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– Nnnoo… -balbuceó.

– Entonces el viernes, a las nueve y media. He reservado a mi nombre.

¿Cómo se llamaba éste? Philippe le llamaba siempre el Sapo, pero seguramente tendría un nombre de pila.

– ¿Le gusta o prefiere usted un lugar más…, cómo decirlo…, más íntimo?

– No, no, ése está bien.

– Para una primera cita, pensé que era perfecto… Se come muy bien, el servicio es impecable y el marco muy agradable.

¡Habla como la guía Michelin! Se tumbó sobre la almohada. ¿Cómo he llegado a eso? Tengo que dejar las pastillas. Tengo que dejar de beber. La noche era la hora terrible. La hora del arrepentimiento estéril y de las angustias que se amontonan. No tenía ni un gramo de esperanza. Y el único miedo de adormecer el miedo, de no escuchar más esa vocecita interior que le golpeaba con la realidad, «eres vieja, estás sola y el tiempo pasa a toda prisa», era beber una copa. O dos. O tres. Veía cómo se alineaban las botellas vacías, como regimientos irrisorios cerca de la basura, en la cocina, las contaba, atónita. Mañana lo dejo. Mañana sólo bebo agua. O una copita sólo. Para darme valor ¡pero sólo una!

– Estoy encantado ante la idea de esta cena. El fin de semana estaré más relajado, no tendré que levantarme al alba, tendremos todo el tiempo para charlar.

¡Pero si no tengo nada que decirle!, se lamentó Iris. ¿Por qué habré aceptado?

– Tú me contarás tus penas y yo te prometo que voy a ayudarte.

Ella se incorporó, estupefacta: ¿la había tuteado?

– Una mujer hermosa no está hecha para quedarse sola. Ya verás… Pero ¿quizás te estoy molestando?

– Estaba durmiendo -murmuró Iris con voz somnolienta.

– Entonces, duerme, guapa. ¡Y hasta el viernes!

Iris colgó. Asqueada. ¡Dios mío!, pensó, ¿he caído tan bajo que el Sapo cree que puede estrecharme entre sus brazos?

Se puso la sábana sobre la cabeza. ¡El Sapo invitándola a cenar! Era el colmo de la soledad y de la miseria. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se puso a sollozar de todo corazón. Hubiese querido no parar nunca, agotarse llorando, y desaparecer en un océano de agua salada. La vida ha sido demasiado fácil para mí. Nunca me quitó nada y ahora, se toma la revancha y me humilla. Tengo un pie en el infierno. ¡Ay! ¡Si hubiese conocido la infelicidad, cómo hubiese apreciado mi felicidad!

La noche antes, desmaquillándose, se había descubierto arrugas en el escote.

Redobló los sollozos. ¿Qué hombre querrá algo de mí? Pronto no me quedará más que el Sapo como tabla de salvación… Es absolutamente necesario que Hervé se decida. Que ella le empuje y él se declare.

Tenía una cita con él a las seis de la tarde, en un bar, plaza de la Madeleine. Al día siguiente iba a llevar a su familia a Belle-Île y después… Después volvería y lo tendría para ella, sólo para ella. Ni mujer, ni hijos, ni fines de semana en familia. Habían ido juntos a comer al parque de Saint-Cloud, habían paseado por las alamedas, se habían refugiado bajo un árbol cuando había caído una lluvia fina, ella se había reído, se había sacudido la larga cabellera, volvió la cabeza, ofreció sus labios… El no la había besado. ¿A qué estaba jugando? ¡Hacía tres meses que se veían casi a diario!

Llegó a su cita a la hora precisa. Hervé no soportaba el menor retraso. Al principio, por coquetería, le dejaba esperando diez, quince minutos, pero luego le costaba un esfuerzo terrible borrar su enfado. Él mostraba su disgusto; ella se burlaba diciendo ¡oh, Hervé!, ¿qué son diez minutos comparados con la eternidad? Ella se inclinaba hacia él, le frotaba la mejilla con su melena y él se echaba hacia atrás, agraviado. «No soy un neurótico, soy preciso, ordenado. Cuando vuelvo a casa, me gusta que mi mujer me sirva un whisky con tres cubitos en el fondo del vaso, y mis hijos me cuenten su jornada. Es mi hora con ellos y espero aprovecharla. Después, cenamos y a las nueve, ya están acostados. Si el mundo va tan mal hoy en día, es porque ya no existe el orden. Yo quiero poner orden en el mundo». La primera vez que había declamado ese largo alegato, ella le había mirado, divertida, pero pronto se dio cuenta de que no bromeaba.

