Philippe y Shirley se miraban, con unas terribles ganas de echarse a reír que intentaban reprimir mordiéndose el interior de las mejillas. Muy del estilo de ese cazador de opereta venir a aguarnos la fiesta, rumiaba Shirley en su cabeza, ¡él, que sudaba a chorros de miedo cuando tenía que hablar en público!
– No eres nada hospitalaria, mamá. A un marido hay que darle un beso en Nochebuena. Al fin y al cabo, todavía estáis casados.
– Zoé…, te lo ruego -balbuceó Joséphine.
Hortense contemplaba el retrato de su padre tirándose de un mechón de pelo.
– ¿A qué estás jugando, Zoé? ¿Nos estás ofreciendo una secuela de los Invasores o de «Papuchi, el regreso»?
– Papá no puede reunirse todavía con nosotros, así que se me ha ocurrido hacerle un sitio en la mesa y me gustaría que bebiésemos todos a su salud.
– ¡Papatabla, querrás decir! -soltó Hortense-. De este modo llaman a este tipo de collage en Estados Unidos ¡y lo sabes muy bien, Zoé!
Zoé no se inmutó.
– Eso no se le ha ocurrido a ella sólita, lo ha leído en los periódicos ingleses -continuó Hortense-. Fiat Daddy! Viene de Norteamérica. Empezó cuando la mujer de un militar destinado en Iraq se dio cuenta de que su hija de cuatro años ya no reconocía a su padre durante un permiso, después las familias de la Guardia Nacional la imitaron y se extendió. Ahora todas las familias de militares americanos destinados en el extranjero reciben su Fiat Daddy por correo si lo piden. ¡Zoé no ha inventado nada! Simplemente ha decidido aguarnos la fiesta.
– ¡Nada de eso! Tenía ganas de que estuviese aquí, con nosotros.
Hortense saltó como un muelle liberado de su caja.
– ¿Qué quieres, que nos sintamos culpables? ¿Demostrarnos que eres la única que no le olvida? ¿Que le quieres de verdad? Pues has perdido. Porque papá está muerto. ¡Hace seis meses! ¡Se lo comió un cocodrilo! No te lo han dicho para protegerte ¡pero es la verdad!
– ¡Es mentira!-chilló Zoé tapándose los oídos con las manos-. ¡No se lo ha comido un cocodrilo porque nos ha enviado una postal!
– ¡Pero si no era más que una vieja postal enmohecida, olvidada en correos!
– ¡Mentira! ¡Supermentira! ¡Era papá, vivo, que nos enviaba noticias suyas! ¡Y tú no eres más que una garrapata asquerosa que apesta y a quien le gustaría que todo el mundo estuviese muerto para que no hubiese nadie más que tú en la tierra! ¡Sucia garrapata! ¡Sucia garrapata! -Zoé empezó a insultarla a voz en grito entre sollozos.
Hortense se dejó caer sobre la silla haciendo un gesto con la mano que significaba: «Esto es demasiado para mí. Abandono». Joséphine se deshizo en lágrimas, tiró la servilleta y abandonó la mesa.
– ¡Genial, Zoé! -gritó Hortense-. ¿Tienes alguna otra sor- presita reservada para que nos sigamos divirtiendo? ¡Porque estamos muertos de risa!
Gary, Shirley y Philippe esperaban, incómodos. La mirada de Alexandre iba de una prima a otra, intentando comprender. ¿Estaba muerto, Antoine? ¿Devorado por un cocodrilo? ¿Como en el cine? El foie gras palidecía en el plato, las tostadas se acartonaban, el salmón transpiraba. Un olor a quemado se extendió, procedente de la cocina.
– ¡El pavo!-gritó Philippe-. ¡Nos hemos olvidado de apagar el horno!
En ese mismo momento, reapareció Joséphine, cubierta con el gran delantal blanco.
– El pavo se ha quemado -anunció con gesto de disgusto.
Gary lanzó un suspiro de desesperación.
– Son las once y no hemos cenado todavía. ¡No hacéis más que joder con vuestros melodramas, los Cortès! ¡Es la última Nochebuena que paso con vosotros!
– Pero ¿qué pasa? ¿Es la guerra? -exclamó Shirley.
– ¡ Respuesta correcta!-chilló Zoé, apropiándose del Papatabla y volviendo a su habitación con paso militar.
Gary cogió el plato de salmón, se sirvió dos lonchas e hizo lo mismo con el foie gras.
