Elevó hacia ella una mirada amarilla y vidriosa y se dio cuenta de que tenía el ojo derecho prominente y lechoso.
– ¡Te han dejado tuerto! ¡Mi pobre viejo!
Ella le hablaba mientras le acariciaba, él se dejaba hacer. Ni gruñía ni se echaba hacia atrás. Doblaba el cuello bajo la caricia y entrecerraba los ojos.
– ¿Te gusta que te acaricien? ¡Apuesto a que estás más acostumbrado a las patadas!
Gimió suavemente como para asentir, y ella sonrió de nuevo.
Buscó los restos de un tatuaje en la oreja, inspeccionó el interior de sus muslos. No encontró ninguno. Él se acostó a sus pies y esperó jadeando. Ella comprendió que tenía sed. Le mostró con el dedo el agua del lago, después sintió vergüenza. Lo que él quería era una buena escudilla de agua clara. Miró la hora. Iba a llegar tarde. Se levantó bruscamente y él la siguió. Trotaba a su lado. Alto y negro. A su memoria vinieron los versos de Cuvelier:
Creo que no hubo nadie tan feo desde Rennes hasta Dinan
Era negro y achatado, macizo y contrahecho
El padre y la madre le detestaban tanto
Que a menudo en su corazón deseaban
Que fuese muerto o ahogado en el agua corriente.
La gente se apartaba para dejarles pasar. Joséphine sintió ganas de reír.
– ¿Has visto, Du Guesclin? ¡Das miedo a la gente!
Se detuvo, le miró y gimió:
– ¿Qué voy a hacer contigo?
Él se balanceaba sobre sus ancas como para decirle venga, deja de pensártelo, llévame. Le suplicaba con su ojo bueno del color del ron viejo, y parecía esperar su asentimiento. Ojo con ojo, se analizaban. El esperaba, confiado, ella calculaba, dubitativa.
– ¿Quién te cuidará cuando yo vaya a trabajar a la biblioteca? ¿Y si ladras o empiezas a aullar? ¿Qué dirá la señorita de Bassonnière?
Su hábil morro vino a hundirse en su mano.
– ¡Du Guesclin!-gimió Joséphine-. No es razonable.
Se había puesto a correr de nuevo, él la seguía, el hocico pegado a sus suelas. Se detenía cuando ella se detenía. Trotaba cuando volvía a empezar. Se quedó quieto en el primer semáforo, reanudó su marcha junto a ella, respetando su velocidad, sin echarse a sus pies. La siguió hasta el portal. Se deslizó tras ella cuando abrió la puerta. Esperó a que llegase el ascensor. Se metió en él con la agilidad de un contrabandista orgulloso de engañar al enemigo.
– ¿Acaso crees que no te veo? -dijo Joséphine pulsando el botón de su piso.
Y siempre esa misma mirada que ponía su suerte en sus manos.
– Escucha, vamos a hacer un trato. Te cuido una semana y si te portas bien, lo prolongo otra semana, y así… Si no, te llevo a la Sociedad Protectora.
Emitió un largo bostezo, que seguramente significaba que estaba de acuerdo.
Entraron en la cocina. Zoé estaba desayunando. Levantó la cabeza y exclamó:
– ¡Guau, mamá! ¡Eso sí que es un perro, y no un ratón!
– Me lo encontré en el lago y no me ha dejado.
– Seguramente lo han abandonado. ¿Has visto cómo nos mira? ¿Podemos quedárnoslo, mamá? ¡Di que sí! ¡Di que sí!
Había recuperado el habla y sus gruesas mejillas de niña coloreadas por la excitación. Joséphine puso cara de duda. Zoé suplicó:
– Siempre he soñado con tener un perro grande. Ya lo sabes.
La mirada de Du Guesclin iba de la una a la otra. De la ansiedad suplicante de Zoé a la calma aparente de Joséphine, que se reencontraba con la complicidad de su hija y la saboreaba en silencio.
– Me recuerda a Perro Azul, ya sabes, el cuento que nos leías por la noche para dormirnos y nos daba tanto miedo que teníamos pesadillas…
Joséphine adoptaba una voz ronca y amenazante, cuando Perro Azul era atacado por el Espíritu del Bosque, y Zoé desaparecía bajo las sábanas.
Ella abrió los brazos. Zoé se abrazó a ella.
– ¿De verdad quieres que nos lo quedemos?
– ¡Oh, sí! Si no nos lo quedamos, nadie le querrá. Se quedará solo.
