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– Philippe, no se lo digas a nadie, pero creo que vivimos en un mundo de locos…

Fue entonces cuando leyó el nombre en el sobre que le había entregado la madre de Isabelle Mangeain-Dupuy.

Era una carta de Gaétan para Zoé.

* * *

Al día siguiente, se reunieron todos en la suite del hotel Raphäel. Philippe había hecho subir unos sandwiches club, Coca Cola y una botella de vino tinto.

Hortense y Gary se rozaban, se evitaban, se atraían, se rechazaban. Hortense espiaba el móvil de Gary. Él le proponía salir, ir al cine, ella respondía: «Por qué no», pero entonces, el teléfono sonaba, el respondía, era Charlotte Bradsburry. Su voz cambiaba, Hortense se detenía en el umbral de la puerta, le lanzaba una mirada furiosa y decía que ya no quería ir al cine.

– ¡Venga! ¡Eres tonta! ¡Vamos!-decía él tras haber colgado.

– ¡Ya no tengo ganas! -decía ella, huraña.

– Yo sé por qué -sugería él, sonriendo-. ¡Estás celosa!

– ¿De ese vejestorio? ¡Jamás en la vida!

– Entonces vamos al cine… ¡Si no estás celosa!

– Estoy esperando una llamada de Nicholas… y después, ya veré.

– ¿De ese pingüino?

– ¿Estás celoso?

Joséphine y Shirley se reían a escondidas.

Philippe propuso a Alexandre y a Zoé ir a ver la vidriera del Grand-Palais.

– ¡Yo voy! -dijo Hortense, ignorando a Gary, que atrapó la invitación al vuelo y la siguió.

– ¡Por fin solas! -exclamó Shirley cuando se marcharon-. ¿Y si pidiéramos otra botella de este excelente vino?

– ¡Vamos a coger una trompa!

Shirley descolgó el teléfono, pidió que le subiesen la misma botella y, volviéndose hasta Joséphine, añadió:

– ¡Es la única forma de hacerte hablar!

– ¿Hablar de qué?-dijo Joséphine lanzando al aire sus zapatos-. No diré nada. ¡Incluso bajo la tortura de un buen vino!

– Estás radiante… ¿Es Philippe?

Joséphine posó dos dedos sobre su boca para indicar que no diría nada.

– ¿Vais a vivir juntos el año que viene?

Ella miró a Shirley y sonrió.

– Entonces ¿vais a vivir juntos?

– Aún es muy pronto… Alexandre tiene que acostumbrarse.

– Y Zoé.

– Zoé también. Es preferible que siga una temporada a solas con ella. Iremos a Londres los fines de semana o ellos vendrán a París. Ya veremos.

– ¿Ella volverá a ver a Gaétan?

– Le llamó ayer. Le aseguró que para ella seguía siendo Gaétan, quien hacía dar saltos a su corazón, que Rouen no estaba tan lejos de París, ¡y que yo era una madre más bien enrollada!

– No se equivoca. ¿Y él?

– Lo de él es menos color de rosa. Tiene mucho miedo de parecerse a su padre y volverse loco. No duerme, tiene pesadillas terribles. Su abuela le ha mandado al psicólogo…

– Pues el psicólogo va a tener que encargarse de toda la familia…

Llamaron a la puerta y un camarero trajo la botella de vino. Shirley sirvió un vaso a Joséphine, brindaron.

– Por nuestra amistad, my friend, dijo Shirley. ¡Que siga siendo siempre bella y tierna y dulce y fuerte!

Joséphine iba responder cuando sonó el teléfono. Era el inspector Garibaldi, Le informaba de que podía volver a su piso.

– ¿Ha encontrado usted algo?

– Sí. Un diario que escribía su hermana…

– ¿Puedo leerlo? Me gustaría comprender.

– Lo he mandado esta mañana al hotel, le pertenece. Ella había pasado a otro mundo… Lo comprenderá leyéndolo.

Joséphine llamó a recepción. Enseguida le subieron un sobre.

– ¿Te molesta si lo leo ahora?-dijo a Shirley-. No voy a poder esperar. Me gustaría tanto comprender…

Shirley hizo la seña de que esperaría en la habitación vecina.

