Él tomaba notas mientras interrogaba.
– ¿En qué línea de metro le vio por primera vez?
– Sólo lo vi una vez. En la línea 6, pero sobre todo no me tome usted en serio. Fantaseaba. Quizás no era él. A él le horrorizaba el rojo, y ese día llevaba un jersey rojo de cuello vuelto y eso, conociendo a Antoine, es imposible.
– ¿En esto se basa? Detestaba el rojo así que no puede ser él… ¡Es usted desconcertante, señora Cortès!
– Es un detalle y como usted dice los detalles son importantes. Antoine era muy estricto con ciertos principios…
– No con todos -le interrumpió Garibaldi-. Tengo en este informe varias descripciones de riñas violentas que tuvo con sus colegas de allí, en Mombasa. Peleas al final de la velada, una de ellas acabó mal y su marido se vio implicado… Murió un hombre.
– Eso no es posible. ¡Antoine, no! ¡Era incapaz de matar un mosquito!
– Ya no era el mismo hombre. Un hombre cuyos sueños se hunden puede volverse peligroso.
– Pero no hasta el punto de…
– ¿De intentar eliminarla? Piénselo: usted ha tenido éxito, él ha fracasado. Usted se ha quedado con sus hijas, ha ganado mucho dinero, ha alcanzado un puesto en la vida y él se ha sentido humillado, ultrajado. Le echa la culpa a usted, se obsesiona. La próxima vez que busque una idea para una novela, venga a verme. ¡Yo le contaré historias!
– No es posible…
– Todo es posible y la realidad, en este campo, sobrepasa a menudo a la ficción.
Una mosca gruesa se paseaba sobre el informe de Antoine. Me he convertido en una chivata, se dijo Joséphine hundiendo las uñas en la carne de sus brazos.
– Vamos a emitir una orden de búsqueda. Usted misma decía que él podía llegar a ser bastante amargado y resentido, como para atacar a las mujeres que le habían rechazado, ofendido o amenazado como parece ser el caso de la señorita de Bassonnière, que enviaba cartas envenenadas a un montón de gente…
– ¡Oh, no! -exclamó Joséphine, horrorizada-. ¡Nunca he dicho eso!
– Señora Cortès, estamos ante un caso importante. Un asesino en serie que elimina a mujeres fríamente. Y siempre siguiendo el mismo método. Piense en la camarera… Valérie Chignard, veinte años, había venido a París para ser actriz y trabajaba para pagarse las clases de teatro. Tenía toda la vida por delante y un montón de sueños. No hay que despreciar ninguna pista… Tenemos un enorme dossier sobre él, que encontramos entre las notas de la señorita de Bassonnière. Además, parece ser que su marido ha cometido, digamos, algunas irregularidades financieras antes de desaparecer… Sería, pues, interesante saber si ha simulado su muerte o si está realmente muerto.
– ¡Pero si yo no he venido aquí por eso! -exclamó Joséphine, a punto de llorar.
– Señora Cortès, cálmese. No he afirmado en ningún caso que su marido sea un criminal, sólo he dicho que vamos a investigar entre la gente que anda por el metro… con el fin de eliminar o de confirmar una hipótesis. Así podrá usted librarse de esa horrible sospecha. Debe de ser terrible sospechar de su marido. Porque lo ha pensado usted, ¿verdad?
– Nunca lo pensé, sólo me vino a la mente. ¡Es muy distinto! ¡Y no he venido aquí para acusar a Antoine, ni de hecho para acusar a nadie!
Nunca, nunca volveré a meterme en lo que no me importa. Pero ¿cómo se me habrá ocurrido? Me he sentido confiada, creí que podría hablar libremente, expresar esa idea que, es cierto, me atormenta, ¡pero de ahí a denunciar a Antoine!
– ¿Tiene usted otras sospechas, señora Cortès? -preguntó el inspector con voz edulcorada.
Joséphine dudó, pensó en Luca, en su violencia, en el cajón que había lanzado a una vecina, murmuró: «Tengo…» y calló. Nunca más se confiaría a un inspector de policía.
– No. Nadie. ¡Y lamento haber venido a verle!
