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Sonó su móvil. Un mensaje de texto. Lo leyó. ¡Luca!

Lo sabe usted, Joséphine, lo sabe, ¿verdad?

No respondió. Lo sé, pero me da completamente igual. Estoy con Du Guesclin, bien abrigada bajo un techo hecho jirones, dentro de una bonita manta de lana rosa que me hace cosquillas en la nariz.

– ¿Sabes?, el único problema del mundo actual es que hablamos con nuestros perros… No es normal. Te quiero mucho, mucho, pero no reemplazas a Philippe…

Du Guesclin gimió como si estuviese afligido.

Sonó el móvil, un nuevo mensaje de Luca.

¿No me responde?

No respondía. Pronto se quedaría sin batería, no quería gastar sus últimas municiones con Luca Giambelli. O más bien Vittorio.

Había encontrado en un estante una vieja edición de La prima Bette de Balzac, lo había abierto y lo había olido. El libro olía a sacristía, a tela piadosa y a papel enmohecido. Leería La prima Bette a la luz de una vela, por la noche. En voz alta. Se enrolló en la manta, acercó la vela, una hermosa vela roja que se consumía sin gotear y comenzó:

– «¿Dónde anida la pasión? A mediados de julio del año 1838, uno de esos coches recientemente puestos en circulación en las plazas de París llamados milords marchaba, por la calle de la Universidad, llevando a un hombre grueso de talla mediana, con uniforme de la guardia nacional. Entre esos muchos parisinos acusados de ser tan espirituales, se encuentran los que se creen infinitamente mejor vestidos de uniforme que con sus hábitos ordinarios, y que suponen en las mujeres gustos bastante depravados, para imaginar que se sentirán favorablemente impresionadas por el aspecto de una boina con crin o por el arnés militar…». Ya ves, Du Guesclin, ahí reside el arte de Balzac, ¡nos describe la ropa de un hombre y entramos en su alma! ¡Detalles, más detalles! Pero para recopilar detalles, hay que invertir tiempo, saber perderlo, dejar que pase para poder dar con una palabra, una imagen, una idea. Ya no se escribe como Balzac hoy en día, porque ya no se pierde el tiempo. Se dice «huele bien», «hace bueno», «hace frío», «va bien vestido», sin buscar las palabras que se adaptarían como guantes y que mostrarían indirectamente que hace bueno, que huele bien, y que un hombre es apuesto.

Dejó el libro y reflexionó. Quizás debí hablar de Luca con Garibaldi. Lo hubiera añadido a su lista de sospechosos. Me equivoqué. ¡Me puse en contra suya y evité informarle del más amenazador de todos! Subió la manta, juntó los largos pelos de mohair rosa en un mechón recto y retomó el libro. La interrumpió una nueva llamada. Un tercer mensaje.

Sé dónde está usted, Joséphine. Respóndame.

Su corazón empezó a latir con fuerza. ¿Y si fuera verdad?

Intentó llamar a Iris. En vano. Debía de estar cenando con el hermoso Hervé. Verificó que todas las puertas estaban cerradas. Las ventanas, los grandes ventanales acristalados con vidrio grueso, y con certificados antichoque. Pero ¿y si entraba por el tejado? Hay aberturas por todos lados. Basta con escalar la fachada y colarse por un balcón. Voy a apagar la vela. No sabrá que estoy aquí. Sí pero… verá el coche aplastado bajo el árbol.

Y después siguió un ametrallamiento de mensajes. «Estoy de camino, ya llego», «Responda, ¡está usted volviéndome loco!», «Esto no terminará así», «Me acerco y ya no se hará la lista». «¡Zorra! ¡Zorra!», «Estoy en Touques». ¡En Touques! Lanzó una mirada alarmada a Du Guesclin, que no se movía. Con la cabeza apoyada en las patas, esperaba a que ella retomara su lectura o abriese un nuevo bote de helado. Corrió hasta la ventana para escrutar el parque en la noche. Ha debido de enterarse por la portera de que estaba aquí, ella se lo ha contado, él tiene miedo de que manifieste a toda la universidad francesa que él es ese hombre ridículo que se muestra en slip en los carteles publicitarios. O sabe que he ido a ver a Garibaldi…

Voy a llamar a Garibaldi…

Sólo tengo el número de su despacho…

Intentó llamar de nuevo a Iris. Escuchó el contestador.

Una nueva señal, un nuevo mensaje.

El parque es hermoso, el mar tan cercano. Vaya hasta la ventana, me verá usted. Prepárese.

Se acercó a la ventana, se apoyó temblando en el borde, echó un vistazo fuera. La noche era tan negra que sólo veía sombras gigantes que se movían, animadas por el viento. Arboles balanceando, ramas que se rompen, una borrasca que arrancaba las hojas que caían en remolinos… Todas habían sido apuñaladas. En el corazón. Una mano que te rodea el cuello, aprieta, aprieta, te mantiene inmovilizada y la otra que hunde el cuchillo. La noche que fui agredida, él quería hablarme, «tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». Quería confesarse, pero no tuvo el valor, prefirió eliminarme. Me dio por muerta. No volvió a llamarme durante dos días. Yo le había dejado tres mensajes en el móvil. Él no respondía.

Y su indiferencia cuando se encontraron al borde del lago. Su frialdad cuando le conté la agresión. Se preguntaba simplemente cómo había podido escapar… Es la única cosa que le preocupaba. ¡Eso no se sostiene! ¿La señora Berthier, esa Bassonnière, la camarera? Ellas no le conocían. ¿Y tú qué sabes? ¿Qué sabes de su vida? La Bassonnière sabía más que tú.

Temblaba tanto que no conseguía alejarse de la ventana. Va a entrar, va a matarme, Iris no responde, Garibaldi no sabe nada, Philippe ríe en un pub con Dottie Doolittle, voy a morir sola. Mis niñas, mis niñas…

Gruesas lágrimas cayeron sobre sus mejillas. Se las secó con el dorso de la mano. Du Guesclin enderezó la oreja. ¿Había oído algo? Se puso a ladrar.

– ¡Cállate, cállate! ¡Va a saber que estamos aquí!

Ladraba cada vez más fuerte, giraba en el salón, se incorporó frente a la ventana y posó sus patas contra el cristal.

– ¡Para! Nos va a ver…

Se arriesgó a mirar fuera, percibió un coche que avanzaba por el camino, los faros encendidos. Eso produjo el efecto de un proyector de luz sobre la habitación y ella se agachó en el suelo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Papá, protégeme, protégeme, no quiero sufrir, haz que me mate enseguida, haz que no me duela, tengo miedo, ¡ay! Tengo miedo…

Du Guesclin ladraba, resoplaba, se golpeaba en la oscuridad con los muebles del salón. Joséphine encontró el valor para levantarse y buscó un lugar donde esconderse. Pensó en el lavadero. La puerta era gruesa, y tenía cerradura. ¡Ojalá me quede algo de batería! Voy a llamar a Hortense. Ella sabrá qué hacer. Nunca pierde la calma, ella me dirá, mamá, no te preocupes, yo me ocupo de todo, yo llamo a la policía, lo principal, en estos casos, es sobre todo no demostrar que tienes miedo, intentar esconderte y si no lo consigues, hablarle, distraerle, háblale con calma, mantenle ocupado, mientras llega la policía… Iba a llamar a Hortense.