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– El que yo conozco se llama Luca -recapituló Joséphine estrechando el sobre entre sus manos-. Escribe una tesis sobre la historia de las lágrimas para un editor italiano. Pasa mucho tiempo en la biblioteca, tiene aspecto de estudiante envejecido. Es sombrío, melancólico, no se ríe a menudo…

– ¡Eso seguro! ¡No tiene buen carácter! Se enfada por cualquier tontería. Es porque tiene ardores de estómago. Se alimenta mal. Claro, un hombre solo ¡no se cocina platitos buenos!

– ¡Ah! ¿Ve usted?, estamos hablando del mismo hombre.

– Sí, sí. La gente que digiere mal es imprevisible, está sometida a sus jugos gástricos. Y él es así, un día te sonríe, el otro te pone cara de perro. Vittorio, le digo. Un hombre muy guapo. Modelo de revista…

– ¡No, su hermano Luca!

– Ya le he dicho que aquí no vive ningún Luca. ¡Vive un Vittorio que no digiere bien! Creo que sé de qué hablo, ¡yo soy la que le sube el correo! Y en los sobres no está escrito Luca, sino Vittorio. Y las multas, Vittorio. Y las reclamaciones de facturas, ¡Vittorio! Hay tantos Luca por aquí como fuentes de oro en la esquina de la calle. ¿No me cree? ¿Tiene usted la llave? Suba a comprobarlo usted misma…

– Pero si ya he estado aquí y sé que es la casa de Luca Giambelli.

– Y yo le digo que no hay más que uno, y que es Vittorio Giambelli, modelo de profesión, hombre difícil de intestinos frágiles. Que pierde los papeles, pierde las llaves, pierde la cabeza y pasa la noche en comisaría. Así que no venga a contarme historias y a hacerme creer que son dos cuando sólo hay uno. Y mejor así porque, con dos como él, ¡me volvería loca!

– Eso no es posible -murmuró Joséphine-. Es Luca.

– Vittorio. Vittorio Giambelli. Conozco a su madre. He hablado con ella. Lo ha pasado muy mal por su culpa… Es su único hijo y no se merecía eso. La he visto como la veo a usted. Sentada en esa silla…

Señaló una silla donde dormía un gran gato gris.

– Lloraba y me contaba todas las cosas horribles que le hacía. No vive muy lejos. En Gennevilliers. Puedo darle su dirección si usted quiere.

– Eso no es posible -dijo Joséphine sacudiendo la cabeza-. No he estado soñando…

– Me temo que le ha contado a usted un montón de embustes, mi querida señora. Es una pena que no esté. Se ha marchado a Italia. A Milán. Por un desfile. Vuelve pasado mañana. Vittorio Giambelli. Apariencia la tiene, sin duda. Con él solito se monta todo el decorado y las mandolinas…

La portera rumiaba como si saliese de una decepción amorosa.

– Lo de Luca ha debido de inventárselo para hacerse el interesante. Odia que le digan que posa para las revistas. ¡Eso le pone furioso! Eso no le impide vivir de ello. ¿Cree que me divierte a mí limpiar la porquería de los demás? ¡Pero es de lo que vivo! ¡Y a esa edad! Ya sería hora de que se volviese razonable.

– ¡Pero esto es una locura!

– Miente como respira, pero un día va a acabar mal ¡se lo digo yo! Porque en cuanto alguien le lleva la contraria, se pone como loco… Incluso hay gente en el edificio que quiere echarle, para que vea. Se enfadó con una pobre señora que quería que le dedicase una de sus fotos, la amenazó ¡y hay que ver de qué forma! Le lanzó un cajón a la cabeza. Hay gente en libertad que estaría mejor encerrada.

– Nunca lo hubiese creído… -balbuceó Joséphine.

– ¡No es usted la primera a la que le pasa! ¡Ni la última, desgraciadamente!

– No le diga usted que he venido, ¿quiere?-dijo Joséphine-. No quiero que sepa que lo sé. Por favor, es importante…

– Como usted quiera. No me supondrá ningún esfuerzo, no voy buscando su compañía. ¿Y qué va a hacer con la llave? ¿Se la queda?

Joséphine cogió el sobre. Ya se la enviaría por correo.

