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Sus brazos cadavéricos sobresalían del camisón, bajo la piel de sus mandíbulas crispadas vibraban dos bolitas duras, sus ojos ardían con el odio más feroz que jamás mujer celosa alguna lanzó sobre su rival. Fueron esos celos, ese odio feroz lo que dejó helada a Joséphine, que murmuró, como si se confesase a sí misma:

– Pero si me odias, Iris…

– ¡Por fin lo entiendes! ¡Por fin vamos a dejar de interpretar la comedia de las hermanas que se quieren!

Gritó, sacudiendo violentamente la cabeza. Después bajó la voz, clavó sus ojos ardientes en los de su hermana, y le hizo un gesto para que se fuera.

– ¡Vete!

– Pero Iris…

– No quiero volver a verte. ¡No merece la pena que vuelvas! ¡Adiós muy buenas!

Pulsó el timbre para llamar a la enfermera, se dejó caer sobre las almohadas y se tapó los oídos con las manos, sorda a todo intento de Joséphine por volver al diálogo y hacer las paces.

De eso hacía tres semanas.

No se lo había contado a nadie. Ni a Luca, ni a Zoé, ni a Hortense, ni siquiera a Shirley, a quien nunca le había gustado Iris. Joséphine no necesitaba que juzgasen a su hermana, cuyas cualidades y defectos conocía.

Está llena de rencor, está llena de rencor hacia mí por haberle quitado el papel protagonista que poseía por derecho. No fui yo quien empujó a Hortense a airearlo todo, no fui yo quien rompió el contrato. Pero ¿cómo conseguir que Iris aceptara la verdad? Se sentía demasiado herida para escucharla. Acusaba a Joséphine de haberle destruido la vida. Es más fácil acusar a los demás que hacer autocrítica. Fue a Iris a quien se le ocurrió la idea de hacer que Joséphine escribiera una novela para firmarla ella, ella quien la había seducido, dándole todo el dinero del libro; fue ella quien lo maquinó todo, y Joséphine se dejó manipular. Joséphine era débil ante su hermana. Pero ¿dónde reside el límite preciso entre la debilidad y la cobardía? ¿Entre la debilidad y la duplicidad? ¿No se había sentido feliz cuando Hortense había declarado en la televisión que la verdadera autora de Una reina tan humilde era su madre y no su tía? Me sentí confusa, ciertamente, pero más por la conducta de Hortense -quien, a su manera, me decía que me amaba, que me apreciaba- que por el hecho de haber sido rehabilitada como escritora. Me da igual esa novela. Me da igual ese dinero. Me da igual ese éxito. Lo que yo querría es que todo volviese a ser como antes. Que Iris me quisiera, que nos fuésemos de vacaciones las dos, que ella fuera la más guapa, la más brillante, la más elegante; me gustaría que gritásemos a coro: «Cric y Croe se comieron al gran Cruc…», como cuando éramos pequeñas. Me gustaría ser de nuevo la hermana que no cuenta para nada. No me siento a gusto dentro de mi nueva indumentaria de mujer que triunfa.

Fue entonces cuando vio su propio reflejo en el espejo del café.

Al principio, no se reconoció.

¿Esa mujer era Joséphine Cortès?

¿Esa mujer elegante, con ese bonito abrigo beige con grandes solapas de terciopelo marrón? Esa mujer de brillantes cabellos castaños, boca bien perfilada, y ojos llenos de una luz asombrosa ¿era ella? El sombrero de fruncidos abultados coronaba y rubricaba a la nueva Joséphine. Miró a esa perfecta extraña. Encantada de conocerla. ¡Qué guapa está! ¡Qué hermosa y libre parece! Me gustaría tener su aspecto, quiero decir, ser interiormente tan bella y luminosa como el reflejo que anida en el espejo. Así, mirándola, tengo la extraña impresión de ser doble: usted y yo. Y, sin embargo, sólo somos una.

Miró el vaso de Coca Cola que tenía delante. No lo había tocado. Los cubitos se habían fundido empañando las paredes del vaso. Dudó en imprimir sobre él la marca de sus dedos. ¿Por qué he pedido una Coca Cola? Odio la Coca Cola. Odio las burbujas que suben hasta la nariz como mil hormigas rojas. No sé nunca qué pedir en un café, así que digo Coca Cola como todo el mundo, o café. Coca Cola, café, Coca Cola, café.

