Выбрать главу

Yo no era lo bastante buena, ¿verdad? Nunca soy lo bastante buena. No lo bastante, no lo bastante, no lo bastante… Esa cantinela me ha amargado mi infancia, me ha amargado mi vida de mujer y se prepara a sabotear mi amor.

Poco después de la muerte de Iris, había llamado a Henriette. Le había pedido si era posible encontrar fotos de Iris y ella cuando eran niñas. Quería enmarcarlas. Henriette había respondido que sus fotos estaban en el trastero, que no tenía tiempo de ir a buscarlas y ordenarlas.

– Y de hecho, Joséphine, creo que es preferible que no me llames más. Ya no tengo hija. Tenía una y la he perdido.

– Y la rompiente de olas la había aplastado, se la había llevado, la había lanzado a alta mar, hacia una muerte segura. Desde entonces, todo estaba borroso. Perdía pie. Nada ni nadie podía salvarla. Sólo podía contar con ella, con sus fuerzas para poder salvarse.

Esa mujer, su madre, tenía la capacidad absoluta de matarla cada vez. Tener una madre que no te quiere no tiene cura. Te crea un agujero en el corazón y hace falta muchísimo amor para llenarlo. Nunca estás satisfecho, siempre dudas de ti mismo, te dices que no eres agradable, que no vales un pimiento.

Quizás Iris sufría también ese mal… Quizás fue por esa razón por la que corrió hacia esa locura de amor. Lo aceptó todo, lo sufrió todo, él me quiere, decía, ¡me quiere! Creía haber encontrado un amor que llenaba el pozo sin fondo.

– yo, Du Guesclin, ¿qué quiero yo? Ya no lo sé. Sé del amor de mis hijas. El día de la cremación estábamos unidas, con las manos entrelazadas, y es la primera vez que sentí que las tres éramos una. Me gustó esa operación aritmética. Ahora, tengo que aprender a amar a un hombre.

Philippe se había marchado y ahora le tocaba ser la silenciosa. Al partir había dicho: «Te esperaré, Joséphine, ¡tengo todo el tiempo del mundo!», y la había besado suavemente, apartando los mechones de su pelo, como si apartara los mechones de una ahogada.

«Te esperaré…».

Ya no sabía si sabía nadar.

Du Guesclin vio sus zapatillas de jogging y ladró. Ella sonrió. Él se levantó con la gracia de una foca tumbada en un banco de hielo.

– ¡Estás realmente gordo, eh! ¡Tienes que moverte un poco!

Dos meses sin correr, no es extraño que empiece a acumular grasa, parecía decir estirándose.

En la planta de los Van den Brock, se cruzaron con la señora de una agencia que enseñaba el piso. «A mí no me gustaría instalarme en el piso de un asesino, declaró Joséphine a Du Guesclin, ¡quizás no les han dicho nada!». Al dragar el estanque del bosque de Compiégne, los hombres rana habían encontrado tres cuerpos de mujer en bolsas de basura lastradas con piedras. El inspector Garibaldi le había informado de que había dos tipos de víctimas: las que abandonaban en la vía pública y las que tenían derecho a un «tratamiento especial». Como Iris. Estas últimas, en su mayoría, eran «preparadas» por Lefloc-Pignel que las «ofrecía» después a Van den Brock, según un ritual de purificación ideado por los dos hombres. Van den Brock esperaba en prisión que le juzgaran. La instrucción estaba abierta. Había tenido lugar la confrontación con el agricultor y la recepcionista del hotel quienes, ambos, le habían reconocido. Él continuaba negándolo, diciendo que sólo había sido un testigo y que no había podido impedir la locura asesina de su amigo. La noche del crimen había burlado la vigilancia del policía encargado de seguirle, y había entrado en un coche de alquiler que había aparcado a quinientos metros de su casa. ¡Si a eso no se le llama premeditación!, se indignó Joséphine. Además, había dejado su propio coche, a la vista, delante de su casa. El policía no había visto nada. El juicio tendría lugar en dos o tres años. Entonces habría que revivir la pesadilla…

* * *

Era otoño y las hojas adquirían un tono dorado. ¡Un año ya! Un año que doy vueltas alrededor de este lago. Hace un año, iba a ver a Iris a la clínica y deliraba, acusándome de haberle robado su libro, a su marido y a su hijo. Sacudió la cabeza para librarse de esa idea, afín con el color negro de los troncos de los árboles desnudos por los primeros fríos. Un año también desde que creí percibir a Antoine en el metro. Era un sosia. Y también hace un año, daba vueltas alrededor del lago temblando al lado de Luca, el indiferente. Empezó a llover y Joséphine aceleró el paso.

