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Él no respondió.

– Podrías ser amable y decir «yo también te voy a echar de menos» -remarcó ella.

– Necesito estar solo…

– Lo sé, lo sé…

– No se puede cuidar de DOS personas, es decir: uno mismo y el otro. Ya cuesta un trabajo terrible saber lo que uno quiere de sí mismo…

– ¡Oh! ¡Gary!-suspiró ella.

– Tú eres el mejor ejemplo de ello, Hortense.

Ella levantó la mirada al cielo y cambió bruscamente de tema.

– ¿Te has fijado en que me he quitado las gafas negras? ¡Me he maquillado con brocha gorda para disimular mis cardenales!

– Me fijo en todo lo tuyo… ¡Siempre! -dijo con voz neutra.

Ella se turbó y bajó los ojos ante su mirada firme. Ella jugueteó con el tenedor, trazando líneas paralelas sobre el mantel.

– ¿Y Agathe?, ¿has tenido noticias suyas?

– ¿No te lo he dicho? ¡Ha dejado la escuela! ¡En pleno curso! Nos lo anunció un profe al principio de clase: «Agathe Nathier nos ha dejado. Por razones de salud. Ha vuelto a París».

Él cerró los ojos para degustar un bocado de su manzana confitada a la miel, acompañada de un sorbete de Calvados.

– He llamado a su casa y su madre me ha contestado que estaba enferma, que no sabían lo que tenía… He dicho que quería hablar con ella, me ha preguntado mi nombre, ha ido a ver si su hija estaba despierta, parece ser que duerme a todas horas. Cuando ha vuelto, me ha dicho que Agathe no podía hablar conmigo. Demasiado cansada. ¡Ja! ¡Cagada de miedo, más bien! No pierdo la esperanza. Un día iré a esperarla al portal de su casa con un paraguas. ¿Dejan buenas marcas los paraguas?

– ¡No tanto como un cinturón!

– Ah…, ¿y el ácido sulfúrico?

– ¡Perfecto!

– Y eso ¿dónde se encuentra?

– ¡Ni idea!

– ¿No te terminas el postre? ¿No te gusta? ¿No está bueno?

– ¡Que sí! Lo saboreo… Está delicioso, Hortense. Muchas gracias.

– Parece que estés en otra parte…

– Estaba pensando en mi madre y ese Zachary.

Hortense no había vuelto a hablar con Shirley, pero esta última le había asegurado que Zachary Gorjiack había hecho lo necesario. A lo mejor ya están yaciendo los cinco, con un lastre de piedras, en el fondo del Támesis. Cinco enanos morenos con camisa negra y pies de plomo. A lo mejor también, justo antes de que les mandaran al fondo, tuvieron tiempo de preguntarle a Zachary por qué razón les trataban con tanta dureza, y espero que entonces haya mencionado mi nombre.

Sacó un fajo de billetes y entonó un «tachán» triunfante colocándolo sobre la cuenta que acababa de traer el camarero.

– ¡La primera vez que invito a un chico a cenar! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué bajo estoy cayendo!

Volvieron, cogidos del brazo, hablando de la biografía de Glenn Gould que Gary acababa de comprarse. Atravesaron el parque. Gary buscó con la mirada una ardilla o dos, pero debían de estar durmiendo. La noche era hermosa, el cielo estaba repleto de estrellas. Si me pregunta si conozco el nombre de las estrellas, es que no es un chico para mí, pensó Hortense. Odio a la gente que quiere enseñarte el nombre de las estrellas, de las capitales, de las monedas extranjeras, de las cumbres nevadas, toda esa cultura de mercadillo que hay en el dorso de los paquetes de cereales.

– Hay gente alérgica a Glenn Gould -explicaba Gary-. Gente que dice que siempre toca igual…, y también hay otros que se vuelven locos con él y veneran hasta su silla desvencijada.

– No es bueno venerar… Todo ser humano tiene sus defectos.

– Fue su padre el que le hizo esa silla en 1953. Nunca se separó de ella, incluso cuando se caía a cachos. Era como un osito de pe- luche para él…

Había pronunciado esas últimas palabras con una voz insegura. Retuvo su mirada y él preguntó bruscamente:

– ¿Por qué me miras así?

– No lo sé. De pronto me ha parecido que estabas incómodo…

– ¿Yo? ¿Y por qué?

