– ¿Qué te gustaría hacer?
– No sé. Todas mis amigas se han ido…
– ¿Y Gaétan también?
– Se va mañana. A Belle-Île. Con su familia…
– ¿No te ha invitado a ir con él?
– ¡Su padre ni siquiera sabe que salimos!-exclamó Zoé-. ¡Gaétan lo hace todo a escondidas! Sale, por la noche, por la cocina, directamente a la escalera de servicio hasta el trastero, dice que como le pillen, está dead, ¡total dead!
– ¿Y su madre? No me hablas nunca de ella…
– Es una neurótica. Se rasca los brazos y se atiborra a pastillas. Gaétan dice que es por culpa del bebé que perdió, ¿sabes?, murió aplastado en un aparcamiento. Dice que aquello destrozó la vida de su familia…
– ¿Y cómo lo sabe? ¡Él no había nacido todavía!
– Se lo cuenta su abuelita… Dice que antes era la felicidad total. Que su padre y su madre reían, que iban de la mano y se daban besos… y que después de la muerte del bebé, su padre cambió de un día para otro. Se volvió loco. ¿Sabes?, yo lo entiendo. Yo, a veces, por la noche, abro los ojos y me dan ganas de gritar imaginándome a papá con el cocodrilo. No me vuelvo loca, pero casi…
Joséphine pasó el brazo alrededor de los hombros de Zoé.
– No debes pensar en eso…
– Hortense dice que hay que mirar las cosas de frente para exorcizarlas.
– Lo que es válido para Hortense no es necesariamente válido para ti.
– ¿Lo crees de veras? Porque me da miedo cuando exorcizo…
– En lugar de pensar en su muerte, piensa en él cuando estaba vivo… y le envías mucho amor, le cuentas pequeños secretos y, ya verás, dejarás de tener miedo…
– Pero di, mamá, y las vacaciones…
Hortense se iba a Croacia, después de su semana de prácticas en Jean-Paul Gaultier, Zoé iba a quedarse sola. Reflexionó.
– ¿Quieres que vayamos a Deauville, a casa de Iris? Podríamos pedirle que nos preste la casa. Ella se queda en París.
Zoé hizo una mueca.
– No me gusta Deauville. Sólo hay ricos vacilando…
– ¡Qué forma de hablar!
– ¡Pero si es verdad, mamá! ¡Sólo hay aparcamientos, tiendas y gente forrada!
Du Guesclin trotaba a su lado, el palo en la boca, esperando a que Zoé quisiese jugar con él.
– Alexandre me ha enviado un correo. Se va a hacer un curso de equitación a Irlanda. Dice que quedan plazas. Eso me gustaría…
– ¡Es buena idea! Le contestas y le dices que te vas con él. Pregunta cuánto cuesta, no quiero que Philippe pague tu parte…
Zoé había vuelto a jugar con Du Guesclin. Lanzaba el palo sin alegría, casi mecánicamente, y arrastraba la punta de los zapatos por el suelo.
– ¿Qué te pasa Zoé? ¿He dicho algo que no te ha gustado?
Zoé se miró los pies y murmuró:
– ¿Y por qué no llamas a Philippe? Sé muy bien que estuviste en Londres y que le has visto…
Joséphine la agarró por los hombros y le dijo:
– Piensas que te estoy mintiendo, ¿verdad?
– Sí -dijo Zoé, con los ojos bajos.
– Entonces te voy a decir exactamente lo que pasó, ¿de acuerdo?
– No me gusta cuando mientes…
– Quizás, pero no se le puede contar todo a una hija. Soy tu madre, no tu amiga.
Zoé se encogió de hombros.
– Sí, es importante -insistió Joséphine-. Y, de hecho, tú tampoco me dices todo lo que haces con Gaétan. Y yo no te lo pregunto. Confío en ti…
– Bueno, y bien… -dijo Zoé, que empezaba a impacientarse.
– En efecto, vi a Philippe en Londres. Cenamos juntos, hablamos mucho y…
– ¿Eso es todo? -preguntó Zoé, con una sonrisita.
– Eso no te incumbe -balbuceó Joséphine.
– Porque si os vais a casar, ¡yo no tengo nada en contra! Quería decírtelo. Me lo he pensado bien y creo que lo entiendo.
