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– Te he traído regalos -acabó diciendo Iris para romper el silencio.

– Qué amable…

– ¿Dónde has puesto mi bolsa? -preguntó ella con tono casual.

Lo sabes muy bien, estuvo a punto de decir.

– En la entrada…

– ¿En la entrada? -repitió ella, extrañada.

– Sí.

– Ah…

Se levantó, fue a buscar su bolsa. Sacó un jersey de cachemir azul y una caja de pastelitos de almendra. Se lo tendió con la sonrisa de un explorador yanqui negociando con un astuto sioux.

– ¿Pastelitos? -se extrañó Philippe, recibiendo la caja blanca en forma de rombo.

– ¿Recuerdas? Nuestro fin de semana en Aix-en-Provence… Habías comprado diez cajas para tenerlos siempre a mano: en el coche, en el despacho, en casa… A mí me parecían demasiado dulces…

Su voz canturreaba, feliz; él escuchó el estribillo que ella no osaba entonar. ¡Éramos tan felices!, entonces ¡tú me amabas tanto!

– Eso fue hace mucho tiempo… -dijo Philippe, haciendo un esfuerzo de memoria.

Dejó la cajita sobre la mesa baja, como si rechazara volver atrás, hacia una felicidad inventada.

– ¡Oh! ¡Philippe! ¡Aquellos tiempos no están tan lejos!

Ella se había sentado a sus pies y le estrechaba las rodillas. Estaba tan guapa que la compadeció. Librada a sí misma, sin la protección de un hombre que la ame, sus debilidades harían de ella una presa tan fácil… ¿Quién la protegerá cuando yo no esté?

– Se diría que has olvidado que nos quisimos…

– ¡Yo te quise! -corrigió él con voz dulce.

– ¿Qué quieres decir?

– Que fue en una sola dirección… y que se acabó.

Ella se había incorporado y le miraba fijamente, incrédula.

– ¿Se acabó? ¡Pero eso es imposible!

– Sí, nos vamos a separar, a divorciar…

– ¡Oh, no! Te quiero, Philippe, te quiero. He pensado en ti, en nosotros, todo este tiempo en el tren, me decía, vamos a empezar de cero, vamos a recomenzar todo. Cariño…

Le había cogido de la mano y la estrechaba con fuerza.

– Te lo ruego, Iris, no hagas las cosas más difíciles, ¡sabes muy bien lo que pasa!

– He cometido errores. Lo sé… Pero también he comprendido que te amaba. Que te amaba de verdad… Me he comportado como una niña mimada, pero ahora lo sé, lo sé…

– ¿Sabes qué? -preguntó él, aburrido por adelantado de sus explicaciones.

– Sé que te quiero, que no te merezco, pero te quiero…

– Como querías a Gabor Minar…

– ¡Nunca lo quise!

– En todo caso, lo disimulabas muy bien.

– ¡Me dejé engañar!

– ¡Tú me engañaste! No es lo mismo. Y además ¿qué más da? Eso es cosa del pasado. He pasado página. He cambiado, ya no soy el mismo hombre, y este hombre nuevo no tiene nada en común contigo…

– ¡No digas eso! También cambiaré. Eso no me da miedo, ¡nada puede darme miedo contigo!

Él la miró, irónico.

– Te crees que porque me digas que vas a cambiar, cambiarás, y porque me digas que lo sientes ¡yo me olvidaré de todo y seguiremos igual! ¡La vida no es tan sencilla, querida!

Ella recobró esperanzas al escuchar esa palabra afectiva. Posó su cabeza sobre sus rodillas y acarició su pierna.

– Te pido perdón por todo.

– ¡Iris! ¡Te lo ruego! Me incomodas…

Sacudió la pierna como si se librara de un perro molesto.

– ¡Pero no podría vivir sin ti! ¿Que voy a hacer?

– Ése no es problema mío, pero que sepas que, en lo material, no te abandonaré…

– ¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?

– Todavía no lo sé. Tengo ganas de paz, de ternura, de compartir… Tengo ganas de cambiar de vida. Durante mucho tiempo tú has sido la razón de mi vida, después me apasionó mi trabajo, mi hijo al que he descubierto no hace tanto tiempo. Me he cansado de mi trabajo, tú has hecho todo lo posible para que me canse de ti, me queda Alexandre y las ganas de vivir de forma distinta. Tengo cincuenta y un años, Iris. Me he divertido mucho, he ganado mucho dinero, pero también he derrochado mucho. Ya no quiero refinamiento, ni frivolidades, ni falsas declaraciones de amor y de amistad, ni concursos de egos viriles. Tu amiga Bérengère se me insinuó la última vez que la vi…

– ¡Bérengère!