– Lo siento -comentó con la boca llena-, yo empiezo antes de que se monte un nuevo numerito. ¡Lo apreciaré mejor con la tripa llena!
Alexandre le imitó, metiendo las manos en las bandejas. Philippe volvió la cabeza. No era el momento de dar una lección de modales a su hijo. Joséphine, derrotada en la silla, contemplaba la mesa con la mirada perdida y acariciaba las letras bordadas del delantal. Soy el chef y hay que obedecerme.
Philippe propuso olvidar el pavo calcinado y pasar directamente a los quesos y al tronco de Navidad.
– Empezad sin mí. Voy a ver a Zoé -anunció Joséphine, levantándose.
– ¡Ya empezamos! ¡Volvemos al juego de la gente que desaparece!-dijo Shirley-. ¡Me gustaría probar el foie gras antes de convertirme en un fantasma!
Mylène Corbier tiró su bolso Hermès -auténtico, comprado en París, no una imitación como las que se encontraban en cualquier esquina- sobre el gran sillón de cuero rojo de la entrada y contempló su hogar con satisfacción. Murmuró ¡qué bonita! ¡Pero qué bonita es! ¡Y es mi casa! ¡La he pagado con MI dinero!
En los seis meses que había pasado en Shanghai no había perdido el tiempo. El piso que tenía lo atestiguaba. Amplio, con grandes ventanales, grandes cortinas de tela cruda y carpintería en las paredes que le recordaban la casa de su infancia, cuando era aprendiz de peluquera y vivía en casa de su abuela en Lons-le-Saunier. Lons-le-Saunier, cuyo orgullo era ser la ciudad natal de Rouget de Lisie. Lons-le-Saunier, dos minutos de parada, Lons-le-Saunier, una eternidad de aburrimiento.
El piso se extendía como un largo loft, dividido por separaciones altas equipadas con persianas. En las paredes, una pátina color cáscara de huevo. «¡El colmo de lo chic!», pronunció en voz alta chascando la lengua contra el paladar. Era inevitable que hablara sola, no tenía a nadie con quien compartir su satisfacción. Ya era suficientemente penoso vivir sola, ¡así que sola y muda! Sobre todo en esta época de fiestas. Nochebuena y Nochevieja, iba a celebrarlas en la intimidad, junto a su abeto de plástico encargado en Internet. Y un pequeño belén al pie del abeto. Su abuela se lo había dado antes de partir a China: «¡Y no te olvides de rezar al Niño Jesús cada noche! Él te protegerá».
De momento, el Niño Jesús había cumplido su contrato a pies juntillas. No tenía nada que reprocharle. Le hubiese gustado un poco de compañía, un abrazo de vez en cuando, pero aquello no parecía ser su prioridad. Suspiró, no se puede tenerlo todo, lo sé. Había elegido vivir en Shanghai y tener éxito, las alegres celebraciones las dejaría para más adelante. Cuando fuera rica. Muy rica. Por el momento, era pasablemente rica. Tenía un hermoso piso, un chofer a tiempo completo (¡cincuenta euros al mes!), pero todavía dudaba si comprarse un animal de compañía. Cinco mil euros al año de impuestos si sobrepasaba el tamaño de un chihuahua. Quería un perro de verdad, lleno de pelo y babeante, no un modelo reducido que pudiera meterse en el bolso, junto a la polvera. En este país, en cuanto se añadía un habitante al metro cuadrado, había que pagar. ¡Cinco años de salario si querías un segundo hijo! Por el momento, se contentaba con hablar sola o ver la tele. Si la soledad me pesa demasiado, me compraré un pez rojo. Eso está permitido. Incluso traen buena suerte. Empiezo por el pez rojo, me hago rica y después… O me compro una tortuga. Las tortugas también traen buena suerte. Una bonita tortuga y su pareja. Me mirarán con sus ojos esféricos y su espolón sobre la nariz. Parece que son muy afectuosas… Sí pero, cuando tienen miedo, ¡sueltan gases nauseabundos!
En el belén estaban el buey y la muía, las ovejas, los pastores, los campesinos acarreando gavillas de paja sobre los hombros. Jesús y sus padres no habían llegado todavía. Esa noche, a las doce en punto, depositaría al pequeño Jesús en pañales en su lecho de paja, rezaría sus oraciones, cogería una pequeña botella de champán e iría a acostarse delante de la tele.