– Había cedido mis poderes -dijo el hombre dándole la espalda.
– ¡ Peor para mí!-concluyó el señor Merson-. En todo caso, lo que es seguro es que no la veremos esta noche.
– ¿Y el señor Pinarelli, ha venido? -preguntó la dama del caniche.
– ¡Su madre no le ha dado permiso para salir! Le ata en corto. Se cree que todavía tiene doce años. Él intenta hacer trastadas a sus espaldas ¡pero ella le castiga! Me lo ha dicho él. ¿Sabía que tiene prohibido salir por la noche? ¡Estoy seguro de que es virgen!
En una esquina, sentada en una silla Ikea, Iris contemplaba la escena y se lamentaba de lo bajo que había caído. A estas horas tendría que estar en Londres, en el hermoso piso de Philippe, cambiando de sitio un jarrón para marcar su presencia o guardando sus cachemires, y en cambio se encontraba en la vivienda de una portera, escuchando charlas sin interés o rechazando canapés insípidos y champán barato. Ni un solo hombre interesante, aparte de ese señor Merson que se la comía con la mirada. Era muy del estilo de Joséphine tratarse con gente tan ordinaria. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mi vida? Todavía tenía la sensación de caminar por el largo pasillo blanco. Buscaba una salida.
– Su hermana es deslumbrante -suspiró el señor Merson al oído de Joséphine-. Un poco fría, quizás, ¡pero yo la descongelaría con gusto!
– Señor Merson, ¡refrene sus ardores!
– Me gustan los casos difíciles, las circunstancias imposibles que dan un giro y se funden en la voluptuosidad… ¿Qué le parecería un ménage á trois, señora Cortès?
Joséphine perdió su templanza y enrojeció completamente.
– ¡Ah! Se diría que he tocado un punto sensible. ¿Ya lo ha probado usted?
– ¡Señor Merson!
– Debería. El amor sin sentimientos, sin posesión, es delicioso… Uno se entrega sin encadenarse. El alma y el corazón descansan mientras el cuerpo se agita… ¡Es usted demasiado seria!
– ¡Y usted, no lo suficiente! -replicó Joséphine, precipitándose hacia Zoé, que miraba hacia la puerta de la portería con desespero.
– ¿Te estás aburriendo, cariño? ¿Quieres subir? ¿Quieres ver a Du Guesclin?
– No, no…
Zoé le sonrió con tierna indulgencia.
– ¿Estás esperando a alguien?
– No. ¿Por qué?
Espera a alguien, pensó Joséphine, leyendo una madurez nueva en el rostro de su hija. Esta mañana, en el desayuno, era mi bebé, esta tarde, es casi una mujer. ¿Será que está enamorada? Su primer amor. Creía que se sentía atraída por Paul Merson, pero ni siquiera lo mira. ¡Mi hija pequeña, enamorada! Se le encogió el corazón. Se preguntó si sería como Hortense o como ella. ¿Corazón de caramelo blando o de turrón duro? No sabía qué desearle.
Iphigénie abría sus armarios, enseñaba las diferentes disposiciones, señalaba los colores, los carteles enmarcados y puntuaba cada frase arqueando las cejas, atenta a la menor crítica, al menor comentario. Léo y Clara circulaban, llevando las bandejas, distribuyendo las servilletas de papel. Se oyó una música. Era Paul Merson, que buscaba una emisora de radio.
– ¿Bailamos?-preguntó la señora Merson desperezándose, los senos apuntando hacia delante-. ¡Un guateque sin música es como un champán sin burbujas!
Fue el momento que eligieron Hervé Lefloc-Pignel, Gaétan y Domitille para hacer su entrada. Seguidos de los Van den Brock y de sus dos hijos. Hervé Lefloc-Pignel, alto, sonriente. Los Van den Brock tan disparejos como siempre, el uno pálido, agitando sus largas pinzas de coleóptero, la otra sonriente y valerosa, haciendo girar sus ojos como canicas enloquecidas. La atmósfera cambió sutilmente. Todos parecieron ponerse firmes, salvo la señora Merson, que continuaba contoneándose.
Joséphine sorprendió la mirada ansiosa de Zoé sobre Gaétan. Así que era él. El se acercó a ella, le murmuró algo al oído que la hizo enrojecer y bajar la mirada. Corazón de melón, concluyó Joséphine, emocionada.
