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Adoptaba frente a Paul la expresión sumisa de una niñita temerosa ante la idea de que él no la mirara, y bajo su mata de pelo caoba, sus ojos dorados lanzaban llamadas de socorro.

– ¿Nunca has tocado un instrumento? -preguntó Paul, sorprendido.

– Pues… no… -respondió Zoé, incómoda.

– Yo empecé con el piano, el solfeo y todo el rollo ese, después me harté y me pasé a la batería. Es más divertido para formar un grupo…

– ¿Tienes un grupo? ¿Cómo se llama?

– Los Vagabundos. El nombre se lo puse yo… Está bien, ¿no?

Joséphine asistía a la conversación entre los dos chiquillos y notaba que recuperaba la calma. Paul, tan seguro de sí mismo, con una opinión sobre todo, y Zoé, al borde de la desesperación, porque no conseguía atraer su atención. Su rostro estaba en tensión, fruncía el ceño y apretaba los labios con una mueca de angustia. Joséphine podía sentir cómo rebuscaba en la mente, igual que se rebaña el fondo del molde del pastel, detalles jugosos que la hiciesen interesante a los ojos del chico. Había crecido mucho durante el verano, pero su cuerpo conservaba aún las curvas suaves y mullidas de la infancia.

– ¿Quieres enseñarnos un poquito cómo tocas? -preguntó Zoé sin más argumentos para seducirle.

– Quizás no sea el mejor momento -intervino Joséphine. Señaló con la mirada el trastero del vecino-. En otra ocasión…

– ¡Ah! -soltó Zoé, decepcionada.

Había renunciado y dibujaba grandes círculos con la punta de su zapato.

– Ya es hora de cenar -continuó Joséphine- y estoy segura de que Paul también va a subir pronto…

– Yo ya he cenado. -Se remangó, cogió las baquetas, se pasó la mano por el pelo y empezó a recoger-. ¿Podéis cerrar la puerta cuando salgáis, por favor?

– ¡Adiós, Paul!-exclamó Zoé-. ¡Hasta pronto!

Le hizo una pequeña seña con la mano, tímida y audaz a la vez, que significaba me gustaría que volviésemos a vernos… si estás de acuerdo, claro.

El no se molestó en responder. Sólo tenía quince años y se negaba a dejarse deslumbrar por una chica de brillo impreciso. Estaba en esa edad delicada en la que se vive dentro de un cuerpo que no se conoce bien, y en la que, para adoptar cierta compostura, uno puede mostrarse cruel sin quererlo. La negligencia con la que trataba a Zoé demostraba que esperaba ser el más fuerte y que, si tenía que haber una víctima, sería ella.

El hombre elegante del traje gris esperaba delante del ascensor. Se apartó para dejarles entrar primero. Les preguntó a qué piso iban y pulsó el botón del quinto. Después el del cuarto.

– Así que son ustedes las recién llegadas…

Joséphine asintió.

– Bienvenidas al edificio. Me presento: Hervé Lefloc-Pignel. Vivo en el cuarto.

– Joséphine Cortès y Zoé, mi hija. Vivimos en el quinto. Tengo otra hija, Hortense, que vive en Londres.

– Yo quería vivir en el quinto, pero el piso no estaba libre cuando nos instalamos. Vivía una pareja de ancianos, el señor y la señora Legrattier. Murieron los dos en un accidente de coche. Es un piso bonito. Tiene usted suerte.

Si usted lo dice, pensó Joséphine, molesta por el tono expeditivo que usó el hombre para hablar de la muerte de los antiguos propietarios.

– Lo visité cuando lo pusieron a la venta -prosiguió-, pero dudamos en mudarnos. Ahora me arrepiento.

Esbozó una sonrisa rápida y se recompuso. Era muy alto, austero. El rostro tallado con un cincel, muy anguloso, agreste. Pelo negro, liso, peinado con una pronunciada raya al lado y un mechón caído sobre la frente, los ojos castaños muy separados, unas cejas que dibujaban dos largos trazos negros, y una nariz, un poco chata, abollada en la parte superior. Sus dientes blanquísimos revelaban un esmalte impecable y los cuidados de un excelente dentista. Es realmente inmenso, se dijo Joséphine, intentando analizarle discretamente, debe de medir por lo menos un metro noventa. Ancho de hombros, erguido, el vientre liso. Se lo imaginó recogiendo un trofeo con una raqueta en la mano. Un hombre muy guapo. Llevaba una bolsa de tela blanca que sostenía horizontalmente sobre las palmas de las manos abiertas.