Él la esperaba, sentado sobre un amplio sillón de cuero rojo, al fondo del bar. Los brazos cruzados. Ella se sentó a su lado y le sonrió tiernamente.

– ¿Ya están hechas las maletas? -preguntó ella, jovial.

– Sí. No queda más que la mía, pero la haré esta noche, cuando llegue a casa.

Le preguntó qué quería beber, y ella respondió, distraída, una copita. ¿Para qué quería una maleta, si no iba más que a llevarlos?

– Pero -prosiguió ella con una sonrisa un poco crispada- usted no necesita una maleta puesto que no se queda.

– Sí, paso quince días en familia…

– ¡Quince días! -exclamó Iris-, pero me había dicho…

– Yo no le había dicho nada, querida. Es usted la que lo ha interpretado.

– ¡Es falso! ¡Miente! Me había dicho que…

– Yo no miento. Le había dicho que volvía antes que ellos, pero no que iba y volvía…

Ella se esforzó en ocultar su decepción, intentó dominar el temblor de su voz, pero la decepción era demasiado fuerte. Se bebió la copa de champán de golpe y pidió otra.

– Bebe usted demasiado, Iris…

– Hago lo que quiero -farfulló ella, furiosa-. ¡Me ha mentido usted!

– ¡Yo no he mentido, ha sido usted quien ha fabulado!

Apareció un destello de cólera en sus ojos, y la miró fijamente con furor. Ella se sintió como el niño que ha hecho algo muy malo y es castigado.

– ¡Sí! ¡Es usted un mentiroso! ¡Un mentiroso! -gritó, fuera de sí.

El camarero que recogía la mesa vecina les lanzó una mirada de sorpresa. Ella había roto la tranquilidad aterciopelada del lugar.

– Me había prometido…

– Yo no le prometí nada. Ahora bien, si quiere pensar así, es usted muy libre. No volveré a entrar en esta estúpida polémica.

Su voz era cortante, dura. Como si ya se hubiese refugiado en su isla. Iris tomó la copa que el camarero acababa de traer y hundió su nariz en el cristal.

– ¿Y yo qué voy a hacer, entonces?

Le preguntaba a él, pero, de hecho, se estaba hablando a sí misma. Yo que he esperado este mes de agosto con tanta impaciencia, que había imaginado noches de amor, de besos, de cenas en terraza. Una luna de miel antes de la auténtica, la oficial. Creyó que estaba muy decidida esa luna de miel. Calló y esperó a que él hablara. El la miraba con una mueca de ligero desprecio.

– Es usted una niña, una niña mimada…

Ella estuvo a punto de responderle, tengo cuarenta y siete años y medio, y arrugas en el escote. Pero se contuvo a tiempo.

– Me esperará usted, ¿verdad? -ordenó él.

Ella suspiró, sí, y vació su copa. ¿Acaso tenía elección?

* * *

Marcel se había llevado a Josiane lejos a pasar la convalecencia. Había elegido, en un rutilante catálogo, un hermoso hotel en una bonita estación balnearia de Túnez y descansaba sobre la arena, bajo una sombrilla. Tenía miedo del sol y, mientras Josiane se exponía, él rumiaba a la sombra. A su lado, cubierto de protección total y de un sombrero amarillo limón, Júnior observaba el mar. Intentaba comprender el misterio de las olas y las mareas, de la atracción de la luna y del sol. A él tampoco le gustaban los rayos ardientes, y prefería quedarse al abrigo. En cuanto el sol bajaba, avanzaba hasta el borde del mar y se tiraba al agua a la velocidad de una bala de cañón. Giraba sobre sí mismo y extendía los brazos, lanzando agua como las ruedas de un molino enloquecido, y después volvía a tumbarse sobre la toalla resoplando como una ballena.

Josiane le observaba, emocionada.

– Me gusta verle en el agua… Al menos cuando se baña, parece un niño de su edad. Porque si no… no dejo de hacerme preguntas. Este niño no es normal, Marcel, ¡este niño simplemente no es normal!