a los ricos, ¡me voy a hacer millonaria!
Salió del metro, más contenta que unas pascuas, trepó por las escaleras a paso ligero, sosteniendo sus senos a dos manos, y dejó caer una moneda de veinte céntimos en el platillo de un mendigo, tumbado sobre los escalones del metropolitano.
– Gracias, querida señora -dijo el viejo levantando su gorra-. ¡Dios se lo devolverá multiplicado por cien! Dios reconoce siempre a los suyos.
Joséphine estaba deprimida.
Joséphine vivía enclaustrada en su habitación. Pilas de informes rodeaban su cama. Saltaba por encima de ellas para acostarse.
Ya no tenía ganas de bajar a la hermosa portería de colores de Iphigénie. Se había convertido en el salón de moda, donde se habla y se comenta sin descanso los recientes asesinatos. Allí corrían los rumores más insensatos. Es un cura que, molesto por su voto de castidad, se rebela contra Roma. Es el carnicero, lo he visto en una película, es el que tiene los cuchillos más afilados. ¡No! Es un adolescente harto de su madre demasiado rígida; cada vez que le castiga, elige una víctima, una mujer sola, por la noche. Es un parado, un antiguo directivo, que no digiere su suerte y se venga. ¿Y por qué las pesquisas de la policía se concentran en el edificio A? Otra vez se quedan ellos con el protagonismo, suspiraba la dama del caniche.
Cada uno tenía su culpable ideal y destacaba los detalles sospechosos, los rostros carcelarios, los impermeables blancos. Cuando Iphigénie veía a Joséphine, le hacía grandes gestos para que se uniese a ellos. Joséphine era una fuente interesante: había sido convocada varias veces por el inspector Garibaldi. Debía de tener información inédita. Joséphine se acercaba a su pesar. Escuchaba, asentía con la cabeza, respondía no sé gran cosa, y acababan mirándola con hostilidad, con aspecto de decirse, no somos lo suficientemente buenos para usted, ¿verdad?