– Nos hemos mudado en septiembre, justo cuando volvían a empezar las clases. Ha sido un poco precipitado, pero ahora ya estamos mejor.

– Ya verá, el edificio es muy agradable, la gente bastante acogedora y un barrio sin problemas.

Joséphine esbozó una ligera mueca.

– ¿No le parece a usted?

– Sí, sí -se apresuró a responder ella-. Pero las avenidas no están muy iluminadas por la noche.

De pronto sintió que se le humedecían las sienes y que le empezaban a temblar las rodillas.

– Es un detalle. El barrio es bonito, tranquilo, y no estamos invadidos ni por bandas de jóvenes desagradables, ni por esos grafitis que afean los edificios. Me gusta tanto la piedra amarillenta de los edificios de París que no soporto ver cómo se degrada.

Su voz se había teñido de cólera.

– Y además están los árboles, las flores, el césped, oyes cantar a los pájaros por la mañana temprano, a veces vislumbras una ardilla que huye, es importante para los niños estar en contacto con la naturaleza. ¿Te gustan los animales? -preguntó a Zoé.

Zoé conservaba los ojos fijos en el suelo. Debía de recordar lo que había dicho Paul sobre su vecino de trastero y guardaba las distancias, queriendo mantener la solidaridad con su nuevo amigo.

– ¿Te ha comido la lengua el gato? -preguntó el hombre inclinándose hacia ella con una gran sonrisa.

Zoé negó con la cabeza.

– Es tímida -se disculpó Joséphine.

– No soy tímida -protestó Zoé-. Soy reservada.

– ¡Oh! -exclamó-. ¡Su hija tiene un buen vocabulario y sentido del matiz!

– Normal, estoy en tercero.

– Como mi hijo Gaétan… ¿Y a qué colegio vas?

– Al de la calle de la Pompe.

– Igual que mis hijos.

– ¿Están ustedes contentos? -preguntó Joséphine temiendo que el educado mutismo de Zoé resultara embarazoso.

– Algunos profesores son excelentes, otros unos inútiles, por lo que los padres deben completar las carencias de los enseñantes. Yo voy a todas las reuniones de la asociación de padres. Seguramente nos veremos allí.

El ascensor había llegado al cuarto y él salió, sosteniendo su bolsa blanca con cuidado, con los brazos extendidos hacia delante. Se volvió, se inclinó y esbozó una amplia sonrisa.

– ¿Has visto?-dijo Zoé-. ¡En la bolsa había algo que se movía!

– ¡No, mujer! Sería un confit o una pata de cabrito. Debe de tener un congelador en el trastero. Seguramente es cazador. ¿Has oído cómo hablaba de la naturaleza?

Zoé no parecía muy convencida.

– ¡Te digo que se movía!

– ¡Zoé, deja de inventarte historias a todas horas!

– Me gusta contarme historias. Me hace la vida más alegre. Cuando sea mayor, seré escritora, escribiré Los miserables…

Cenaron rápidamente. Joséphine consiguió disimular los arañazos de su mano izquierda. Zoé bostezó varias veces mientras terminaba su petit-suisse.

– Tienes sueño, cariñito… Ve a acostarte enseguida.

Zoé salió dando tumbos hacia su habitación. Cuando Joséphine fue a darle un beso, ya estaba medio dormida. Sobre la almohada, desteñido por los numerosos lavados a máquina, reposaba su peluche. Zoé todavía dormía con él. Incluso le preguntaba a su madre con fervor ¿verdad que Néstor es guapo, mamá? ¡Hortense dice que es más feo que un piojo cojo! A Joséphine le costaba no estar de acuerdo con Hortense, pero mentía heroicamente, intentando encontrar un resto de belleza en ese trapo informe, tuerto y desgastado. A su edad debería poder pasarse sin él, se dijo Joséphine, si no nunca madurará… Sus rizos caoba se mezclaban sobre la sábana blanca de la cama, apoyaba una mano completamente relajada y, con el meñique, acariciaba lo que una vez fue la pierna de Néstor y que ahora parecía un gran higo reblandecido. Un cojón, afirmaba Hortense, lo cual provocaba los gritos de asco en Zoé. ¡Mamá, mamá, dice que Néstor tiene dos cojones en vez de piernas!