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La había golpeado. En pleno pecho. Con un cuchillo. Una hoja fina. Hubiera podido morir. Había leído en un periódico que en Europa había unos cuarenta asesinos en serie en libertad. Se había preguntado cuántos habría en Francia. Sin embargo, las palabras obscenas que había pronunciado parecían demostrar que tenía cuentas pendientes. «Ya no te harás más la lista, ya no te darás esos aires de hija de puta, te vas a callar, gilipollas, ¡te vas a callar!». Resonaban en su cabeza, punzantes. Ha debido de confundirme con otra. He pagado por otra persona. Tengo que convencerme sin falta de eso, si no, la vida se volvería imposible. Tendría que desconfiar de todo el mundo. Tendría miedo a todas horas.

Se duchó, se lavó el pelo, se secó, se puso una camiseta, unos vaqueros, se maquilló para disimular eventuales marcas, se dio un ligero toque de carmín y se examinó en el espejo forzando una sonrisa. No ha pasado nada, Zoé no debe enterarse, adopta una actitud alegre, haz como si no hubiese pasado nada. No podría contárselo a nadie. Estaría obligada a vivir con ese secreto. O decírselo a Shirley. A Shirley puedo contárselo todo. Ese pensamiento la tranquilizó. Expiró ruidosamente, expulsó la tensión, la angustia que le oprimía el pecho. Toma una dosis de árnica para que no te salgan cardenales. Sacó un tubito del botiquín, lo abrió, vertió la dosis bajo la lengua y dejó que se deshiciera. ¿Debería llamar a la policía? ¿Prevenirles de que hay un asesino suelto? Sí pero… Zoé se enteraría. No le digas nada a Zoé. Abrió el armarito situado bajo la bañera y escondió el paquete de Antoine.

Allí no lo encontraría nadie.

Fue al salón, se sirvió un gran vaso de whisky y bajó a ver a Zoé al trastero.

* * *

– Mamá, te presento a Paul…

Un chico de la edad de Zoé, delgado como un palillo, mechones de pelo rubio encrespado y el torso embutido en una camiseta negra se inclinó ante Joséphine. Zoé escrutaba la mirada aprobadora de su madre.

– Encantada, Paul. ¿Vives en este edificio? -preguntó Joséphine en un tono neutro.

– En el tercero. Me llamo Merson. Paul Merson. Tengo un año más que Zoé.

Parecía importante, desde su punto de vista, precisar que era mayor que esa chiquilla que le contemplaba con los ojos colmados de emoción.

– ¿Y cómo os habéis conocido?

Se esforzaba en hablar como si no oyera los golpes secos y entrecortados de su corazón.

– He oído ruido en el trastero, una especie de bum-bum, he bajado y he visto a Paul, que tocaba la batería. Mira, mamá, ha convertido su trastero en un estudio de música.

Zoé invitó a su madre a echar un vistazo al local de Paul. Había instalado una batería acústica, un bombo, una caja clara, tres toms, un hi hat y dos platillos. Un taburete giratorio negro y las baquetas que descansaban sobre la caja clara completaban el conjunto. Las partituras reposaban sobre una silla. En el techo se balanceaba una bombilla que emitía una luz precaria.

– Muy bien -comentó Joséphine, reprimiéndose para no estornudar a causa del polvo que le hacía cosquillas en la nariz-. Un material estupendo. De auténtico profesional.

Lo decía por decir. No tenía ni idea.

– Normal. Es una Tama Swingstar. Me la regalaron estas Navidades y las próximas tendré una Ride Giantbeat marca Paiste.

Ella le escuchaba, impresionada por la precisión de sus respuestas.

– ¿Y has insonorizado el trastero?

– Pues sí… Había que hacerlo, porque armo mucho escándalo con la batería. Ensayo aquí y voy a tocar con un amigo, que tiene una casa en Colombes. En su casa podemos hacerlo sin molestar a nadie. Aquí la gente protesta… Sobre todo el tío de al lado.