Adoptó una expresión seria y añadió:
– Ahora, con Gaétan, entiendo un montón de cosas…
Joséphine sonrió y se lanzó:
– Entonces comprenderás que la situación es complicada, que Philippe sigue estando casado con Iris y que eso no podemos olvidarlo así como así…
Chascó los dedos.
– En cambio Iris, sí que lo olvida… -dijo Zoé.
– Sí, pero eso es su problema. Así pues, volviendo a las vacaciones, sería mejor que te enteraras de los detalles con Alexandre y así yo no me ocuparía más que de los problemas prácticos. Pago el curso de equitación y te meto en un tren a Londres.
– ¿Y ya no hablas con Philippe? ¿Os habéis enfadado?
– No. Pero prefiero no hablar con él en este momento. Dices que eres mayor, que ya no eres un bebé, es el momento de demostrarlo.
– De acuerdo -dijo Zoé.
Joséphine le tendió la mano para sellar su acuerdo. Zoé dudó en estrecharla y Joséphine se extrañó.
– ¿No quieres darme la mano?
– No es eso… -dijo Zoé, incómoda.
– ¡Zoé! ¿Qué te pasa? Dímelo. Puedes decírmelo todo…
Zoé giró la cabeza y no respondió. Joséphine se imaginó lo peor: estaba llena de cortes, había intentado abrirse las venas, quería acabar con todo para olvidar que su padre había muerto en las fauces de un cocodrilo.
– ¡Zoé! ¡Enséñame las manos!
– No tengo ganas. No es asunto tuyo.
Joséphine le arrancó las manos de los bolsillos de sus vaqueros y las inspeccionó. Se echó a reír, aliviada. Debajo del pulgar izquierdo de Zoé, Gaétan había escrito en boli negro y letras mayúsculas: Gaétan ama a Zoé y no la olvidará nunca.
– ¡Que encantador! ¿Por qué lo escondes?
– Porque no le importa a nadie…
– Al contrario, deberías mostrarlo…, va a borrarse pronto.
– No. He decidido no volver a lavarme en los sitios donde ha escrito.
– ¿Porque ha escrito en otros lados?
– Pues… sí.
Le enseñó el dorso del brazo izquierdo, el tobillo derecho y la parte baja del vientre.
– ¡Qué ricos sois los dos! -dijo Joséphine, riéndose.
– ¡Para, mamá, esto es superserio! Cuando hablo de él, hay música en mi cabeza.
– Lo sé, cariño. No hay nada mejor que el amor, es como bailar un vals…
Se arrepintió de haber pronunciado esas palabras. Volvió a ver a Philippe tomándola en sus brazos en la habitación del hotel, la hacía girar, y girar, un, dos, tres, un, dos, tres, baila usted divinamente, señorita, ¿vive usted con sus padres? La tumbaba sobre la cama, se echaba sobre ella, la besaba lentamente en el cuello, subía hasta su boca, la probaba, permanecía allí… Besa usted divinamente, señorita… Sintió un dolor fulgurante que la desgarraba. Sintió ganas de hundirse en él, de ahogarse en él, de morir, de renacer, de salir llena de él, sentir su olor sobre sus manos, su fuerza en la boca del vientre, está allí, está allí, voy a tocarle con los dedos… Ahogó una queja y se inclinó hacía Du Guesclin, para que Zoé no viese las lágrimas en sus ojos.
Iris oyó el teléfono y no reconoció la música de Hervé. Abrió un ojo e intentó leer la hora de su reloj. Las diez de la mañana. Se había tomado dos Stilnox antes de dormir. Tenía la boca reseca. Descolgó y oyó una voz de hombre autoritario, fuerte.
– ¿Iris? ¿Iris Dupin? -ladró la voz.
– Mmmsí… -murmuró ella, alejando el móvil de la oreja.
– ¡Soy yo, soy Raoul!
¡ El Sapo! ¡El Sapo a las diez de la mañana! Recordó vagamente que él la había invitado a cenar la semana pasada y ella había dicho… ¿Qué era lo que había dicho? Fue una noche, ella había bebido un poco y sólo tenía un recuerdo confuso.
– Era para confirmar nuestra cena en el Ritz… ¿La había olvidado?
¡Había dicho que sí!