Hizo como que se alejaba, esperó a que la portera hubiese cerrado la puerta y volvió a sentarse al pie de la escalera. Oyó el aspirador bramar en la portería. Necesitaba respirar antes de volver con Iphigénie. Luca era el hombre en slip que fruncía el ceño en los carteles. Recordó que, al principio de su relación, se pasaba el tiempo desapareciendo. Después reaparecía. Ella no se atrevía a hacer preguntas.

¿Quién era? ¿Vittorio y Luca? ¿Vittorio que soñaba con ser Luca? ¿O Luca encerrado en Vittorio? Cuanto más lo pensaba, más la mentira creaba un abismo profundo y misterioso, que se abría sobre otro abismo en el que se precipitaba.

Tiene una doble vida. La de modelo, que desprecia, y la de investigador erudito, que respeta… Eso explicaba por qué era tan distante, por qué la llamaba de usted. No podía acercarse por miedo a ser desenmascarado. No podía abandonarse por miedo a confesarlo todo.

Y cuando le había dicho, en noviembre, justo antes de su agresión: «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante», tenía quizás ganas de confesarse, de librarse de esa mentira. Y, en el último minuto, no había tenido el valor. No había venido. ¡No era extraño que no me prestase atención! Estaba ocupado en otra parte. Como un malabarista concentrado en sus pelotas, estaba vigilando cada mentira. Mentir es un trabajo duro, exige una tremenda organización. Una atención constante. Y mucha energía.

Se dirigió hacia el coche en el que esperaba Iphigénie. Se dejó caer pesadamente sobre su asiento. Puso el contacto, los ojos perdidos en el vacío.

– ¿Algo va mal, señora Cortès? Parece usted trastornada.

– Ya se me pasará, Iphigénie.

– ¡Está completamente pálida! ¿Ha tenido usted una revelación?

– Podemos llamarlo así.

– Pero ¿no hay nada roto?

– Algo… sí -suspiró Joséphine, intentando encontrar el camino al Intermarché.

– Así es la vida, señora Cortès, ¡así es la vida!

Se colocó una mecha que había escapado de su fular, como si pusiese orden en su vida, precisamente.

– ¿Sabe, Iphigénie? -explicó Joséphine, un poco molesta por haber sido inmediatamente archivada en la categoría «accidentes de la vida»-, mi vida había sido durante mucho tiempo aburrida y monótona. No estoy acostumbrada.

– Pues va a tener que acostumbrarse, señora Cortès. La vida es a menudo un camino de heridas y chichones. Pocas veces es un camino de rosas. O puede que se quede dormida y, cuando se despierta, ¡empieza a golpearte sin cesar!

– En mi caso, precisamente, me gustaría que se parase un poco.

– No es usted la que decide…

– Lo sé, pero al menos puedo formular un deseo, ¿no?

Iphigénie soltó su ruidito de flauta atascada con los labios cerrados, con aspecto de decir no cuente usted con ello, y Joséphine reconoció al final de la calle la gran avenida que llevaba al Intermarché.

Llenaron dos carritos de comida y bebida. Iphigénie lo cargó hasta los topes. Joséphine la frenó. No estaba segura de que los vecinos acudiesen en procesión. El señor y la señora Merson, el señor y la señora Van den Brock y el señor Lefloc-Pignel habían prometido pasarse; dos parejas del edificio B y una señora que vivía sola con su caniche blanco habían dicho sí también. Iris. Zoé. Pero ¿y los demás? Iphigénie había colocado su invitación en el recibidor y pretendía que los del edificio B acudirían en tropel. Ésos no se andan con exquisiteces, no como los del edificio A, que dicen sí para halagarla a usted, no a mí.

– Diga, Iphigénie, no estará reconstruyendo la lucha de clases…

– Digo lo que pienso. Los ricos sólo se juntan con los ricos. Los pobres se mezclan. O en todo caso, les gustaría mezclarse, ¡pero no siempre les dejan!

Joséphine estuvo a punto de decir que, desde el principio, pensaba que no era muy juicioso reunir a gente que se ignoraba durante el resto del año. Pero después pensó ¿para qué? Seamos positivos y optimistas. Le costaba ser positiva y optimista: la traición de Philippe, la mentira de Luca y, ahora, ¡la lucha de clases!