Puso cara extrañada y divertida.

– Ahora sé cómo quiero ser feliz y esa nueva felicidad no tiene nada que ver contigo. Incluso tú eres lo opuesto a ella. Así que te miro, te reconozco, pero ya no te quiero. Me ha hecho falta tiempo, el tiempo de un reloj de arena de dieciocho años, el tiempo para que los minúsculos granos de arena caigan de un lado al otro del reloj. Tú has agotado tus reservas de arena y yo he pasado al montón de al lado. Es muy sencillo, en el fondo…

Ella levantó hacia él un rostro adorable y crispado donde se leía la incredulidad.

– ¡Pero eso no es posible! -gritó ella de nuevo leyendo la determinación en su mirada.

– Se ha hecho posible, Iris, lo sabes muy bien, no sentimos nada el uno por el otro. ¿Para qué seguir disimulando?

– ¡Pero yo te amo!

– ¡Por favor! ¡No te vuelvas indecente!

Él esbozó una sonrisa indulgente. Le acarició el pelo como quien acaricia la cabeza de un niño para calmarle.

– Déjame aquí contigo. Estaré en mi lugar.

– No, Iris, no… He esperado mucho tiempo, pero se acabó. Te quiero mucho, pero ya no te amo. Y ante eso, querida, no puedo hacer nada.

Ella se estremeció como picada por una serpiente.

– ¿Hay otra mujer en tu vida?

– Eso no te interesa.

– ¡Hay otra mujer en tu vida! ¿Quién es? ¿Vive en Londres? ¡Por eso has venido a vivir aquí! ¿Me engañas desde hace mucho?

– Esto es ridículo. Vamos a ahorrárnoslo.

– Quieres a otra. Lo he sentido desde que llegué. Una mujer sabe cuando ya no la desean porque se ha vuelto transparente. Me he vuelto transparente. ¡Es insoportable!

– Me parece que estás en mala posición para montarme una escena, ¿verdad?

Él dirigió hacia ella una expresión de burla y ella estalló en gritos de cólera.

– ¡Nunca te he engañado con él! ¡No pasó nada entre nosotros! ¡Nada de nada!

– Es posible, pero eso no cambia nada. Se acabó y no merece la pena preguntarse cómo ni por qué. O más bien eres tú la que deberías preguntarte cómo y por qué… ¡Para no cometer los mismos errores con otro!

– ¿Y qué dices del amor que siento por ti?

– Eso no es amor, es amor propio; te curarás pronto. Encontrarás otro hombre, ¡confío en ti!

– Entonces ¡no hacía falta hacerme venir!

– ¡Como si me hubieses pedido mi opinión! Te has impuesto, yo no he dicho nada para no herir a Alexandre, pero no te he invitado.

– ¡Hablemos de Alexandre! Me lo llevo conmigo porque sí. No lo dejaré aquí con tu… ¡amante!

Ella había escupido esa palabra como si le ensuciase la boca.

El la agarró del pelo, tiró de él hasta hacerle daño, pegó su boca a su oído y murmuró:

– ¡Alexandre se quedará aquí conmigo y eso ni siquiera se discute!

– ¡Suéltame!

– ¿Me oyes? Lucharemos si hace falta, pero no le tocarás ni un pelo. Tú me dirás cuánto te debo para saldar cuentas, yo te daré dinero, pero no tendrás la custodia de Alexandre.

– ¡Eso ya lo veremos! ¡Es mi hijo!

– Tú nunca te has ocupado de él, nunca te has preocupado y me niego a que te sirvas de él como un instrumento para hacerme bailar a tu son. ¿Lo has entendido?

Ella bajó la cabeza y no respondió.

– En cuanto a esta noche, irás a dormir al hotel. Hay un hotel muy bueno, justo al lado. Pasarás allí la noche y mañana volverás sin montar el número. Yo explicaré a Alexandre que te has puesto enferma, que has vuelto a París y que, a partir de ahora, vendrás a verle aquí. Decidiremos juntos las fechas, la planificación y, mientras te comportes convenientemente, podrás verlo siempre que quieras. Con una condición, que quede bien claro entre nosotros, que le dejes fuera de todo esto.