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Tenía que hablar alto para que él la oyese.

– ¡No nos va a hacer nada! ¡Deja de tener miedo!

Volvió hacia la puerta, dio unos golpes de hombro contra la madera que no cedió. Volvió a la ventana.

– Ya ves, ni siquiera habría podido entrar.

– Sí. ¡Pasando por el tejado!

– ¿En plena noche? ¡Se habría caído! Habría tenido que esperar a que se hiciese de día, y tú habrías tenido tiempo de llamar a la policía.

– ¡No me queda batería!

Ella escuchó cómo se dejaba caer contra la puerta.

– Voy a tener que pasar la noche fuera…

– ¡Oh, no! -gimió Joséphine.

Se sentó, ella también, contra la pesada hoja de la puerta. Rascó con la punta de un dedo como si quisiera hacer un agujero. Rascó, rascó.

– ¿Philippe? ¿Estás ahí?

– ¡Me voy a oxidar si paso la noche fuera!

– Las habitaciones están inundadas y casi no hay techo. Duermo en el salón sobre el sofá grande, con Du Guesclin…

– ¿Es una armadura?

– Es mi guardián.

– ¡Hola Du Guesclin!

– Es un perro.

– Ah…

Debió de cambiar de posición, porque oyó cómo se removía detrás de la puerta. Lo imaginó, las piernas plegadas bajo el mentón, los brazos alrededor de las rodillas, el cuello levantado. La lluvia había cesado. Ya no escuchaba el viento que silbaba entre los árboles un cántico imperioso y agudo con dos notas amenazantes.

– ¿Ves? No viene -dijo Philippe al cabo de un momento.

– ¡No me he inventado los mensajes! Te los mostraré…

– Hace eso para ponerte nerviosa. Está molesto o furioso porque le has abandonado, y se venga.

– Está loco, te digo. Un loco peligroso… ¡Cuando pienso que no le dije nada a Garibaldi! ¡Denuncié a Antoine y a él, le protegí! ¡Qué tonta soy, pero qué tonta soy!

– Que no… Te alarmas por nada. E incluso si viene, se encontrará conmigo y eso le calmará. Pero no vendrá, estoy seguro…

Ella le escuchaba y sentía cómo se llenaba de paz. Apoyó su cabeza contra el batiente de la puerta y respiró suavemente. Él estaba allí, justo detrás. Ella ya no tenía miedo de nada. Había venido, solo. Sin Dottie Doolittle.

– ¿Jo?

Hizo una pausa y añadió:

– ¿Estás enfadada conmigo?

– ¿Por qué no me llamabas? -dijo Joséphine, al borde de las lágrimas.

– Porque soy un idiota…

– ¿Sabes?, me da igual que tengas otras chicas. No tienes más que decírmelo. Nadie es perfecto.

– No tengo otras chicas. Me he enredado en mis emociones.

– No hay nada peor que el silencio -murmuró Joséphine-. Nos imaginamos de todo y todo se vuelve amenazador. No sabemos a qué agarrarnos, ni siquiera a un pequeño fragmento de realidad para indignarnos. Odio el silencio.

– A veces es tan práctico…

Joséphine suspiró.

– Acabas de hablar… ¿Ves?, no es complicado.

– ¡Eso es porque estás detrás de la puerta!

Ella se echó a reír. Una risa que se llevó el pánico. Él estaba allí, Luca no se acercaría. Vería el coche de Philippe aparcado delante de la puerta. El suyo, aplastado debajo del árbol, y sabría que no estaba sola.

– Philippe… ¡Tengo ganas de besarte!

– Vamos a tener que esperar. La puerta no parece estar de acuerdo. Y además… No soy un hombre fácil. Me gusta hacerme desear.

– Lo sé.

– ¿Llevas aquí mucho tiempo?

– Va a hacer tres días… creo. Ya no lo sé…

– ¿Y llueve así desde hace tres días?

– Sí. Sin parar. He intentado localizar a Fauvet, pero…

– Me ha llamado. Viene mañana con sus obreros…

– ¿Te ha llamado a Irlanda?

– Había vuelto de Irlanda. Cuando llegué al campo para llevarme a Zoé y a Alexandre, me dijeron que querían prolongar la estancia. Volví a Londres…

– ¿Solo? -preguntó Joséphine volviendo a rascar la puerta.

– Solo.

– Lo prefiero así. Digo que me da igual, pero no me da realmente igual… Lo que no quiero es perderte.

