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Una mujer rubia, de cierta edad, caminaba hacia ellos. Llevaba sombrero, guantes y un traje sastre bien cortado.

– ¿La conoces? -preguntó Philippe entre sus labios.

– No. ¿Por qué?

– Porque me parece que va a hablarnos…

Se incorporaron y la mujer llegó ante ellos. Parecía muy digna. Su rostro arrugado revelaba noches en vela y las comisuras de su boca caían como hilillos tristes.

– ¿Señora Cortès? ¿Señor Dupin? Soy la señora Mangeain-Dupuy, la madre de Isabelle…

Philippe y Joséphine se levantaron. Ella les hizo seña de que no era necesario.

– He leído la esquela en Le Monde y quería decirles…, en fin, no sé cómo… Es un poco delicado… Quería decirles que la muerte de su hermana, señora, la de su mujer, caballero, no ha sido inútil. Ha liberado a una familia… ¿Puedo sentarme? Ya no soy una jovencita y estos acontecimientos me han agotado…

Philippe y Joséphine se echaron a un lado. Ella se sentó sobre el banco y ellos se colocaron a su lado. Ella posó sus manos enguantadas sobre su bolso. Levantó el mentón y, mirando fijamente al recuadro de césped que tenía delante, comenzó lo que debía ser una larga confesión, que Joséphine y Philippe escucharon sin interrumpirla, pues el esfuerzo que hacía esa mujer para hablar les parecía inmenso.

– Mi visita debe de parecerles descabellada, mi marido no quería que viniese, cree que mi presencia está fuera de lugar, pero me parece que es mi deber de madre y abuela realizar este acto…

Había abierto su bolso. Sacó de él una foto, la misma que Joséphine había visto en la pared del dormitorio de los Lefloc-Pigneclass="underline" la foto de la boda de Hervé Lefloc-Pignel y de Isabelle Mangeain-Dupuy. La secó con el dorso de la mano enguantada y empezó a hablar.

– Mi hija, Isabelle, conoció a Hervé Lefloc-Pignel en el baile de la X, en la Ópera. Tenía dieciocho años, él veinticuatro. Ella era bonita, inocente, acababa de aprobar el bachillerato y no se creía ni hermosa ni inteligente. Tenía un terrible complejo de inferioridad frente a sus dos hermanas mayores que habían realizado brillantes estudios. Enseguida se enamoró muchísimo de él y, también enseguida, quiso casarse. Cuando nos lo contó, la pusimos en guardia. Voy a ser franca, no veíamos esa unión con buenos ojos. No precisamente por culpa de los orígenes de Hervé, no se equivoquen, sino porque nos parecía oscuro, difícil, extremadamente susceptible. Isabelle no quiso escucharnos y hubo que consentir esa unión. La víspera de la boda, su padre le suplicó por última vez que renunciara. Entonces ella le dijo a la cara que, aunque él tenía miedo de que hiciese un mal casamiento, a ella le importaba un bledo si él hubiera nacido en una chabola o en un palacio. Esas fueron sus palabras exactas… No insistimos más. Aprendimos a disimular nuestros sentimientos y le acogimos como nuestro yerno. El hombre era brillante, es verdad. Difícil, pero brillante. En un momento dado supo sacar el banco familiar de un terrible aprieto y a partir de ese día, lo tratamos como a un igual. Mi marido le ofreció la presidencia del banco y mucho dinero. Se relajó, parecía feliz, sus relaciones con nosotros fueron más fluidas, Isabelle resplandecía. Estaba encinta de su primer hijo. Parecían muy enamorados. Fue una época bendita. Nos arrepentimos de haber sido tan… conservadores, tan desconfiados con él. Hablábamos a menudo cuando estábamos solos, mi marido y yo, de ese giro de la situación. Y después…

Se interrumpió, emocionada, y su voz se puso a temblar.