Hortense no habría sabido decir por qué. Continuaron caminando en silencio. ¿Hace cuánto tiempo que lo conozco?, se preguntó Hortense. ¿Ocho años?, ¿nueve? Hemos crecido juntos y, sin embargo, no lo considero como a un hermano. Sería más práctico, no tendría miedo de que se enamorara, de que se enamorara de verdad, de otra. Y es que tengo tanto que hacer antes de dejarme llevar…

– ¿Tú sabes los nombres de las estrellas? -preguntó Gary, levantando la nariz hacia el cielo.

Hortense se detuvo en seco y se tapó los oídos.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él, inquieto.

Él le auscultaba la mirada.

– Nada. Estoy bien. No importa -dijo ella.

Había tanta inquietud en sus ojos, tanta ternura en su voz, que ella se quedó confusa. Ya era hora de mudarse. Se estaba volviendo terriblemente sentimental.

* * *

Ecos de conversaciones, estallidos de voces sobreexcitadas surgían de varios saloncitos adyacentes, y Joséphine se detuvo un momento a la entrada del restaurante. El decorado parecía sacado de Las mil y una noches: sofás hondos, cojines mullidos, estatuas de mujeres con el pecho desnudo, plantas perfectas, orquídeas salvajes blancas como la nieve aterciopelada, alfombras recargadas, sillones con las patas muy separadas, un montón de muebles irregulares. Las camareras parecían salidas de un catálogo de modelos, contratadas por horas como figurantes, y si traían un menú, un cuaderno o un bolígrafo, eran, sin duda, accesorios de moda. Esbeltas, indiferentes, soltaban su sonrisa como quien tiende una tarjeta de visita, rozaban a Joséphine con sus caderas estrechas, con aspecto de decir: «¿Qué hace usted aquí, mujer de poco brillo?».

Joséphine estaba nerviosa. Iris había retrasado varias veces la fecha de su comida. Cada vez que Iris anulaba la cita, pretextando una depilación a la cera, una sesión en la peluquería, una limpieza dental, Joséphine se sentía rebajada. Todo el placer que había experimentado la primera vez que Iris la había llamado había desaparecido. No sentía más que una sorda angustia ante la idea de volver a ver a su hermana.

– Tengo cita con la señora Dupin -balbuceó Joséphine a la chica que distribuía a la gente en la entrada.

– Sígame -dijo la criatura de ensueño estirando sus piernas de ensueño-. Es usted la primera…

Joséphine siguió sus pasos, cuidando de no derribar nada a su paso. Seguía la carrera de la minifalda a través de las mesas y se sentía pesada, torpe. Había pasado dos horas interrogando a su vestidor, perdida en medio de perchas hostiles, y había elegido su ropa más bonita, pero pensó que habría hecho mejor poniéndose unos vaqueros viejos.

– ¿No ha dejado su abrigo en el guardarropa? -preguntó la criatura, extrañada, como si Joséphine acabase de cometer una falta de protocolo.

– Es que…

– Yo les aviso -concluyó la chica volviendo la mirada, con prisas para pasar a una actualidad más brillante.

Un actor de cine acababa de hacer su entrada. No estaba dispuesta a dedicar más tiempo a una asocial.

Joséphine se dejó caer sobre un silloncito tapizado en rojo tan bajo, que estuvo a punto de caerse. Se agarró a la mesa redonda, el mantel se deslizó, amenazando con arrastrar en su caída platos, vasos y cubiertos. Recuperó el equilibrio y entregó su abrigo a la chica del guardarropa, que había seguido la caída, impasible. Suspiró, aterrada. Estaba empapada de sudor. Ya no se movería más, ni siquiera para ir al baño. Era demasiado arriesgado. Esperaría tranquilamente en su sitio a que Iris hiciese su aparición. Sus sentidos estaban tan tensos que la menor mirada sobre ella, la menor entonación burlona, podría herirla.

Permaneció sentada, rogando que la gente la olvidara. Las parejas, a su alrededor, bebían champán y reían. Todo en ellos era gracia y ligereza. ¿Dónde habían aprendido a sentirse tan a gusto? Y sin embargo, se dijo Joséphine, no es tan sencillo, tras esas hermosas fachadas se esconden mentiras, faltas de delicadeza, traiciones, secretos. Algunos, que se sonríen, sostienen la daga preparada y oculta en su manga. Pero poseen esa ciencia que ella ignoraba completamente: la de las apariencias.