Levantó la cabeza hacia el reloj de la cafetería: ¡las siete y media! Luca no había venido. Sacó el móvil del bolso, marcó su número, escuchó su contestador, que decía «Giambelli» pronunciando todas las sílabas y dejó un mensaje. No se verían esta tarde.

Quizás era mejor. Cada vez que recordaba aquella terrible escena con su hermana, sentía que la invadía la desesperanza y las fuerzas la abandonaban. Ya no tenía ganas de nada. Ganas de sentarse en la acera y ver a los desconocidos, a los perfectos extraños de la calle. Cuando quieres a alguien, ¿hay que sufrir obligatoriamente? ¿Es el precio que hay que pagar? Ella sólo sabía querer. No sabía hacerse querer. Eran dos cosas muy diferentes.

– ¿No se bebe usted la Coca Cola, mi querida señora?-preguntó el camarero mientras tamborileaba la bandeja con los muslos-. ¿No tiene buen sabor? ¿No es una buena cosecha? ¿Quiere que se la cambie?

Joséphine sonrió tímidamente y negó con la cabeza.

Decidió no esperarle más. Volvería a casa y cenaría con Zoé. Al salir le había dejado una cena fría en la mesa de la cocina, una pechuga de pollo y una ensalada de judías verdes, un petit-suisse de frutas y una nota: «Estoy en el cine con Luca, volveré sobre las diez. Iré a darte un beso antes de que te duermas, te quiero, mi niña, mi amor. Mamá». No le gustaba dejarla sola por la noche, pero Luca había insistido en verla. «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». Joséphine frunció el ceño. Él había pronunciado esas palabras, y ella lo había olvidado.

Marcó el número de casa. Anunció a Zoé que, al final, volvía para cenar, y le hizo una seña al camarero para que le trajese la cuenta.

– Está debajo del posavasos, mi querida señora. ¡Definitivamente, tiene usted la cabeza en otra parte!

Dejó una generosa propina y salió.

– ¡Eh! ¡Olvida su paquete!

Se volvió, le vio mostrándole el envío de Antoine. Se lo había dejado sobre la silla. ¿Y si no tuviese corazón? Me olvido de los restos de Antoine, traiciono a mi hermana, abandono a mi hija para irme al cine con mi amante, y ¿qué más?

Cogió el paquete y lo estrechó contra su corazón, bajo el abrigo.

– Quería decirle que… ¡me gusta mucho su tocado! -exclamó el camarero.

Sintió cómo sus orejas enrojecían bajo el sombrero.

* * *

Joséphine buscó un taxi, pero no vio ninguno. Era una hora mala. La hora en la que la gente vuelve a su casa o va al restaurante, al cine o al teatro. Decidió volver a casa andando. Caía una lluvia fina y helada. Abrazó el paquete que seguía sosteniendo bajo el abrigo. ¿Qué voy a hacer? No puedo dejarlo en casa. Si Zoé lo encontrara… Iré a guardarlo al trastero.

Era una noche oscura. La avenida Paul-Doumer estaba desierta. Bordeó el muro del cementerio con paso ligero. Divisó la gasolinera. Sólo los escaparates de las tiendas estaban iluminados. Descifró los nombres de las calles que atravesaban la avenida, intentando memorizarlos. Calle Schlœsing, calle Pétrarque, calle Scheffer, calle de la Tour… Una vez le contaron que Brigitte Bardot había tenido a su hijo en ese hermoso edificio, en la esquina de la calle de la Tour. Había pasado todo el embarazo encerrada en su casa, con las cortinas cerradas: había fotógrafos en cada rama de árbol, en cada balcón. Habían alquilado los pisos vecinos a precio de oro. Estaba prisionera en su casa. Y si se aventuraba a salir, una maruja la perseguía hasta el ascensor, la amenazaba con clavarle un tenedor en los ojos y la llamaba puta. Pobre mujer, pensó Joséphine, si ése es el precio de la fama, es mejor seguir siendo una desconocida. Tras el escándalo provocado por Hortense en la televisión, algunos periodistas habían intentado acercarse a Joséphine para fotografiarla. Ella se había marchado a Londres con Shirley y, desde allí, habían huido a Moustique, a la gran casa blanca de Shirley. Al volver, se había mudado y había conseguido conservar el anonimato. A veces, cuando decía Joséphine Cortès, C.O.R.T.È.S., alguien levantaba la cabeza y le agradecía que hubiera escrito Una reina tan humilde. Sólo recibía muestras de satisfacción y afecto. Nadie la había amenazado todavía con un tenedor.