– … Nació el pequeño Romain. Era un bebé muy hermoso. Se parecía terriblemente a su padre, que estaba loco por él. Y… ocurrió el drama que ustedes seguramente conocen… Isabelle había dejado la silla de bebé de Romain sobre la calzada de un aparcamiento subterráneo, el tiempo justo para guardar unas compras… Fue un drama horrible. Fue el padre el que recogió al pequeño Romain y le llevó al hospital. Era demasiado tarde. De la noche a la mañana, cambió. Se encerró en sí mismo. Tenía terribles ataques de cólera. Casi no venía a vernos. Mi hija, a veces. Pero cada vez menos… Nos decía simplemente que él pensaba que estaba «maldito», que la pesadilla volvía a empezar, pero la pesadilla, fue ella la que acabó sufriéndola. Creo que se sintió terriblemente culpable, que se creyó responsable de la muerte del pequeño Romain, y que nunca se lo perdonó. Había sido educada en la fe cristiana y pensaba que debía expiar su falta. Vimos cómo se apagaba poco a poco. Sospecho que tomaba calmantes, que abusaba de ellos, vivía en una especie de terror permanente. El nacimiento de sus otros hijos no cambió nada. Un día, ella pidió ver a su padre, le dijo que quería marcharse, que su vida se había convertido en un calvario. Le contó la historia de los colores, lunes verde, martes blanco, miércoles rojo, jueves amarillo, la estricta observación de las consignas que él había dictado. Añadió que podía soportarlo todo, pero no quería que aquella infelicidad cayera sobre sus hijos. Cuando Gaétan, para rebelarse, se puso un jersey escocés -un jersey que debió de pedir prestado a un amigo-, fue atrozmente castigado y la familia entera con él. Isabelle estaba prácticamente agotada. Temía continuamente algún incidente, vivía al borde del ataque de nervios, temblaba ante la menor pequeñez. Mi marido, ese día, le dio una respuesta de la que después se arrepintió. Le dijo: «Tú lo quisiste y lo tuviste, te habíamos avisado», y peor aún, intentó hablar con Hervé: «Isabelle quiere dejarle, ¡ya no puede más! ¡Domínese!». Creo que esas palabras fueron dinamita. Se sintió rechazado por su mujer, debió de pensar que iba a perder a sus hijos; creo que a partir de ese día se volvió realmente loco. En el banco nadie se daba cuenta de nada. Seguía siendo igual de eficaz y mi marido no quería pasarse sin él. Se había jubilado y estaba contento de tener a su yerno en su puesto. Eso contentaba a todo el mundo: a mi marido, a las hermanas de Isabelle y a los otros socios que se apoyaban en él y recogían los dividendos. Se comentaban sus manías inquietantes, pero ¿quién no tiene pequeñas manías, al fin y al cabo?

Hizo una pausa, levantó un mechón del moño que sobresalía y lo volvió a poner en su sitio, alisándolo con los dedos.

– Cuando nos enteramos de lo que había pasado, evidentemente, pensé en ustedes, pero sobre todo, sobre todo me sentí liberada de un gran peso… ¡E Isabelle! Entró en mi habitación, tuvo tiempo de decirme: «¡Soy libre, mamá, soy libre!», y se derrumbó. Estaba agotada. Hoy está en manos de un psiquiatra… Los dos chicos se sintieron también aliviados. Detestaban a su padre al que sin embargo nunca denunciaron. Con Domitille va a ser más complicado. Se ha convertido en una chiquilla problemática, perturbada. Va a necesitar tiempo. Tiempo y mucho amor. Eso es lo que quería decirles, lo que quería que supiesen. Su mujer, señor, y su hermana, señora, no ha partido en vano. Ha salvado una familia.

Se levantó tan mecánicamente como se había sentado. Sacó una carta del bolso, y se la dio a Joséphine:

– Es de Gaétan, me ha encargado dársela a usted…

– ¿Qué va a hacer ahora? -murmuró Joséphine, estremecida por la larga confesión.

– Los hemos inscrito a todos en un excelente colegio privado en Rouen. Con el apellido de su madre. La directora es amiga mía. Podrán tener una educación normal sin ser el blanco de todos los cotilleos. Mi hija va a recuperar su apellido de soltera. Desea que los niños cambien también de apellido. Mi marido tiene contactos, no debería plantear problemas. Les agradezco haberme escuchado y les ruego perdonen la extrañeza de mi cometido.

Les hizo una pequeña señal con la cabeza y se alejó como había venido, pálida silueta de otro tiempo, mujer fuerte y sumisa a la vez.

– ¡Que mujer tan extraña!-susurró Philippe-. Rígida, fría y, sin embargo, atenta. La Francia de las Grandes Familias de antaño. Todo va a volver a estar en orden. En qué orden, no lo sé. Me gustaría saber en qué se convertirán sus hijos…, para ellos va a ser más complicado. El regreso al orden no bastará.