– Ha ayudado usted a la policía de su país y, quién sabe, quizás también a la justicia…
– No volveré a decir nada. ¡Incluso si el asesino me lo confesase todo y me diese todos los detalles!
El esbozó una sonrisita y se levantó cuan alto era.
– Entonces me vería obligado a detenerla por complicidad. Como sospechaba desde el inicio de la investigación.
Joséphine le miró con la boca abierta. ¡No iría a empezar de nuevo!
– ¿Puedo marcharme? -preguntó, desamparada.
– Sí. Y recuerde: ¡ni una palabra a nadie! Y si vuelve a ver a su marido, intente ser un poco más precisa en su testimonio. Anote la fecha, la hora, el lugar, las circunstancias. Eso nos ayudará.
Joséphine asintió con la cabeza, temblorosa, y salió sin tenderle la mano ni decirle adiós.
En el viejo patio empedrado del 36 del quai des Orfévres, vio a Pinarelli hijo, ejecutando una serie de llaves marciales ante un joven inspector en vaqueros y polo Lacoste. Se movía con agilidad y realizaba contundentes ataques, que el joven esquivaba con dificultad.
Se interrumpió al verla y se acercó a ella.
– ¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo? -preguntó con mirada ansiosa.
– La rutina. Ni siquiera sé por qué me convocan. ¡Debe de ser una manía suya!
– No se equivoque, saben muy bien lo que hacen. ¡Son buenos, muy buenos! Están desplegando una cortina de humo, interrogan a todo el mundo, nos sacan información, simulan escucharnos, pero nos dirigen suavemente hasta donde quieren llegar.
Y yo he caído en su trampa, se dijo Joséphine. De cabeza. Garibaldi ha escuchado mi pequeña elucubración sobre los RV, ha simulado estar interesado y después ha seguido con Antoine. O más bien he sido yo quien ha puesto a Antoine sobre la mesa. Sin que él me pidiese nada.
– ¡Un hombre atractivo, ese Garibaldi! Parece ser que hace estragos entre el género femenino. ¡Un listillo! Empieza por incomodarte, te hace creer que sospecha de ti, te desestabiliza y ¡hop! Te suelta la estocada. ¡Como en el kravmagá! ¿Conoce usted el kravmagá?
– No creo…
– Estaba haciendo una demostración al joven inspector. Lo llevó a la práctica el ejército israelí. Para matar al enemigo. No es ni un deporte, ni una disciplina, es el arte de matar en un instante. Todos los golpes están permitidos. Se pueden golpear las partes genitales e insultar al enemigo…
En su mirada surgió un resplandor de placer.
Recordó la forma en la que había agredido a Iphigénie. La violencia del golpe que le había dado cuando ella quiso intervenir, y su agilidad subiendo las escaleras. Podría contárselo a Garibaldi. Le daría una nueva pista. ¡Ya es hora de salir de aquí! Estoy viendo asesinos por todos lados.
En la calle levantó la vista y vio Notre-Dame de París. Permaneció un buen rato contemplando la fachada, hizo una mueca de disgusto al ver los autocares llenos de turistas que se dirigían a la catedral. Había dejado de ser un lugar de culto, se había convertido en el Lido o en el Moulin-Rouge.
Miró su reloj. Había pasado dos horas en las dependencias policiales. Durante dos horas, no había pensado en Philippe.
El Sapo estaba de paso por Londres y comía con Philippe. Había elegido el restaurante del Claridge, y arañaba el mantel blanco con sus uñas cortas y cuadradas.
– ¿Tú sabes lo que quieren las tías de hoy? Pasta. Punto final. Yo, que no soy un canon de belleza, ¡me las tiro a todas! Hace poco una que me había mandado a paseo durante un cóctel me volvió a llamar. ¡Sí, sí, tío! Se enteraría de lo que pesaba y vino a arrastrarse a mis pies. ¡Lo pagó caro! ¡Lo que la humillé! ¡Ni te cuento!
– Es inútil -dijo Philippe con voz suave pero firme.
– ¡Le hice hacer las cosas más asquerosas y ella tragó! Y cuando digo «tragó»…