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Así que me gustaría dar muchas, infinitas GRACIAS a los que siempre han estado allí, soportándome y rodeándome cuando escribo (¡y cuando no escribo!):

A Charlotte y a Clément, mis dos «pequeños» y grandes amores.

A Réjane y su mano en la mía, ¡siempre, siempre!

A Michel y su ojo atento, generoso, perspicaz…

A Coco, que pone patas arriba la casa con gula y animación.

A Huguette, que escruta y me protege con firmeza y ternura.

A Sylvie, que ha seguido cada etapa del manuscrito y me ha animado…

A Elisabeth ¡por todo! El siglo XII, su sonrisa, su ánimo, los paseos alrededor del lago de Annecy, las carcajadas y las plazas de aparcamiento…

A Jean-Marie, Romain, Hildegarde, Rose, Charles, George, Pierre, Simone, que veláis por mí allá, entre las estrellas…

A Fabrice, the king of the computen

A Jean-Christophe…, valioso y preciso.

A Martin y sus detalles picantes y bien documentados sobre la vida en Londres.

A Gérard por la vida londinense ¡tanto de día como de noche!

A Patricia… Y a su padre…, fuente de valiosas informaciones técnicas.

A Michel, que me ha ayudado a construir la investigación policial.

A Lydie y su humor corrosivo…

A Bruno y los CD de Glenn Gould, que han acunado mis largas horas de escritura.

A Geneviéve y el manual católico de la vida conyugal.

A Nathalie Garlón, que me abrió las puertas de su taller y me permitió seguir la elaboración de sus colecciones.

A Sarah y a sus correos llenos de alegría.

A Jean-Eric Riche y sus relatos sobre China.

A mis amigas y amigos… siempre, ¡siempre ahí!

Y a todos los lectores y lectoras cuyos correos producen descargas de miles de voltios bajo mis pies.

Y por fin, déjame decirte, Laurent, que te echo de menos, que te echo cruelmente de menos.

Te fuiste el 19 de diciembre de 2006, una noche, y la vida no tiene el mismo sabor desde entonces…

No habías cumplido los cuarenta.

Éramos amigos desde hacía diez años. Tú eras quien pasaba por casa cada día o casi, tarareando: «¡La vida es bella!, ¡la vida es bella!», cargado de libros, CD y dulces almendrados de la casa Ladurée, ayudabas a Charlotte y a Clément en sus estudios, sus proyectos, sus deseos, ibas a ver treinta veces la misma película, releías diez veces el mismo libro, elucubrabas sobre la siguiente novela, la futura obra, el proyecto grandioso que realizaríamos juntos… Respirábamos el mismo aire, soltábamos las mismas carcajadas, teníamos las mismas inquietudes, los mismos entusiasmos.

Eras mi amigo, formabas parte de mi vida y ya no estás aquí.

No pasa ni un día sin que piense en ti.

Katherine Pancol

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