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Zoé continuó, pero Joséphine ya no la escuchaba. RV. ¿Y si la capitán Gallois se había referido a Hervé Lefloc-Pignel y Hervé Van den Brock?

Profundizar la pista de los dos Hervé. Había descubierto algo, o estaba a punto, cuando fue apuñalada. Recordó entonces la turbación de Lefloc-Pignel cuando ella había querido llamarle por su nombre de pila. En la terraza del café, frente a la comisaría, justo después de su primer interrogatorio. Se había vuelto hostil y glacial.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró, hundida en su asiento.

– ¿Qué te pasa, mamá?

Tenía que hablar sin falta con el inspector Garibaldi.

* * *

Al día siguiente, Joséphine se presentó en el 36 del quai des Orfévres.

Esperó una hora en el largo pasillo, y vio pasar a hombres apresurados que se llamaban cerrando las puertas de golpe y hablando a gritos. Se escuchaban risas que salían a ráfagas cuando se abrían las puertas, conversaciones que cesaban cuando las puertas se cerraban. Exclamaciones, timbres de teléfonos, dos o tres que salían a toda prisa, ajustándose las pistoleras bajo el brazo. «¡Venga, acelerando! ¡En marcha, que los tenemos! ¡Como siempre, colegas, tranquis!». Achaparrados, en vaqueros y cazadora de cuero, corrían precipitadamente. En medio de ese tumulto, ella esperaba, no tan convencida como la víspera, de la pertinencia de su visita. El tiempo pasaba, ella miraba el reloj, jugueteaba con la lengüeta de la correa, rascaba con la uña una ranura del banco y fabricaba una bolita negra y la lanzaba.

Por fin el inspector Garibaldi la hizo entrar en su despacho y la invitó a sentarse. Llevaba una bonita camisa roja y el pelo negro echado hacia atrás, como sujeto con una goma. La miraba de forma insistente y ella notó que se le calentaban las orejas. Se las tapó con el pelo, se lo alisó y se lo contó todo: la escena del café con Lefloc- Pignel, su cambio de actitud cuando ella había querido llamarle por su nombre de pila y cómo se había enterado, entonces, de que Van den Brock y él se llamaban los dos Hervé.

– ¿Sabe?, cuando pensaba en ellos, decía Lefloc-Pignel y Van den Brock. Se habían convertido en sus nombres. Además, como son apellidos compuestos, son ya suficientemente largos y…

Hizo una pausa y él le dijo con delicadeza:

– La escucho, señora Cortès, continúe…

– Y entonces, ayer, estaba intentando trabajar en mi HDI, es un diploma de fin de estudios universitarios, una larga tesis de miles de páginas que se presenta ante un jurado de profesores de universidad, es muy arduo, al menor error, te suspenden. Además, soy muy joven para presentarme y no me pasarán ni una…

Levantó la cabeza. El no parecía exasperado por su lentitud. Mantenía su mirada negra bajo un paraguas de cejas gruesas. Ella adquirió confianza y se relajó. Al final ese hombre no era tan terrible. Ya ni siquiera le parecía amenazante. Debía de tener una mujer, hijos, volvía a casa por la tarde, veía la televisión haciendo comentarios sobre su jornada. Su esposa le escuchaba mientras planchaba, arropaba a sus hijos en la cama. En resumen, un hombre como los demás.

– Yo estaba allí, pensando en lo que usted me había dicho, en vez de trabajar. No comprendo que sospechen de mí. ¿Cómplice de qué? ¿Cómplice por qué? Así que reflexionaba. Y volví a pensar en su historia de «profundizar RV»… Escribí en un papel «profundizar RV» y aquello no encajaba. Soy muy sensible al estilo, a las palabras, eso procede seguramente de mi formación literaria, así que estaba dando vueltas a esas palabras cuando mi hija pequeña entró…

– ¿Zoé? -dijo el inspector.

– Sí. Zoé.

Recordaba su nombre de pila. Era un punto positivo. Quizás tuviese también una pequeña Zoé. Cuando nació, habían dudado entre Zoé y Camille, pero a Joséphine le había parecido que Zoé sonaba más fuerte, que era como darle una ventaja suplementaria. Y además quería decir «vida» en griego. Antoine había acabado plegándose a su opinión.

– Zoé entró en su habitación y… -repitió el inspector, sacándola de su ensoñación.