– No. Quédate conmigo…

Joséphine abrió el sobre, sacó una treintena de hojas y se hundió en ellas. A medida que leía, palidecía.

Tendió las hojas a Shirley, en silencio.

– ¿Puedo? -preguntó Shirley.

Joséphine asintió y corrió al cuarto de baño.

Cuando volvió, Shirley había terminado y miraba fijamente al vacío. Joséphine fue a sentarse a su lado y posó la cabeza sobre su hombro.

– ¡Es horrible! Cómo ha podido…

– Yo sé exactamente lo que ha sentido. Yo he conocido ese estado.

– ¿Con el hombre de negro?

Shirley asintió. Permanecieron silenciosas, pasando y repasando las hojas, estudiando la elegante letra de Iris que, al final no era más que una serie de borrones sobre la hoja en blanco.

– Parecen borrones de colegial -dijo Joséphine.

– Es exactamente eso -dijo Shirley-. El la redujo a un borrón y la infantilizó. Hay que tener una fuerza terrible para escapar a esa locura…

– ¡Pero hay que estar loco para entrar en ella!

Shirley dirigió hacia ella un rostro marcado por una nostalgia extraña.

– Entonces yo también estuve loca…

– ¡Pero tú has salido! ¡No te quedaste con ese hombre!

– ¡A qué precio! ¡Pero a qué precio! Y todavía lucho todos los días para no volver a caer. ¡Ya no puedo dormir con un hombre sin morirme de aburrimiento de lo soso que me parece! Es una adicción, como la droga, el alcohol o el tabaco. No puedes prescindir de ello. Todavía sueño con ello. Sueño con esa dependencia total, con esa pérdida de conciencia de uno mismo, con esa voluptuosidad extraña hecha de espera, de dolor y de alegría, la sensación de cruzar cada vez la frontera… De llevar los límites hasta un peligro mortal. Ella caminó hacia su muerte, pero puedo asegurarte que caminó feliz, ¡feliz como ella no lo había sido antes!

– ¡Estás loca! -gritó Joséphine separándose de su amiga.

– Me salvó Gary. El amor que sentía por Gary. Fue él quien me permitió salir del hoyo… Iris no era una madre.

– ¡Pero tú eres normal! ¡Dime que eres normal! ¡Dime que no estoy rodeada de locos! -gritó Joséphine.

Shirley dejó caer una mirada extraña en la mirada enloquecida de pronto de Joséphine y murmuró:

– ¿Quién es «normal», Jo? ¿Quién no lo es? Who knows? ¿Y quién decide la norma?

* * *

Joséphine se puso sus zapatillas de jogging y llamó a Du Guesclin. Estaba acostado delante de la radio y escuchaba TSF Jazz moviendo el trasero. Era su emisora de radio favorita. Se pasaba horas escuchándola. En las pausas publicitarias, partía a olisquear su escudilla o a echarse a los pies de Joséphine, ofreciéndole su vientre para que se lo rascara. Después volvía. Cuando una trompeta desafinaba en los agudos, se ponía las patas sobre las orejas y balanceaba la cabeza dolorosamente.

– ¡Venga, Du Guesclin, nos vamos!

Tenía que moverse. Tenía que ir a correr. Presionarse, forzar su cuerpo, el rodillo de dolor que la aplastaba. No quería arriesgarse a morir de nuevo. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo me puede doler tanto cada vez? No me curaré nunca, nunca.

¡Menos mal que estás aquí, tú! Con tu cara de bandido herido, murmuró a Du Guesclin. Cuando la gente se acercaba a ella y preguntaba con tono de sorpresa: «¿Es su perro?», queriendo decir: «¿Lo ha elegido usted tan negro, tan pesado, tan feo?», ella se rebelaba y decía: «¡Es MI perro y no quiero otro!». Aunque no tenga cola, tenga una oreja rota, un ojo seco, tenga calvas en algunos sitios, esté cosido a cicatrices, tenga el cuello grueso y la cabeza hundida en los hombros. No conozco otro más hermoso. Du Guesclin se pavoneaba, orgulloso de haber sido defendido con tanta determinación, y Joséphine decía: «Ven, Du Guesclin, esa gente no tiene ni idea».

Debe ser siempre así cuando se ama. Sin condiciones. Sin juzgar. Sin establecer criterios, preferencias.