Señaló con el mentón el trastero colindante al suyo.

– Quizás no esté bastante insonorizado…-sugirió Zoé mirando las paredes cubiertas con un grueso aislante blanco.

– ¡Tampoco hay que pasarse! Es un trastero. No es para vivir. Papá dice que ha hecho todo lo que ha podido, pero es que ese tío es un protestón profesional. Nunca está contento. De hecho, en cada reunión de la comunidad le echa la bronca a alguien.

– Quizás tenga buenas razones…

– Papá dice que no. Que es un borde. Se enfada por cualquier tontería. Si alguien aparca un coche en un paso de peatones ¡se pone histérico! Nosotros le conocemos bien, hace diez años que vivimos aquí, así que…

Balanceó la cabeza como un adulto a quien no pueden engañar. Sería mayor que Zoé, pero su cara conservaba rasgos infantiles y sus hombros estrechos no tenían aún la envergadura de los de un hombre.

– ¡Mierda! ¡Ahí está! ¡Al refugio!-murmuró Paul.

Cerró la puerta del trastero con Zoé y él dentro. Joséphine vio llegar a un hombre alto, muy bien vestido, y con aspecto de propietario que avanzaba desafiante, como si los pasillos de los trasteros le pertenecieran.

– Buenas noches -consiguió balbucear Joséphine apartándose contra la pared.

– Buenas noches -dijo el hombre, que pasó a su lado sin mirarla.

Vestía un traje gris oscuro y una camisa blanca. El traje enfatizaba todos los músculos de un torso poderoso, el nudo de la corbata, ancho, brillaba, y las mangas inmaculadas de la camisa se abrochaban con dos perlas grises. Sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta de su trastero, entró y cerró.

Paul reapareció cuando estuvo seguro de que el hombre ya no estaba allí.

– ¿No ha dicho nada?

– No -respondió Joséphine-. Creo que ni siquiera me ha visto.

– No es lo que se dice un tío simpático. No pierde el tiempo en chácharas.

– ¿Eso lo ha dicho tu padre? -preguntó Joséphine, divertida por la seriedad del chico.

– No. Mamá. Ella conoce a todo el mundo en el edificio. Parece ser que tiene un trastero muy bien montado. ¡Con un taller y todo tipo de herramientas! Y en su casa hay un acuario. Muy grande, con grutas, plantas, adornos fluorescentes, islas artificiales, ¡pero sin un solo pez!

– ¡Sí que sabe cosas tu mamá! -declaró Joséphine, comprendiendo que se enteraría de muchas cosas sobre los habitantes del edificio hablando con Paul.

– ¡Y eso que nunca la han invitado a su casa! Entró una vez, cuando no había nadie, con la portera, porque la alarma había empezado a sonar y había que pararla. El se puso hecho una fiera cuando se enteró. Nadie va a su casa. Yo conozco a sus hijos. Pues bien, nunca me invitan. Sus padres no quieren. Nunca bajan a jugar al patio. Salen cuando sus padres no están, si no ¡se quedan encerrados en su casa! En cambio, en el segundo, en casa de los Van den Brock, siempre estamos invitados y tienen un televisor enorme que ocupa toda la pared del salón, con dos altavoces y sonido Dolby estéreo. La señora Van den Brock, cuando hay un cumpleaños, hace pasteles e invita a todo el mundo. Yo soy amigo de Fleur y de Sébastien, podría presentárselos a Zoé si quiere.

– ¿Son simpáticos? -preguntó Joséphine.

– Sí, supersimpáticos. Él es médico. Y su mujer canta en el coro de la Ópera. Tiene una voz preciosa. A menudo practica escalas y se la oye en la escalera. Siempre me pregunta qué tal lo llevo con la música. Me ha propuesto ir a tocar su piano si quiero. Fleur toca el violín, y Sébastien el saxo…

– A mí también me gustaría aprender a tocar algo… -intervino Zoé, que debía de sentirse marginada.