Ella continuó intentando ser clara y precisa. Sentía que sus orejas recuperaban su temperatura normal. Él escuchaba, hundido en su sillón. Le faltaba un botón de la camisa. Cuando llegó al QBRNK y al RV que adivinaba Hervé, exclamó: «¡Joder!», arrastrando la primera sílaba y golpeando la mesa del despacho con la palma de la mano. Los objetos dispuestos sobre la mesa saltaron, y Joséphine se estremeció.

– Disculpe mi lenguaje -dijo él, dominándose- pero acaba usted de ayudarnos mucho, señora Cortès. ¿Podría pedirle que no dijese ni una palabra a nadie de nuestra conversación? A nadie. ¿Me comprende? Está en juego su seguridad.

– ¿Tan importante es? -murmuró Joséphine con una vocecita inquieta.

– Va usted a pasar al despacho de al lado y le tomarán declaración escrita.

– ¿Cree usted que es útil que yo declare?

– Sí. Esta usted mezclada en una extraña historia… No tenemos aún todos los implicados y los móviles, pero puede ser que usted nos haya aportado un detalle determinante para proseguir con el caso.

– ¿Cree usted que eso tiene algo que ver con los diferentes crímenes…?

– ¡Yo no he dicho eso, no! Y estamos lejos, muy lejos aún. Pero es un detalle y, en este tipo de casos, avanzamos gracias a los detalles… Un detalle más otro detalle conducen a menudo a la resolución de un asunto que parece muy enrevesado. Es como un rompecabezas…

– ¿Puedo preguntarle por qué sospechó usted de mí? -preguntó Joséphine, armándose de valor.

– Nuestra profesión es sospechar del entorno de las víctimas. El asesino, ¿sabe?, a menudo es alguien cercano. Lo que no encaja en usted es el silencio que mantuvo tras su primera agresión. Cualquier otro, en su caso, hubiese corrido a refugiarse en la comisaría y lo hubiese contado todo. Enseguida. Usted no sólo evitó venir a declarar la agresión, sino que esperó varios días y se negó a denunciarla. Se limitó a hacer una declaración… Como si conociese al culpable y quisiese protegerlo.

– Ahora puedo decírselo… Primero pensé en Zoé, pero creo también que sospeché de mi marido.

– ¿Antoine Cortès?

El inspector retiró un informe de la pila y lo abrió. Lo hojeó y leyó en voz alta.

– Fallecido a los cuarenta y tres años, entre las fauces de un cocodrilo en Kilifi, Kenya, tras haber dirigido durante dos años un criadero por cuenta de un chino, el señor Wei, con domicilio en…

Y enumeró toda la vida de Antoine. Fecha y lugar de nacimiento, el nombre de sus padres, su encuentro con Mylène Corbier, su trabajo en Gunman, sus relaciones, sus estudios, sus préstamos bancarios, el número que calzaba. No olvidó su sudoración extrema. Un resumen de la vida de Antoine Cortès, Joséphine le escuchaba, estupefacta.

– Está muerto, señora. Usted lo sabe. La embajada de Francia lo investigó y llegó a la misma conclusión. ¿Qué le hace pensar que podría estar vivo y que habría simulado su desaparición?

– Creí verlo en el metro, un día… De hecho, estoy segura de haberlo visto. Pero hizo como si no me reconociera. Y además, mi hija, Zoé, recibió cartas suyas. Escritas con su letra.

– ¿Tiene usted esas cartas?

– Las conserva mi hija…

– ¿Podría traérmelas?

– Hablaba de su convalecencia, de cómo había escapado al cocodrilo, y pensé que no estaba muerto, que había vuelto, que había querido asustarme…

– O eliminarla… ¿Y por qué razón?

– Estoy contando tonterías, tengo una imaginación galopante, ¿sabe usted?

– No. Respóndame.

Joséphine se retorció las manos y sus orejas volvieron a incendiarse.

– Fue en noviembre, creo. Estaba buscando un tema para una novela y arrancaba con cualquier cosa… Me dije que podría ser él porque era débil, quería tener éxito a cualquier precio, y era capaz de odiar a quienes lo han conseguido. A mí en primer lugar. Sé que es horrible lo que digo, pero lo pensé… En el mundo de hoy es terrible ser un perdedor. Te aplastan, te desprecian. Eso puede generar odios, cóleras, una necesidad irreprimible de venganza…