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Joséphine sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

– ¡A usted le da igual que le desfiguraran completamente!

– Es su trabajo como perro guardián. Lo elegí por eso.

– ¿Y por qué viene usted a pasear por aquí, si vive en el campo?

– La encuentro a usted muy agresiva, señora…

Joséphine se calmó. Tenía tanto miedo de que se llevara a Du Guesclin, que estaba dispuesta a morder.

– Compréndalo -dijo con un tono más conciliador-, lo quiero tanto y estamos tan bien juntos… Yo, por ejemplo, no lo ato nunca y me sigue a todos lados. Conmigo escucha jazz, se tumba de espaldas y yo le froto el vientre, le digo que es guapo y cierra los ojos de placer, y si dejo de acariciarle o de susurrarle cumplidos, roza mi mano dulcemente para que continúe. No puede usted llevárselo, es mi amigo. He pasado momentos muy duros y él ha estado a mi lado en todo momento. Cuando lloraba, él aullaba y me daba pequeños lengüetazos, así que compréndalo, si usted se lo lleva, sería terrible para mí y no podré, no, no podré…

Y entonces la ola habría ganado…

Du Guesclin gemía para subrayar la veracidad y la sinceridad de sus argumentos, y el hombre bajó la guardia.

– Para responder a su pregunta indiscreta, señora, sepa que escribo. Letras de canciones, libretos para óperas modernas. Trabajo con un músico que tiene su estudio en la Muette y siempre que he de encontrarme con él, me concentro antes, caminando alrededor del lago. Es un ritual. No quiero que nadie me moleste. Tengo cierta notoriedad.

Le concedió un momento a Joséphine para que tuviese el placer de reconocerle. Pero como ella no manifestaba ninguna deferencia particular, prosiguió, ligeramente molesto:

– Me tapaba para no ser molestado. No traía nunca a Tarzán conmigo porque temía que me distrajera. Lo perdí en París el día que quise confiárselo a una amiga. Me iba a Nueva York para asistir a la grabación de una comedia musical en Broadway. Huyó y no tuve tiempo para buscarle. Imagínese mi sorpresa al verlo esta mañana…

– Si viaja usted mucho, está mejor conmigo…

Du Guesclin emitió un ligero jadeo que significaba que estaba de acuerdo. El hombre le miró y declaró:

– ¿Sabe lo que vamos a hacer? Yo le hablaré, usted le hablará y después nos iremos cada uno en dirección contraria y veremos a quién sigue.

Joséphine reflexionó, miró a Du Guesclin, pensó en los seis meses que acababan de pasar juntos. Valían lo mismo que los dos años que había sufrido junto al hombre abrigado, ¿no? Y además será una señal, si me elige a mí. Una señal de que soy amable, de que vale la pena acostumbrarse a mí, de que no he sido engullida por la ola.

Ella respondió que estaba de acuerdo.

El hombre se agachó cerca de Du Guesclin, le habló a media voz. Joséphine se alejó y les dio la espalda. Ella llamó a su padre, le dijo ¿estás ahí?, ¿velas por mí? Entonces haz que Du Guesclin no se convierta en Tarzán, el del plátano. Haz que otra vez atraviese la rompiente de olas, que vuelva a la orilla…

Cuando se volvió, vio que el hombre sacaba de un paquete una galletita de naranja, se la daba a oler a Du Guesclin que salivó, dejando caer dos hilos de baba transparente, después el hombre hizo una seña a Joséphine, de que era su turno para hablar con Du Guesclin.

Joséphine lo tomó en sus brazos y le dijo muy bajo: «Te quiero, gordito, te quiero con locura y yo soy mucho mejor que una galleta de naranja. Él te necesita para cuidar de su hermosa casa, de su hermosa tele, de sus hermosas obras de arte, de su hermoso césped, de su hermosa piscina, yo te necesito para que me cuides a mí. Piénsatelo bien…».

Du Guesclin seguía salivando, y continuaba mirando al hombre que agitaba el paquete en su mano para recordarle la galleta prometida.

– No está bien lo que hace -dijo Joséphine.

– ¡Cada cual sus armas!

– ¡No me gustan las suyas!

– No empiece de nuevo a insultarme, si no ¡me llevo a mi perro!