– ¡Ven, Du Guesclin! Vamos a jugar a pasar a través de las gotas…

Hundió la cabeza entre los hombros, bajó los ojos para estar pendiente de que los pies no derraparan sobre un pedazo de madera, y no se dio cuenta de que Du Guesclin ya no la seguía. Continuó corriendo, los codos pegados, forzando el cuerpo, forzando los brazos y las piernas para luchar contra las olas, forzando su corazón a tener más músculo y a ser más fuerte.

Marcel le enviaba flores cada semana con una notita, «aguanta, Jo, aguanta, estamos aquí y te queremos…». Marcel, Josiane, Júnior, ¿una familia nueva que no da puñaladas en el corazón?

Cuando se detuvo, buscó a Du Guesclin con la mirada y lo vio muy lejos, detrás de ella, sentado, el hocico apuntando al horizonte.

– ¡Du Guesclin! ¡Du Guesclin! ¡Vamos! ¡Ven! ¿Qué haces?

Dio palmadas, silbó El puente sobre el río Kwai, su canción favorita, golpeó con el pie, repitiendo Du Guesclin, Du Guesclin, a cada golpe de talón en el suelo. No se movía. Volvió atrás, se arrodilló cerca de él y le dijo al oído:

– ¿Estás enfermo? ¿Estás enfadado?

Él miraba a lo lejos y sus fosas nasales se movían con ese ligero temblor que decía «no me gusta lo que veo, no me gusta lo que se anuncia en el horizonte». Ella estaba acostumbrada a sus estados de ánimo. Era un perro delicado que rechazaba el salchichón si no le quitaban la piel. Intentó razonar con él, le tiró del collar, le empujó. Él permanecía allí, testarudo. Entonces ella se incorporó, escrutó la orilla del lago tan lejos como llegaba su mirada y vio… al hombre que caminaba con paso militar, envuelto en bufandas. ¿Cuánto tiempo llevaba sin verle?

Du Guesclin gruñó. Sus ojos se entrecerraron en dos lanzas puntiagudas y Joséphine susurró: «¿No te gusta ése?». Él gruñó aún más fuerte.

No tuvo tiempo de interpretar la respuesta: el hombre estaba ante ellos. Ya no llevaba las bufandas alrededor del cuello y mostraba un rostro regordete, bastante afable. Había debido de abusar de un producto bronceador, porque tenía rayas naranja en el cuello. Mal repartido, mal repartido, se dijo Joséphine, pensando que estaban en noviembre y que aquello era una coquetería inútil.

– ¿Es su perro? -preguntó señalando con el dedo a Du Guesclin.

– Es mi perro y es muy guapo.

El hombre sonrió con expresión divertida.

– No es la palabra que utilizaría para describir a Tarzán.

¿Tarzán? ¡Qué nombre más ridículo para un perro de carácter noble! ¿Tarzán, el hombre en calzoncillos que salta de rama en rama, soltando gritos y comiendo plátanos? ¿Ese prototipo de buen salvaje reinterpretado por Hollywood y por las ligas de la virtud?

– No se llama Tarzán, se llama Du Guesclin.

– No. Le conozco y se llama Tarzán.

– Ven, Du Guesclin, nos largamos -ordenó Joséphine.

Du Guesclin no se movió.

– Es mi perro, señora…

– Nada de eso. Es mi perro.

– Se escapó hace unos seis meses.

Joséphine se sintió turbada. Fue en esa época cuando adoptó a Du Guesclin. No sabiendo qué más decir, dijo:

– ¡No tenía que haberle abandonado!

– No le abandoné. ¡Me lo traje del campo donde vivía la mayor parte del tiempo y huyó!

– ¡Nada prueba que es suyo! No estaba tatuado, ni tenía medalla…

– Puedo presentar testigos y todos le dirán que ese perro me pertenece. Vivió dos años en mi casa, en Montchauvet, calle del Petit-Moulin, 38… Era un buen perro guardián. Unos ladrones lo maltrataron, pero se batió como un león y no pudieron robar nada de la casa. ¡A partir de entonces le bastaba con aparecer para hacer cambiar de opinión a los más decididos!