La llegada de refuerzos del edificio A fue como un jarro de agua fría. Iphigénie lo notó y se apresuró a ofrecer champán a los recién llegados. Era toda sonrisas y Joséphine comprendió que también ella se sentía incómoda. Ya podía levantar el puño y entonar La Internacional en los pasillos del Intermarché, ahora estaba intimidada.
La señora Lefloc-Pignel no había bajado. Hervé Lefloc-Pignel felicitó a Iphigénie, los Van den Brock también. Inmediatamente, la gente se arremolinó a su alrededor como si fuesen altezas reales. Joséphine observó extrañada. El poder del dinero, el prestigio de la hermosa casa, la ropa de buena calidad imponían respeto, a pesar de todas las burlas. Ironizaban de lejos, se inclinaban de cerca.
El señor Van den Brock transpiraba abundantemente y no dejaba de tirar del cuello de su camisa. Iphigénie abrió la ventana que daba al patio. El la cerró con un gesto brusco.
– Tiene miedo de los microbios, ¡es el colmo en un médico!-dijo una vivaracha señora del edificio B-. Cuando te examina, ¡se pone guantes! Resulta extraño sentir manos de plástico paseándose por una… ¿Ha estado usted en su consulta? Todo está limpio e impecable… ¡Se diría que no quiere ni tocarte!
– Yo fui sólo una vez y no he vuelto a ir. Me pareció un poco…, ¿cómo decir?…, apresurado -dijo otra, engullendo un canapé de salmón-. ¡Tiene una forma de agitar los dedos mirándote fijamente! Como si fuese a ensartarte y a pegarte en una colección de mariposas. Es una lástima. Resulta práctico, un ginecólogo en el edificio.
– A mí hay dos cosas que no me gusta hacer en el médico: ¡abrir la boca y abrirme de piernas! ¡Huyo de los dentistas y de los ginecólogos!
Se echaron a reír y cogieron una copa de champán. Vieron que la señora Van den Brock las observaba, con el ojo giratorio, y se preguntaron si las había oído.
– ¡Esa tiene un ojo mirando a Valparaíso y el otro a Toronto! -dijo una.
– ¿La han oído cantar? ¡Están todos chiflados en el edificio A! ¿Qué piensan de la recién llegada? Siempre metida en la portería… Eso no es normal.
Iris esperaba, en una esquina, a que Joséphine hiciese las presentaciones. Como su hermana no hacía el menor gesto, avanzó hacia Lefloc-Pignel.
– Iris Dupin. Soy la hermana de Joséphine -declaró, deslumbrante de timidez y elegancia.
Hervé Lefloc-Pignel se inclinó en un besamanos Cortès. Iris observó el traje de alpaca gris oscuro, la camisa a rayas, azul y blanca, la corbata de nudo grueso, de colores, el discreto pañuelo, el torso de atleta, la elegancia sutil, el saber estar del hombre atractivo acostumbrado a los salones. Respiró el agua de colonia Armani, un ligero olor a «Aramis» sobre el repeinado pelo negro. Y cuando levantó la mirada hacia ella, se sintió transportada por una ola de felicidad. El sonreía y esa sonrisa era como una invitación a un baile. Joséphine les observaba, asombrada. Él se inclinaba sobre ella como quien respira una flor rara, ella se abandonaba con una calculada reserva. No pronunciaron palabra, pero tanto el uno como el otro parecían imantados. Silenciosos, asombrados, sonrientes. No dejaban de mirarse, a pesar de las conversaciones que les empujaban de un lado a otro. Se inclinaban hacia los unos, hacia los otros y volvían a rozarse, temblorosos.
Cuando Joséphine había vuelto de hacer la compra, Iris le había preguntado si asistiría a la fiesta de Iphigénie y si ella estaba realmente obligada a ir.
– Haz lo que quieras.
– ¡No! Dímelo tú…
– Es una fiesta entre vecinos. ¡No asistirán ni Putin ni Bush! -había contestado para cortar de raíz las preguntas de su hermana.
Iris había empezado a refunfuñar.
– ¡Te da igual lo que estoy sufriendo! ¡Te da igual que Philippe me haya tratado como un trapo viejo! ¡Al final resulta que, bajo esa máscara de dama benefactora, no eres más que una egoísta!
Joséphine se había quedado mirándola fijamente, estupefacta.