– Ya no me perderás…

– ¿Puedes repetirlo?

– Ya no me perderás, Jo.

– Incluso llegué a creer que te habías vuelto a enamorar de Iris…

– No -dijo Philippe tristemente-. Con Iris se acabó, y se acabó del todo. Comí en Londres con su pretendiente. Me pidió su mano…

– ¿Lefloc-Pignel? ¿Estaba en Londres?

– No. Mi socio. Quiere casarse con ella… ¿Por qué Lefloc-Pignel?

– No debería decírtelo, pero me parece que está muy enamorada de él. En este momento, viven el amor perfecto en París.

– ¡Iris con Lefloc-Pignel! ¡Pero si está extremadamente casado!

– Lo sé… Y sin embargo, según Iris, se aman…

– Me sorprenderá siempre. Nada se le resiste…

– Lo deseó desde que le vio.

– Nunca hubiese creído que dejaría a su mujer.

– Eso aún no ha pasado…

Quiso preguntarle si sentía pena, pero se calló. No tenía ganas de hablar de su hermana. No tenía ganas de que viniese a inmiscuirse entre ellos. Esperó a que él retomase el diálogo.

– Eres fuerte, Jo. Mucho más fuerte que yo. Creo que por eso tuve miedo y permanecí en silencio…

– ¡Oh, Philippe! ¡Soy todo menos fuerte!

– Sí que lo eres. No lo sabes, pero lo eres… Has pasado por muchas más cosas que yo, y todas esas cosas te han fortalecido.

Joséphine protestó. Philippe la interrumpió:

– Joséphine, quería decirte… Quizás llegue un día en el que yo no estaré a la altura, y ese día tendrás que esperarme… Esperar a que termine de crecer. ¡Llevo tanto retraso!

Pasaron la noche hablando. Cada uno a un lado de la puerta.

* * *

Fauvet llegó por la mañana y liberó a Joséphine, que se contuvo para no saltar en los brazos de Philippe. Se acurrucó contra la manga de su chaqueta y se frotó la mejilla con ella.

Llamó a Garibaldi. Le relató el acoso del que había sido víctima, del contenido de los mensajes.

– He sentido miedo de verdad, ¿sabe?

– Y debo decirle que con razón -respondió Garibaldi con una cierta empatía en su voz-. Sola, en una gran casa aislada, con un hombre que la persigue…

Voy a caer otra vez en la trampa, pensó Joséphine, pero esta vez decidió hablar. Contó la indiferencia de Luca, su doble personalidad, sus crisis de violencia.

Él no dijo nada. Iba a colgar cuando pensó que quizás debía darle el nombre de su portera.

– Ya la hemos visto y ya lo sabemos todo -respondió Garibaldi.

– ¿Ya había investigado sobre él? -preguntó Joséphine.

– Fin de la conversación, señora Cortès.

– Quiere usted decir que sabe quién es el asesino…

Había colgado. Ella volvió, pensativa, hasta Philippe y el señor Fauvet que inspeccionaban el tejado y realizaban la lista de reparaciones a realizar.

Cuando Philippe volvió a su lado ella murmuró:

– Creo que han detenido al asesino…

– ¿Por eso no vino? Le arrestaron a tiempo…

Pasó un brazo sobre sus hombros y le dijo que debería olvidar. Añadió que tendría que avisar a su seguro por lo del coche.

– ¿Tienes un buen seguro?

– Sí. Pero ésa es la menor de mis preocupaciones. Percibo el peligro por todas partes… ¿y si no le detuvieron a tiempo? ¿Y si nos persigue? Es peligroso, ¿sabes?…

Fueron hasta Étretat. Se encerraron en un hotel. Sólo salieron de la habitación para comer pasteles y beber té. A veces, en medio de una frase, Joséphine pensaba en Luca. En todos los misterios de su vida, en sus silencios, en la distancia que había mantenido siempre entre ambos. Ella había creído que lo hacía por amor. Y no era más que locura. ¡No! Se corrigió, una noche, estuvo a punto de hablarme, de confesármelo todo y yo hubiera podido ayudarle. Sintió un escalofrío. ¡Me he acostado con un asesino! Se despertaba sudando, se incorporaba en la cama. Philippe la calmaba diciéndole con dulzura: «Estoy aquí, estoy aquí». Ella volvía a dormirse entre lágrimas.