– ¿Te ocuparás de él? ¿Lo sacarás a pasear?
– ¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! ¡Vamos, di que sí!
Joséphine recibió la mirada suplicante de su hija. Una pregunta le quemaba en los labios, pero se la calló. Esperaría a que Zoé quisiese hablar de ello. Estrechó a su hija contra su pecho y suspiró, sí.
– ¡Oh, mamá! ¡Estoy tan contenta! ¿Cómo lo vamos a llamar?
– Du Guesclin. El dogo negro de Brocéliande.
– Du Guesclin -repitió Zoé, acariciando al perro-. Creo que necesita un buen baño. Y una buena comida…
Du Guesclin movió su grupa sin cola y siguió a Zoé hasta el cuarto de baño.
– Va a venir Iris. ¿Abrirás tú?-gritó Joséphine en el pasillo-. Me voy de compras con Iphigénie.
Escuchó la voz de Zoé que respondía: «Sí, mamá», mientras hablaba al perro, y salió a buscar a Iphigénie, feliz.
Tendría que comprar comida para Du Guesclin.
– ¡Y ahora, tengo un perro! -anunció Joséphine a Iphigénie.
– ¡Pues sí que la ha hecho buena, señora Cortès! ¡Habrá que sacarlo por la noche y no tener miedo a la oscuridad!
– El me defenderá. Junto a él nadie se atreverá a atacarme.
– ¿Lo ha adoptado usted por eso?
– Ni siquiera he pensado en ello. Estaba sentada en un banco y…
– ¡Llegó y empezó a lamerla! ¡Menuda es usted! ¡Recogería a cualquiera! Bueno, tengo mi lista, mis bolsas, porque ahora ya no dan bolsas gratuitas, ¡hay que pagarlo todo! ¡En marcha! Nos vamos…
Joséphine verificó que había cogido la llave de Luca.
– Tengo que pasar dos minutos por casa de un amigo para dejar una llave.
– La esperaré en el coche.
Puso la mano en el bolsillo y pensó que, no hacía mucho tiempo, se hubiese vuelto loca de alegría por poseer esa llave.
Aparcó delante del portal de Luca, levantó la cabeza hacia su apartamento. Las persianas estaban cerradas. No estaba allí. Respiró, aliviada. Buscó un sobre en la guantera. Encontró uno viejo. Arrancó la hoja de un cuaderno y escribió deprisa: «Luca, le devuelvo su llave. No era una buena idea. Buena suerte en todo. Joséphine». La releyó, mientras Iphigénie miraba deliberadamente a otro lado. Tachó «no era una buena idea». Pasó el mensaje a limpio en otra hoja y la introdujo en el sobre. No tendría más que dejárselo a la portera.
Estaba pasando el aspirador en su portería. Fue a abrirla con el tubo del aspirador enrollado alrededor del hombro como una boa metálica. Joséphine se presentó. Preguntó si podía dejar un sobre para el señor Luca Giambelli.
– Querrá usted decir Vittorio Giambelli.
– No. Luca, su hermano.
¡Sólo faltaría que Vittorio encontrase una nota de «la lerda»!
– ¡Aquí no vive ningún Luca Giambelli!
– ¡ Claro que sí!-sonrió Joséphine-. Un hombre alto y moreno, con un mechón de pelo en los ojos y que lleva siempre una parka.
– Vittorio -repitió la mujer, apoyándose en el tubo del aspirador.
– ¡No! Luca. Su hermano gemelo.
La portera sacudió la cabeza, soltando el nudo de la boa.
– Ni idea.
– Vive en el quinto.
– Vittorio Giambelli. Pero no Luca…
– ¡Pero bueno!-se enfadó Joséphine-. Ya he estado en su casa. Puedo describirle su estudio. Y también sé que tiene un hermano gemelo llamado Vittorio, que trabaja como modelo, pero que no vive aquí.
– Pues justamente es él el que vive aquí. ¡Al otro no lo he visto nunca! Y de hecho, ni siquiera sabía que tenía un hermano gemelo. ¡Nunca me ha hablado de él! ¡Ni tampoco me he vuelto loca!
Se había molestado y amenazaba con cerrar la puerta.
– ¿ Puedo hablar con usted un minuto? -preguntó Joséphine.
– Es que tengo otras cosas que hacer.
Le hizo una señal para que entrase a su pesar. Dejó el aspirador en el suelo y posó encima el nudo de la boa.