Se volvieron los dos como dos duelistas y avanzaron en direcciones opuestas. Du Guesclin permaneció sentado un largo instante, olisqueando la galleta de naranja que se alejaba, se alejaba. Joséphine no se volvió.

Apretó los puños, rezó a todas las estrellas del Cielo, a todos sus ángeles guardianes colgados del mango de la Gran Cacerola, para que empujasen a Du Guesclin hacia ella, para hacerle olvidar el delicado perfume de la galleta de naranja. Te las compraré mucho mejores yo, gruesas, planas, rellenas, crujientes, heladas, cubiertas, esponjosas, las inventaré sólo para ti. Caminaba, el corazón encogido. No debo volverme porque si no le veré partir, correr detrás de una galleta de naranja, y entonces estaré aún más triste, más desesperada.

Se volvió. Vio a Du Guesclin, que se había reunido con el compositor de melodías para Broadway. Le seguía balanceándose, parecía feliz. La había olvidado. Le miró coger la galleta con la boca, tragársela de un bocado, rascar el paquete para obtener otra.

Nunca seré una mujer amable. No puedo competir siquiera contra una galleta de naranja. Soy penosa, soy fea, soy tonta, no doy la talla, no doy la talla, no doy la talla…

Encogió los hombros y se negó a asistir durante más tiempo al festín de Tarzán, el del plátano. Retomó la marcha a paso lento. Ya no tenía ganas de correr. De rodear, ágil, el agua oscura y los plumeros de bambú. Es absolutamente necesario que descubra razones de peso por las que no me ha elegido, si no voy a ponerme demasiado triste. Si no, la ola me habrá arrastrado para siempre… Habrá ganado.

Primero, no me pertenecía, tenía otras costumbres con ese amo, y la vida está hecha de costumbres más que de libre elección. Además, seguramente tenía ganas de quedarse conmigo, pero ha ganado su sentido del deber. No lo llamé Du Guesclin porque sí. Nació para defender un territorio, es fiel a su rey. Nunca ha traicionado. Nunca se ha cambiado de chaqueta para unirse al rey de Inglaterra. Hace honor a la tradición de su noble ancestro. No he depositado mi confianza en un traidor. En fin, no he respetado la naturaleza del guerrero. Le creí amable y dulce porque tenía la nariz rosa chicle, pero a él le hubiese gustado que le tratase como a un borrachín empedernido. Iba a hacer de él un alfeñique, ¡se ha marchado a tiempo!

Luchaba contra las lágrimas. No llorar, no llorar. Otra vez agua salada, otro naufragio. ¡Basta! Piensa en Philippe, te espera, te lo ha dicho. Ese hombre no lanza mensajes al viento. Pero ¿acaso es culpa mía si me invade la bruma, si todo se descompone antes de llegar hasta mí, si estoy anestesiada? ¿Es culpa mía que una no se cure de golpe, y que tenga que dedicarme a todas horas a curar heridas de la infancia? Du Guesclin me habría ayudado, eso seguro, pero tengo que aprender a curarme sola. Sólo a ese precio se hace una realmente fuerte…

Llegaba al pequeño muelle de alquiler de barcas, cuando escuchó un galope furioso a su espalda. Se apartó para dejar pasar al demente que la atropellaría si no tenía cuidado, levantó la nariz para ver al intrépido y lanzó un grito.

Era Du Guesclin. Corría hacia ella avanzando con sus patas alocadas, desordenadas, como si se muriera de miedo de no poder alcanzarla.

En la boca llevaba el paquete de galletas de naranja.

Fin

A gradecimientos

¡De nuevo he recorrido kilómetros y kilómetros para escribir este libro! Kilómetros por carretera, por aire, en tren, pero también kilómetros en mi cabeza inventando, reflexionando, dando saltos… Una intenta atajos, tiende puentes, caminos, traza historias, se pierde, vuelve a encontrar el camino, busca la palabra justa, profundiza, descubre, acopla… Y durante ese tiempo, el mundo continúa girando y yo, perdida en mis pensamientos, me olvidaría de su modo de empleo si, a mi alrededor, no hubiese seres tiernos y atentos que me ayudan a tomar tierra suavemente.